Cabalgando al Tigre

viernes, 13 abril, 2007

Evolucionismo (II): La transmutación de las especies

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 7:31 am

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Completo el anterior post con el capítulo 13 del libro El fuego secreto de los filósofos, de Patrick Harpur, titulado “La transmutación de las especies”, y que pone de relieve hasta qué punto el evolucionismo es un mito de Creación, que con un disfraz adaptado a nuestra época, nos tragamos sin empacho y con la sensación de estar claramente por encima de las supersticiones de nuestros ingenuos antepasados. Es decir, sin plumas y cacareando. La única diferencia con los mitos de creación de antaño es que el evolucionismo trata, incorrectamente, de literalizar el mito convirtiéndolo en historia; al final, es una forma de idolatría, “no porque ado­ren imágenes falsas, sino porque falsamente adoran una sola imagen, fijando la riqueza de las metáforas de la naturaleza en un modo único y rígido y obstruyendo así el fluido y oceánico juego de la imaginación (…), tan esencial para la salud del alma.”

Conviene, antes de la lectura que sigue, intentar aclarar un término que utiliza Harpur en este texto y que puede dificultar su comprensión: se trata de “daimon”; no es fácil definirlo exhaustivamente (pues pertenece al alma y comparte su naturaleza resbaladiza y ambivalente), si es que fura posible, pero tampoco pretenderé más que esbozarlo: un “daimon” es un ser intermedio entre dioses y los hombres, un mediador a través del cual un ser humano entra en contacto con los dioses, y viceversa, una “imagen personalizada” (pág. 425), pero a la vez es un locus, un mundo. Por tanto es de la naturaleza del alma, mediadora entre cuerpo y espíritu, es la imaginación creadora del sufismo iranio, es el terreno en el que los cuerpos se espiritualizan y los espíritus se corporizan, es el mundo intermedio, personal e impersonal al mismo tiempo. Sí, es paradójico… como todo lo que afecta a este intermundo, que al tratar de abarcarlo con la lógica racional y formularlo adquiere inevitablemente este aspecto.

Una vez “aproximado” el concepto, vamos con el interesante texto de Harpur.

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Los hechos de la vida

Un número sorprendente de personas cree que los seres humanos descienden de hombres del espacio que aterrizaron en la tierra y que, como los misteriosos nefilim del Génesis, «se unieron a las hijas de los hombres». Podemos sonreír ante este mito, pero no es especialmen­te ridículo. Todas las culturas tradicionales creen que son descendientes de dioses, humanos divinos como los ante­pasados o animales divinos, muchos de los cuales vinieron del cielo. Naturalmente, no comprendemos a los clanes que reclaman descender de un leopardo o de un oso, porque pensamos que ellos creen en una descendencia biológica literal, lo que no es cierto. Son los occidentales quienes toman literalmente sus mitos de procedencia, de manera que, cuando dejamos de creer que descendemos literal­mente de Adán y Eva, que fueron creados según el arzo­bispo Ussher de Armagh en el año 4004 a. c, sin demasia­do esfuerzo pasamos a creer que descendemos del mono. Los pueblos tribales entenderían por ello antepasados monos divinos, pero ¿monos reales…? Serían ellos los que sonreirían. La última risa superior es la nuestra, desde luego, porque, a diferencia de los ingenuos pueblos triba­les y los chiflados que hablan de extraterrestres, nosotros tenemos una teoría científica sobre nuestros orígenes: la evolución.

En 1992, un escritor científico llamado Richard Milton publicó un libro, The Facts of Life, que cuestionaba la validez científica de la teoría de la evolución. Cuando leí una reseña de Richard Dawkins, que describía el libro co­mo «disparatado», «estúpido» y «baboso», y a su autor como alguien que «precisa asistencia psiquiátrica»,1 me sentí naturalmente agradecido hacia Dawkins por llamar mi atención, a través de su crítica cuidadosamente razona­da, hacia una obra que de otra manera me podría haber pasado inadvertida. Mr. Milton resultó estar desconcer­tantemente sano. Escribió su libro como un padre preo­cupado porque a su hija le habían enseñando una teoría como si fuera la verdad del Evangelio.2 No hay, dice, pruebas suficientes para establecer que la teoría de la evo­lución sea una realidad.

La teoría, como todo el mundo sabe, afirma que todos los organismos del planeta han evolucionado por «muta­ción fortuita». De vez en cuando, un miembro de una especie nace por accidente con alguna característica que le da una ventaja sobre sus vecinos, como un cuello ligera­mente más largo que le permite comer follaje de una parte más alta del árbol. La selección natural hace el resto, y la evolución produce una jirafa. Por eso, en el curso de millones de años hay lo que en la época de Darwin se lla­maba una gradual «transmutación de las especies»,3 por medio de la cual todo lo que ahora está vivo evolucionó de algún antepasado común, como un sencillo organismo del mar. Muchas especies no sobrevivieron, sino que fueron eliminadas por la selección natural (así lo cuenta el cuento); y conservamos sus restos fósiles -todos los dino­saurios, por ejemplo- para probarlo.

Un hecho crucial es que la teoría predice inmensas can­tidades de fósiles, como invertebrados con rudimentarias espinas dorsales, peces con patas, reptiles con alas medio formadas, es decir, fósiles de todas las especies de transi­ción que relacionan los peces con los reptiles, y a los rep­tiles con las aves y los mamíferos. Predice aún más fósiles de todas las especies intermedias entre los primeros mamí­feros conocidos (posiblemente un pequeño roedor) y no­sotros mismos. Así mismo, predice más fósiles de todas aquellas especies intermedias que no sobrevivieron, los monstruos que fortuitamente experimentaron un cambio sin salida. Sin embargo, no tenemos ni uno solo de tales fósiles (bien, tal vez haya uno, y ya hablaré de ello).

La falta de fósiles desconcertó a Darwin y a sus cole­gas, pero supusieron que finalmente aparecerían las prue­bas. Hemos estado buscando en todos los lugares posibles durante más de cien años y todavía no hemos encontrado ningún fósil correspondiente a esas especies de transición (salvo, quizá, uno). Ni se tiene noticia de ninguna especie de transición viva en la actualidad. ¿Cuándo dejaremos de promulgar la evolución como un hecho probado?, pre­gunta Milton, al que también molesta con toda razón el fervor religioso con que se promueve la teoría y la mane­ra en que cualquier disidente es desautorizado, o se le niega el acceso a las publicaciones científicas. Él mismo no pretende saber cómo apareció la vida que conocemos. Categóricamente, no es un creacionista (un creyente en la verdad literal del relato bíblico de la creación). Sin duda quedaría espantado por mi propia glosa del evolucionis­mo. Simplemente, deplora «hasta qué punto el darwinismo ideológico ha reemplazado al darwinismo científico en nuestro sistema educativo».4

El fervor de una ideología puede a veces llevar a sus partidarios a decir verdades a medias, e incluso a tratar de hacer juegos de manos con las pruebas. Los evolucionistas están naturalmente dispuestos a mostrarnos una «secuen­cia evolutiva». Pero la única con un número decente de «pasos» -es la prueba clásica- muestra unos caballos evo­lucionando en línea recta. Fue construida apresuradamen­te y, a medida que fueron apareciendo más fósiles, resultó que la evolución no había sido en absoluto lineal ni ascen­dente, sino que (con referencia al tamaño solamente) los caballos habían sido más altos en un principio, pero luego eran de nuevo más bajos con el paso del tiempo. Además, aunque existen similitudes entre, digamos, los dos prime­ros caballos de la «secuencia», Eohippus y Mesohippus, las diferencias son todavía mayores; y no hay pruebas de nin­guna especie que los conecte. La sugerencia de que for­man una cadena evolutiva «no es una teoría científica, es un acto de fe».5 Felizmente, hay un «eslabón perdido» en el que descansa en gran parte la teoría de la evolución: el Archaeopteryx.

En 1861, unos canteros de Solnhofen, en Baviera -zona conocida por sus fósiles-, partieron una piedra que contenía un Compsognathus fosilizado, un dinosaurio del tamaño de una paloma. Sorprendentemente, tenía plumas. O, al menos, tenía plumas cuando fue vendido al Museo Británico…

Llamado Archaeopteryx, el fósil era tal vez la prueba no sólo de una especie de transición, sino también del momento en que los reptiles se transformaron en aves. Sus características de reptil incluían garras «rudimenta­rias», dientes y una cola ósea. Sus características aviares eran las «plumas y alas verdaderas», y posiblemente su espoleta, análoga a la clavícula de los mamíferos, que no tienen los dinosaurios. Sin embargo, no poseía los pode­rosos músculos pectorales necesarios para volar, así que debía de haber sido un planeador o, si no, algo que se parecía un poco a un pollo.6 En resumen, podía ser un dinosaurio con alas o un ave dentada de cola ósea, depen­diendo de cómo lo miremos, aunque el supuesto pájaro hacia el que evolucionó (Protoavis) ha sido descubierto en Texas en lechos considerados setenta y cinco millones de años más antiguos que aquellos en los que se encontró el Archaeopteryx .7 Por último, se debe recordar que el Archaeopteryx es un «eslabón perdido» sólo conjeturalmente. Como el resto de las especies, está aislado en el registro de fósiles, sin ninguna huella de antepasados o descendientes inmediatos.

El Archaeopteryx es ambiguo, elude la interpretación, cambia de forma entre ave y reptil según el observador. Visto desde la fe neodarwinista, es un ser intermedio entre ave y reptil. En otras palabras, cumple todas las funciones de un daimon, igual que hacen todos los eslabones perdi­dos. Son intrínsecamente borrosos, abiertos a diferentes lecturas interpretativas. Son incluso turbios, como el esla­bón perdido entre los humanos y los monos que se en­contró en un pozo de grava en Sussex en 1912. Un frag­mento de caja de cráneo humano y una quijada de mono proporcionaron la base para una «reconstrucción» del Hombre de Piltdown. Cuando cuarenta años más tarde se demostró que era un engaño, se puso claramente de mani­fiesto que los científicos pueden ser tan crédulos como cualquiera. Cuando aparecen pruebas para su ideología, ven lo que esperan y desean ver.fraude.jpg

Si, por ejemplo, se mira el Archaeopteryx a través de los ojos de los profesores antidarwinistas Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe, se ve de inmediato que es un fraude.8 Las plumas son totalmente modernas y quedan impecablemente alineadas en un plano, mientras que la roca en la que está el fósil ha sido partida con tan improbable pre­cisión por el centro de las plumas, que el dibujo de las den­dritas en la roca natural está únicamente ausente en las zonas emplumadas. Las plumas no están siquiera arraigadas en la cola, sino meramente a su alrededor. El Archaeopteryx es un auténtico Compsognathus fósil, afirman los profesores, al que se han añadido las marcas de las plumas, tarea sencilla si se imprime un poco de pasta y piedra pulverizada.9

El primer Archaeopteryx fue conseguido por Karl Haberlein y vendido al Museo Británico por una gran suma de dinero dos años después de la publicación de El origen de las especies de Darwin. Fue una singular casua­lidad, pues el principal propagandista de Darwin, T. H. Huxley, acababa de reflexionar sobre que las aves debían de descender de los reptiles y que un día aparecería un reptil emplumado. Y apareció, casi idéntico a la descrip­ción de Huxley. Desgraciadamente, la cabeza de este primer Archaeopteryx estaba destrozada, de manera que era imposible llegar a una conclusión sobre la cuestión crucial de la presencia o ausencia de dientes. Por suerte, como para colocar el asunto decisivamente a favor de los darwinistas, dieciséis años más tarde apareció otro Archaeop­teryx. Fue descubierto por Ernst Haberlein, hijo de Karl, que también consiguió una gran cantidad de dinero por él. ¿Suerte? ¿Coincidencia? ¿O el caso de un padre que transmite sus habilidades, algunas de ellas arqueológicas, al hijo?

Hay otros pocos Archaeopteryx, pero son o bien «reclasificaciones» de Compsognathus fósiles o bien exi­guos restos igualmente interpretados por el ojo de la fe.10

Los recientes descubrimientos en China, en la década de 1990, de dos reptiles del tamaño de un pavo, emplumados pero incapaces de volar, denominados respectivamente Protoarchaeopteryx robusta (pues se cree que es un ante­cesor del Archaeopteryx) y Caudipteryx (debido a las plumas de la cola) han sido recibidos como nuevas prue­bas de que las aves descienden de los dinosaurios. Pero en realidad sólo hay pruebas de que algunos dinosaurios pequeños, incluido tal vez el Archaeopteryx, tenían plu­mas, pero no para volar, sino posiblemente como aislante, camuflaje, o tal vez como una broma, y sin necesidad de estar relacionados con las aves.11

Evolución e involución

¿Por qué los evolucionistas creen en su teoría contra todas las pruebas? En parte, supongo, porque no existe ninguna historia alternativa creíble; sobre todo, porque es un poderoso mito de creación que exige ser creído implí­citamente.

El análisis estructural ya ha demostrado cómo mitos que pueden parecer muy diferentes en la superficie son en realidad variantes del mismo mito. Simplemente, son transformados según ciertas reglas arquetípicas. Esto es cierto en los mitos de evolución e involución.

Tradicionalmente, los mitos de creación son involutivos. Describen cómo descendemos de dioses o de antepa­sados divinos, y nuestro estado presente es una caída, una regresión desde la perfección del pasado. Somos inferio­res a nuestros antepasados. Nuestra misión es recrear las condiciones del Edén o de la Arcadia, el estado de la armonía pasada.

Sólo nuestro mito científico occidental es evolutivo. Describe cómo hemos ascendido desde los animales hasta nuestro presente estado avanzado, progresando desde la imperfección del pasado. Somos superiores a nuestros an­cestros. Nuestra tarea es crear las condiciones de la Nueva Jerusalén o Utopía, el estado de la armonía futura.

Observamos que los dos mitos son, como ocurre muy a menudo, simétricos pero invertidos. Así, mientras el mito evolutivo pretende que no es un mito en absoluto, sino his­toria, que reemplaza a todos los demás mitos, vemos que en realidad es una variante del mito involutivo, una variante excéntrica que quiere que se la tome literalmente.

El evolucionismo coloca a los humanos en la copa del árbol, posición que con anterioridad ocupaban los dioses. También nos dota de los poderes divinos de razón, etc. Pero afirma, al mismo tiempo, que somos sólo animales, un producto meramente biológico. En otras palabras, hemos «ascendido» para convertirnos en los «animales divinos» de los que tantas culturas tradicionales dicen descender.

El lugar en que realmente se produce la «transmuta­ción de las especies» no es la naturaleza, sino el mito. Es­pecies de dioses y dáimones siempre se están apareciendo a los seres humanos en forma animal. Brujas y chamanes asumen forma de animales, y algunos animales se quitan la piel para asumir forma humana. El intercambio de humanos y animales es una metáfora de la relación recí­proca entre este mundo y el Otro, de la manera en que cada uno fluye en el otro. Antiguamente, creíamos en hombres lobo; las tribus africanas todavía creen rutinaria­mente en hombres leopardo o en hombres cocodrilo. Actualmente, nosotros creemos en hombres mono. El mito no plantea ninguna objeción a la transformación de un mono en un hombre, o viceversa; pero sólo a los evolucionistas se les ocurriría entender esto literalmente; la transmutación de las especies es una literalización del cambio de forma daimónico.

Las especies de transición abundan en el mito, donde no sólo tenemos hombres-animal, sino también centau­ros, sátiros, faunos, sirenas, etc.; pero están ausentes en la realidad. La evolución actúa imaginativamente, pero no literalmente. La búsqueda del mágico hombre mono, o «eslabón perdido» que transformará el mito en historia, tiende a seguir la misma secuencia de acontecimientos: se encuentra un diente o un hueso y se saluda con excitación como prueba del eslabón perdido. Pasa el tiempo y se lo reclasifica a regañadientes como de hombre o de mono.

Eslabones perdidos

La búsqueda de «eslabones perdidos» en la cadena evolutiva se puede remontar hasta la doctrina escolástica -axiomática durante más de mil años- de que «la natura­leza no da saltos». Esto a su vez repetía el principio filo­sófico de continuidad, que afirmaba que no hay ninguna transición abrupta de un orden de realidad a otro. A su vez, este principio era idéntico a la ley del término medio formulada por el filósofo neoplatónico Jámblico, que sos­tenía que «dos términos disímiles deben estar unidos por otro intermedio que tenga algo en común con cada uno de ellos».12 Cita como ejemplo el papel de los dáimones que median entre dioses y hombres, e igualmente el papel del alma, mediadora entre la eternidad y el tiempo, y entre el mundo sensible y el inteligible.13 Oculta en la teoría de la evolución hay, por tanto, una doctrina de los dáimones que debe más a la tradición que al empirismo.

Pero aparte de esta especie de precedente filosófico de los «eslabones perdidos», lo que parece suceder es sim­plemente que la necesidad de continuidad ejerce tanta fas­cinación arquetípica sobre la imaginación como pueda ejercer la idea del cambio de forma. Construimos siempre una serie de vínculos entre nosotros y los dioses (o lo que pensemos que es el fondo de nuestro ser), como las ema­naciones neoplatónicas, la Cadena del Ser medieval o los santos, los ángeles y la Santísima Virgen del catolicismo romano.

Cuando el protestantismo y, más tarde, el deísmo del siglo XVIII suprimieron los vínculos entre nosotros y Dios, fue más fácil dejar de creer en Él; pero también quedó un vacío que clamaba por ser llenado con alguna nueva cadena del ser, y la teoría de la evolución cumplía exactamente los requisitos. El modelo de la cadena evolu­tiva no era sin embargo teológico ni filosófico. Era la ima­gen especular de esa cadena involutiva que en las socieda­des tradicionales proporcionan las genealogías. Cuando remontamos hacia atrás, hacia nuestros orígenes, hasta los dioses o los antepasados, derivamos de un modo correcto la historia del mito, que por tradición siempre es anterior. El evolucionismo trata, incorrectamente, de literalizar el mito convirtiéndolo en historia.

En la época de Darwin la genealogía era, por decirlo así, la visión ortodoxa normal de la evolución: todos éra­mos descendientes de Adán y Eva. En vez de desliteralizar esta versión involutiva fundamentalista de los aconte­cimientos devolviéndola al mito, el evolucionismo se fue al polo opuesto, igualmente literal, insistiendo en una ver­sión evolutiva fundamentalista. El atolladero continúa hasta hoy, con los darwinistas llevándose a matar con los creacionistas, a los que no hay forma de hacer desaparecer. En octubre de 1999, el Consejo de Escuelas de Kansas votó la eliminación de la enseñanza de la teoría de la evo­lución del currículum escolar.

El sacerdocio científico

¿Pero a qué nos une la cadena evolutiva, si no es a Adán y Eva? La respuesta darwinista, por supuesto, es que nos une a un antepasado simiesco en primera instan­cia, y finalmente a moléculas de proteínas en el océano primitivo. La respuesta psicológica es que nos vincula a una versión simétrica pero invertida del Dios trascenden­te que ha sido abolido: es decir, nos vincula a una diosa inmanente. Los darwinistas no son conscientes de ella, pero está presente en la visión de Darwin de la naturaleza como un poder cruel, que sus sucesores han heredado. Todavía hoy ven la naturaleza a la luz romántica, sin ser conscientes de ello, como la fuente incontenible de todas las formas de vida («por medio de su fertilidad prodigio­sa, sus poderes de variación espontánea y sus poderes de selección»,14 puede hacer todo lo que Dios hizo). Cuando Jacques Monod escribió sobre los «inagotables recursos del pozo del azar»,15 estaba utilizando una metáfora que tradicionalmente pertenece a la Creadora, en su manifes­tación como Alma del Mundo.

La diosa está particularmente presente en cualquier ideología que enfatice el crecimiento y el desarrollo. Como James Hillman ha observado, «los términos evolutivos de la biología darwinista […] se armonizan con la persona del arquetipo de la madre».16 Es su perspectiva la que «aparece en las hipótesis sobre los orígenes de la vida hu­mana, la naturaleza de la materia y la generación del mundo».17 Si ella era el arquetipo que estaba detrás del modelo de evolución en forma de arbusto planteado por Darwin, «una rica radiación de formas variadas»,18 fue otro arque­tipo -el apolíneo- el que cambió este modelo en algo que Darwin nunca pretendió. La evolución llegó a identificar­se no sólo con el crecimiento, sino con el crecimiento ascendente, una «escalera mecánica» hacia una mejora cada vez mayor. Parecía ofrecer así la prueba biológica de la cre­encia ilustrada de que el género humano sigue el mismo modelo de crecimiento que el individuo. De este modo, los discípulos de Darwin vieron claramente una progre­sión desde las infantiles culturas nativas a las más maduras culturas occidentales, hasta llegar a la más madura cultura occidental -la británica-, y a los individuos más desarrolla­dos en esa cultura, a saber, los científicos británicos, que, por una feliz coincidencia, resultaron ser ellos mismos.

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De esta manera, los científicos se convirtieron en una nueva clase de sacerdocio del que fluía toda autoridad. Ellos mismos fueron muy explícitos sobre este punto, promoviendo sin ironía la teoría de la evolución como un nuevo «evangelio».19 Seguidores de Darwin, como Hooker, Tyndall, Spencer y Huxley, se integraron en un enclave secreto -el club X- con la deliberada intención de tomar el poder en la Royal Society, comprometiéndose a «colocar un sacerdocio intelectual a la cabeza de la cultu­ra inglesa».20 Las religiones no necesitan una prueba cien­tífica, y la suya tampoco: la verdad de la evolución era realmente una revelación de la diosa por la que habían sido apresados de modo inconsciente.

Y esa revelación es verdadera, aunque sólo sea porque todas las historias, incluso las más sorprendentes, encar­nan una verdad imaginativa. «Todo lo que puede ser creí­do -afirmó Blake- es una imagen de la verdad.»21 Los evolucionistas son culpables de idolatría, no porque ado­ren imágenes falsas, sino porque falsamente adoran una sola imagen, fijando la riqueza de las metáforas de la naturaleza en un modo único y rígido y obstruyendo así el fluido y oceánico juego de la imaginación, tan espan­tosa para Darwin y, sin embargo, tan esencial para la salud del alma.

Genes como dáimones

Según Platón, al nacer se nos asigna al azar un daimon que determina nuestro destino.22 Representa, en otras pa­labras, esa combinación de azar y necesidad que Jacques Monod, en el influyente libro del mismo título, atribuye a los mecanismos clave de la evolución (mutación genéti­ca fortuita = azar; selección natural = necesidad). Monod parece pensar que se trata de principios científicos neutra­les, libres de cualquier valoración, pero, desde luego, no lo son: son la «diosa» habitual en dos de sus apariencias más antiguas. El azar es la ciega diosa Fortuna, a la que los científicos reconocen inconscientemente cuando, como hacen a menudo, califican el azar de «ciego», lo que nin­gún principio abstracto podría ser. Además, el azar es precisamente de lo que se supone que nos salva una hipótesis científica.23 Al menos debería ser tratado como una hipó­tesis que hay que establecer. En lugar de eso, el azar se da acientíficamente por supuesto, como trasfondo sobre el que se desarrolla cualquier investigación. En pocas pala­bras, es una creencia.24

La necesidad es a veces la todopoderosa diosa Ananke, a veces las tres Moiras que hilan, enrollan y cortan el hilo de nuestra vida. Son ellas quienes nos dan nuestros dáimones bajo el aspecto de azar y necesidad. Pero los dáimones encarnan también aspectos opuestos: telos, o propósito, opuesto a azar, y libertad, opuesta a necesidad.

El daimon es nuestro esquema imaginativo. Impone el mito personal que representamos en el curso de nuestra vida; es la voz que nos llama a nuestra vocación. Todos los hombres y mujeres daimónicos son conscientes de sus dáimones personales y de sus paradojas. Yeats y Jung decían tener dáimones que les conducían despiadadamen­te hacia la autorrealización -a menudo, les parecía, contra su voluntad-, y que daban libertad a cambio de un duro servicio.25 El mismo lenguaje de conducción despiadada y necesidad brutal, pero sin el sentido y la libertad conco­mitantes, es utilizado por los biólogos para describir los genes.

Los genes son dáimones tomados literalmente. Por supuesto, no estoy afirmando que no existan; pero estoy lejos de ser el único que dice que su función y significado no son tan bien comprendidos como pretenden los sociobiólogos. Son entidades oscuras, fronterizas, evasivas, ambiguas -a juzgar por los grandes desacuerdos que existen sobre ellas- y, como tales, satisfacen los criterios daimónicos.

Preocupan poderosamente a Richard Dawkins, un defensor eminente del evolucionismo. En un lenguaje notable por su antropomorfismo primitivo, afirma que los genes «crean la forma», «moldean la materia», «esco­gen» e incluso emprenden «carreras de armamentos evo­lutivas».26 Como los demonios, los genes «egoístas» «nos poseen».27 Ellos son «los inmortales».28 Nosotros somos «torpes robots» cuyos genes «nos crearon en cuerpo y alma».29 Sin duda, esto parece más un sermón que una explicación científica. Ciertamente, demuestra la ubicui­dad de los dáimones, incluso (especialmente) cuando la literalización les impide ser reconocidos como tales. Tradicionalmente, nuestro cuerpo ha sido considerado el vehículo de nuestro daimon personal, nuestra alma o «sí superior». Ahora, por una divertida inversión, se nos pide que creamos que nuestros atributos más preciados están simplemente al servicio de los genes: «Son realmente nuestros genes los que se propagan a través de nosotros. Nosotros sólo somos sus instrumentos, sus vehículos pro­visionales…».30 A partir de esta ideología extremista, no resulta sorprendente que los sociobiólogos quieran creer que la ingeniería genética lo resolverá todo, desde el cán­cer hasta la adicción a las drogas y el paro. Pero, como señala el genetista de Harvard R. C. Lewontin, no sólo esta ideología es irreal, sino que todas sus «explicaciones de la evolución de la conducta humana son como las his­torias de Rudyard Kipling en Just so, acerca de cómo el camello consiguió su joroba».31

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1. En New Statesman and Society, 28 de agosto de 1992.

2. Milton, Richard, The Facts of Life, Londres 1994, p. 15.

3. Por ejemplo, Desmond, Adrián y James Moore, Darwin, Londres 1992, pp. 40, 186.

4. Milton, Richard, The Facts of Life, Londres 1994, p. 297.

5. Ibid., p. 123-124.

6. Ibid., p. 128.

7. Ibid., p. 130.

8. Michell, John, “When Feathers Fly: A Case of Fossil Forgery?”, en Fortean Times 52 (1989), p. 47.

9. Ibid.

10. Ibid., p. 49.

11. Cf. Milton, Richard, The Facts of Life, Londres 1994, p. 130.

12. Wallis, R. T., Neoplatonism, Londres 1972, p. 131.

13. Por ejemplo, en el Timeo de Platón, 35A.

14. Sheldrake, Rupert, The Rebirth of Nature, Londres 1990, p. 55. [El renacimiento de la naturaleza, trad, de J. Piatigorsky, Paidós Ibérica, Barcelona 1994.]

15. Citado ibid., p. 56-57.

16. Hillman, James, Revisioning Psychology, Nueva York 1975, p. 124. [Re-imaginar la psicología, trad, de F. Borrajo, Siruela, Madrid 1999.]

17. Ibid.

18. Midgley, Mary, Evolution as a Religión: Strange Hopes and Stranger Fears, Londres y Nueva York 1985, p. 6.

19. Desmond, Adrián y James Moore, Darwin, Londres 1992, p. 378.

20. Ibid., p. 526.

21. “The Marriage of Heaven and Hell”, en Blake, William, Complete Writings, ed. de Geoffrey Keynes, Oxford 1966. [No hay una edición de las obras completas de Blake en castellano, aunque sí varias ediciones parciales; por ejemplo: Poesía completa, trad, de P. Mané Garzón, Ediciones 29, Barcelona 1998; Prosa escogida, trad, de Bel Atreides, DVD, Barcelona 2002; Poemas proféticos y prosas, trad, de C. Serra, Barral, Barcelona 1971.]

22. Platón, The Republic, Londres 1970, II, 3.

23. Barfield, Owen, Saving the Appearances; A Study in Idolatry, Londres 1957; Wesleyan University Press, 1988, p. 64.

24. Midgley, Mary, Wisdom, Information, and Wonder, Londres y Nueva York 1991, p. 202.

25. Para un análisis detallado, véase Harpur, Patrick, Daimonic Reality: A Field Guide to the Otherworld, Londres y Nueva York 1994, p. 40-43.

26. Citado en Sheldrake, Rupert, The Rebirth of Nature, Londres 1990, p. 80. [El renacimiento de la naturaleza, trad, de J. Piatigorsky, Paidós Ibérica, Barcelona 1994.]

27. Citado en Midgley, Mary, Evolution as a Religión: Strange Hopes and Stranger Fears, Londres y Nueva York 1985, p. 123.

28. Citado ibid.

29. Citado en Lewontin, R. C, The Doctrine of DNA: Biology as Ideology, Londres 1993, p. 13.

30. Ibid.

31. Ibid., p. 100.

5 comentarios »

  1. ‘ La respuesta psicológica es que nos vincula a una versión simétrica pero invertida del Dios trascenden­te que ha sido abolido: es decir, nos vincula a una diosa inmanente. Los darwinistas no son conscientes de ella, pero está presente en la visión de Darwin de la naturaleza como un poder cruel, que sus sucesores han heredado. Todavía hoy ven la naturaleza a la luz romántica, sin ser conscientes de ello, como la fuente incontenible de todas las formas de vida («por medio de su fertilidad prodigio­sa, sus poderes de variación espontánea y sus poderes de selección»,14 puede hacer todo lo que Dios hizo). ‘

    Supongo que la versión políticamente correcta y progre de la diosa naturaleza no será otra cosa que esa Gaia inventada por Lovelock para consumo de jipis ecologistas…Quitándole la crueldad y demás horrores darwinistas claro. Renovarse o morir, también para la mitología moderna.

    Comentarios por BUKOWSKI IN LOVE — viernes, 13 abril, 2007 @ 7:28 pm |Responder

  2. darwin dice que los seres humanos desienden del mono y para mi los seres humanos desiende de dios

    Comentarios por merianel paraqueimo — martes, 26 junio, 2007 @ 4:12 pm |Responder

  3. […] Serna, Barcelona 2007, 240 págs.), de James Hillman, autor del que ya hemos hablado sucintamente aquí, aquí y también aquí: en breve diré que fue director del Instituto Jung en Zúrich y pasa por […]

    Pingback por Pan y la pesadilla (I): imagen y mito « Cabalgando al Tigre — viernes, 14 septiembre, 2007 @ 12:26 pm |Responder

  4. […] Ley de la Selección Natural de Darwin (a quien le quede tiempo y ganas que disparé aquí y luego aquí), y la forma en que Harpur concibe el funcionamiento de las mitologías: permutando sus elementos y […]

    Pingback por FANTASTIC PLASTIC MAGAZINE — jueves, 13 enero, 2011 @ 8:38 pm |Responder

  5. Primero que nada al Arzobispo de Usher lo desmintió Georges-Louis Leclerc, Conde de Buffon y obvio la Tierra tiene muchísimos años más y eso que Buffon solo uso el enfriamiento de una bola de metal como forma de refutar la Edad de la Tierra según la Biblia, imagínate ahora con la radioactividad.

    Segundo, si partimos de que las especies fueron creadas no podrían haber sobrevivido inalteradas si la Tierra ha ido cambiando conforme el tiempo, es un hecho que en nuestro planeta ha habido periodos glaciales y cálidos, entonces al cambiar las condiciones es probable que los seres cambien.

    Tercero y último Darwin especuló no solo que estamos emparentados con los simios si no que de hecho todos los seres vivos estamos emparentados entre si, formando el gran árbol de la vida.

    Comentarios por Observador 21 — sábado, 16 enero, 2021 @ 10:17 pm |Responder


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