En este y sucesivos post voy a dejaros algunos fragmentos de Vida líquida, del filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman (Ed. Paidós, colección Paidós Estado y Sociedad, Barcelona 2006, trad. de Albino Santos Mosquera). Esta obra expone ideas muy interesantes al lado de otras que, a mi modo de ver, no están tan certeramente delineadas. La impresión general después de acabado el libro es la de que desarrolla con desigual certitud las aproximaciones al fenómeno que centra el ensayo: la vida moderna, marcada por el consumismo más extremo, a la que adjetiva de «líquida» en una brillante metáfora en virtud de sus cualidades de impermanencia, rapidez de cambio e inasibilidad. Desafortunadamente el texto resulta algo farragoso a veces, innecesariamente prolijo en muchos momentos y, en contraste, insuficientemente desarrollado en otros, hasta el punto de que hay ideas que no sé precisar a qué orden de realidad hacen referencia, al no quedar especificado en absoluto. Pondré algún ejemplo: el análisis que el autor hace de la individualidad parece, en algún aspecto, bastante superficial: la persona trata de individualizarse, lo que en la sociedad moderna líquida sólo se consigue “estando a la moda”, objetivo que, siempre según el autor, se convierte en vital para hombre moderno (pág. 27 y siguientes). Es cierto que esta tendencia es muy marcada en el mundo anglosajón, pero no sé si hasta el punto que propone Bauman. Y desde luego, siendo la nuestra una sociedad moderna líquida (de esto no hay duda), el grado de inmersión en esta fatua tendencia no alcanza esas dimensiones, aunque no estoy seguro de que no se vaya camino de ello. Además, si esto fuese como Bauman propone, al menos aquella minoría que tiene a su alcance “estar siempre a la última moda” se sentiría realizada, completa, lo cual es evidentemente incierto.
Tampoco parece muy agudo señalar, como “parte significativa” (pág. 41) de la violencia de nuestros tiempos, la imposibilidad para muchos colectivos de acceder a su individualidad a través del mundo del consumo (es decir, de las modas) que es, recordemos, la aspiración máxima del hombre; lo que Bauman suscribe citando a W. T. Cavanaugh supone uniformar todas las visiones de la vida con independencia de la cultura, tradición, etc.. Con franqueza, no creo que nuestra mentalidad pueda tomarse como un elemento más de la condición humana, y esta postura asombra especialmente en un autor que, en otros pasajes del libro, da muestra de mucha mayor flexibilidad a este respecto. Claro que quizá yo no haya entendido bien el texto. Por último, quisiera mencionar algo con respecto a la edición: es una lástima que ésta no se hayan cuidado más y aparezcan fallos de bulto como tipos de letra diferentes (págs. 115-119), tabulaciones que hacen pensar en una cita o modificaciones en el tamaño de la fuente (págs.136-137). No obstante todo lo anterior, algunas apreciaciones me han resultado muy estimulantes y dignas de reflexión, así que empecemos con las citas, que dividiré temáticamente y que, por cierto, procuraré hacer razonablemente breves para que sean más digeribles. Manos a la obra.
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Nota: el título que encabeza cada cita es mío, no pertenece al original.
PASO DE LA COMUNIDAD A LA INDIVIDUALISMO
“En tanto tarea, la individualidad es el producto final de una transformación social disfrazada de descubrimiento personal. En una fase temprana de esa transformación, el joven Karl Marx observó en uno de sus trabajos de secundaria que cuando se pone el sol universal, las polillas acuden en busca de una lámpara doméstica. En realidad, el atractivo de las bombillas domésticas subió a medida que fue oscureciendo el mundo exterior. El auge de la individualidad marcó el debilitamiento (desmoronamiento o desgarramiento) progresivo de la densa malla de lazos sociales que envolvía con firmeza la totalidad de las actividades de la vida. Señaló la pérdida de poder (y/o de interés) de la comunidad para regular con normas la vida de sus miembros. Más concretamente, dejó a las claras que, habiendo cesado de ser an sich (en términos hegelianos) o zuhanden (parafraseando a Heidegger), la comunidad había perdido su anterior capacidad para llevar a cabo esa regulación de manera rutinaria, natural y desafectada, y perdida tal capacidad, sacó a la luz la cuestión de cómo conformar y coordinar las acciones humanas presentándola como un problema, como un tema sobre el que reflexionar y preocuparse, y como un objeto de elección, decisión y esfuerzo decidido. Cada vez fueron menos las rutinas diarias que se mantuvieron tan indiscutidas y evidentes: el mundo de la vida cotidiana fue perdiendo su obviedad y la «transparencia» de la que había gozado en el pasado, cuando los itinerarios vitales carecían de encrucijadas y sus caminos estaban despejados, sin obstáculos que esquivar, negociar o apartar a un lado. Los almadieros que transportan flotando río abajo los troncos talados siguen la corriente; no necesitan brújula (a diferencia de los marineros en alta mar, que no pueden hacer nada sin una). Los almadieros se dejan llevar a lo largo del curso del río, ayudándose de vez en cuando durante la marcha de un remo o una pértiga para alejar la almadía o balsa de las rocas y de los rápidos, y mantenerla alejada de los bancos de arena y las orillas pedregosas. Los marineros, sin embargo, estarían perdidos si tuvieran que fiar su trayecto al capricho de los vientos y las corrientes cambiantes. No pueden evitar hacerse cargo de los movimientos del barco; tienen que decidir a dónde ir y eso les obliga a tener una brújula que les indique cuándo y hacia dónde virar para llegar hasta allí. La idea del «individuo» construido a sí mismo fue el equivalente de la brújula cuando los navegantes modernos ocuparon el lugar de los almadieros premodernos. En plena retirada de la comunidad y con su sistema inmunitario —diseñado originalmente para evitar que aquélla se contaminara de problemas— convertido cada vez más en un problema por sí mismo, ya no era posible permanecer sordos y ciegos a la elección de un rumbo y a la necesidad de mantenerlo. El «así son las cosas» se convirtió en el «así hay que hacer las cosas». La sociedad («comunidad imaginada» que reemplazó a la comunidad de verdad, a la que ocultó de nuestra vista con su luz deslumbrante, o entorno social que no necesitaba y no habría resistido el uso de la imaginación para el autoexamen) representaba esa nueva necesidad (sin elección) como derecho humano que había costado mucho conquistar.” (Págs. 32-33)
RENUNCIA A LA INDIVIDUALIDAD
“De tanto recorrer continua y vertiginosamente episodios que no parecen encajar en una secuencia no ya previsible, sino siquiera dotada de un mínimo significado, el individuo se acaba mostrando proclive, como dice Adorno, a «entregarse al colectivo: como recompensa por lanzarse de lleno a ese “crisol”, se le promete la merced de ser elegido, de pertenecer a algo. Las personas débiles y temerosas se sienten fuertes cuando se toman de la mano mientras corren».1 Desairado y frustrado a diario, el individuo halla un refugio para su narcisismo personal en el «narcisismo colectivo»: una promesa de seguridad que resulta inevitablemente engañosa en lo que a la salvación de esa individualidad gravemente herida respecta; la esperanza de redención está condenada a la frustración, ya que quien ofrece la promesa de una autoestima compensatoria «por delegación» es el mismo colectivo que hace que la admisión en él esté condicionada a la suspensión o la entrega de la individualidad.2 Pero aún entonces, dada su impotencia individual, los individuos continuarían «expuestos a un nivel insoportable de agravio narcisista si no buscaran una identificación compensatoria con el poder y la gloria del colectivo».3
La rendición reiterada y continuamente ensayada de la individualidad es, de hecho, el acto (repetitivo) con el que se construyen (y se vuelven a reconstruir por completo) los muros de los albergues públicos que ofrecen refugio (durante una o dos noches) a los narcisismos individuales (auténticos vagabundos sin hogar). Lo único que hace que las paredes del albergue parezcan ser de una solidez proba da y suficientemente seguras como para animarnos a registrarnos en él es el enorme volumen de individualidades desechadas y vertidas a su puerta. Los refugios son imaginados, pero ya se sabe que la imaginación es una facultad inconstante y caprichosa, por lo que es improbable que ninguno de esos lugares de cobijo siga siendo un domicilio popular y solicitado durante mucho tiempo. Los refugios imaginados no tienen nada de «natural» o de «dado». Su vida es poco más que una sucesión de momentos de renacimiento, un milagro de resurrecciones diarias del que nunca existe la certeza de que continúe. Igual que quienes buscan seguridad en su interior, los refugios viven de episodio en episodio. Lo único que oculta su precariedad y, por tanto, su dudoso estatus como garantes de la seguridad (ya que lo que define principalmente a ésta es la duración y sólo puede existir a largo plazo) es la velocidad y el criterio de comodidad o conveniencia con los que las multitudes de buscadores y solicitantes de refugio corren de un lugar de cobijo al siguiente: de pertenecer al club de las personas de pelo de color caramelo a convertirse apresuradamente en miembro del de las de cabello de color caoba, o de una noche en vela haciendo guardia frente al domicilio de un pedófilo que acaba de salir de la cárcel y anda ahora libre de vuelta «en la comunidad» a una manifestación contra un campamento de solicitantes de asilo instalado a una distancia incómodamente cercana a nuestra casa.
Los individuos que controlan y gestionan individualmente unos recursos que no alcanzan por mucho a la cantidad requerida para separar la verdad de la «mera opinión» con un mínimo nivel de confianza sienten la communis opinio como una bendición. Ésta les libera de decisiones que, de todos modos, se verían impotentes para tomar, por lo que les elimina el hambre de las ganas de comer y les retira la sal de la herida. «Sobre lo que es verdad y lo que es mera opinión», dice Adorno, decide «el poder social que denuncia como mera arbitrariedad lo que no está de acuerdo con la suya. La frontera entre la opinión sana y la infectada no la traza in praxi el conocimiento objetivo, sino la autoridad vigente».4 “(Págs. 179-180)
1. Theodor W. Adorno, Critica!Models: Intewentions and Catchwords (traducción al inglés del original en alemán), Columbia University Press, 1998, pág. 276. Adorno utiliza el término «crisol» (melting pot) en una acepción distinta de la de su uso popular. Él le da más bien el significado original de un recipiente en el que todos los ingredientes se disuelven, se mezclan y se funden, perdiendo en el proceso su individualidad y volviéndose indistinguibles.
2. Véase ibídem, pág. 118.
3. Ibídem, pág. 111.
4. Ibídem, pág. 109.