Cabalgando al Tigre

viernes, 30 enero, 2009

El pensamiento del corazón (VI): cómo figurarse el Alma del Mundo

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 10:59 am
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En esta sexta selección de El pensamiento del corazón Hillman reflexiona sobre el Alma del Mundo. Quizá os propongo un fragmento algo largo, pero creo que merece la pena: a buen seguro que os proporcionará combustible para la reflexión.

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En lugar de la tradicional noción de la realidad física, basada en sujetos privados sensitivos y en ob­jetos públicos inanimados, quiero proponer una vi­sión característica de muchas culturas (llamadas primitivas y animistas por los antropólogos cultura­les occidentales), que también tuvo su breve mo­mento de auge en la nuestra a través de Florencia y de Marsilio Ficino. Me refiero al alma universal del platonismo, que no es otra cosa que el mundo dotado de alma.

Imaginemos el anima mundi no por encima del mundo, como si lo rodease cual divina y remota emanación del espíritu -un mundo de poderes, ar­quetipos y principios que trascienden las cosas-, ni tampoco instalada en el mundo, como unificador principio vital panpsíquico. Imaginemos más bien el anima mundi como esa chispa, esa imagen crea­dora que se presenta en su forma visible a través de todas las cosas. El anima mundi indica entonces las posibilidades animadas que presenta cada suceso tal como es, su presentación sensible como un ros­tro que revela su imagen interior; en suma, su dis­ponibilidad para la imaginación, su presencia co­mo realidad psíquica. No sólo animales y plantas dotados de alma -como en la visión romántica-, si­no el alma dada con cada cosa, las cosas de la na­turaleza dadas por Dios, y las cosas de la calle he­chas por el hombre.

El mundo se presenta con formas, colores, at­mósferas, estructuras: un despliegue de formas que se muestran a sí mismas. Todas las cosas tienen un rostro, y el mundo no es sólo un conjunto de sig­nos codificado que hay que descifrar, sino también una fisonomía que hay que contemplar. En cuan­to formas expresivas, las cosas hablan, manifiestan la forma en que se encuentran. Se anuncian a sí mismas, atestiguan su presencia: «¡Mira, estamos aquí!». Nos miran independientemente de cómo las miremos a ellas, de nuestras perspectivas, de nuestras intenciones y de cómo vayamos a disponer de ellas. Esta forma de llamar la atención revela un mundo animado. E incluso nuestro reconocimiento imaginativo, la acción infantil de imaginar el mundo, da vida a éste y lo restituye al alma.

Entonces nos damos cuenta de que lo que la psicología ha llamado «proyección» es simplemen­te animación, porque esta cosa o aquella cobran vi­da espontáneamente, llaman nuestra atención, nos atraen. Esta súbita iluminación de la cosa no depen­de, sin embargo, de su proporción formal, estética, que la hace «bella», sino más bien de los movi­mientos del anima mundi, que animan sus imáge­nes e influyen en nuestra imaginación. El alma de la cosa concuerda con la nuestra o se funde con ella. La intuición de que la realidad psíquica apare­ce en la forma expresiva, o cualidad fisonómica, de las imágenes permite a la psicología evitar la tram­pa de la «experiencia». Fiemo libera a la psicología de las ataduras impuestas por san Agustín, Descar­tes y Kant, y por sus sucesores: con frecuencia Freud y algunas veces Jung. Durante siglos hemos identi­ficado interioridad y experiencia reflexiva. Sin du­da, decía la vieja psicología, las cosas están muertas porque no «experimentan» (sentimientos, recuerdos, intenciones). Pueden ser animadas por nues­tras proyecciones, pero imaginar que proyectan so­bre nosotros y entre ellas sus ideas y deseos, consi­derar que almacenan recuerdos o que presentan sus características sentimentales en sus propias cua­lidades sensibles… todo eso es pensamiento mági­co. Las cosas no sienten, puesto que carecen de sub­jetividad, interioridad y profundidad. La psicología profunda, en busca de la interioridad del alma, só­lo podría llegar a lo intra- e inter-personal.

Esta visión no sólo mata las cosas, al considerar­las muertas, sino que nos encierra en esa angosta celda que es el yo. Cuando se identifica la realidad psíquica con la experiencia, el yo se hace necesario para la lógica psicológica: debemos inventar un tes­tigo interior, un testigo que experimente desde el centro de la subjetividad, y no logramos imaginar de otra manera.

Si las cosas regresan al alma, si su realidad psí­quica viene dada con el anima mundi, entonces su interioridad y su profundidad -y lo mismo puede decirse de la psicología profunda- no dependen de su experiencia de sí mismas ni de sus motivacio­nes íntimas, sino de un testimonio de otra índole. Un objeto da fe de sí mismo mediante la imagen que presenta, y su profundidad reside en las com­plejidades de esa imagen. Su intencionalidad es sustantiva, viene dada con su realidad psíquica, y solicita nuestro testimonio aunque no lo necesite. Cada suceso concreto -incluidos nosotros, seres humanos con pensamientos, sentimientos e intencio­nes invisibles- revela un alma en su manifestación imaginativa. Nuestra subjetividad humana aparece también en nuestra manifestación. La subjetividad ya no se literaliza en la experiencia reflexiva, liberándose de su sujeto ficticio: el yo. Todo objeto, por el contrario, es sujeto, y ese reflexionar sobre sí mismo es su manifestación, su resplandor. Interio­ridad, subjetividad, profundidad psíquica… todo está ahí fuera, como también lo está la psicopatología.

Por lo tanto, llamar «paranoica» a una empresa significa examinar su modo de presentarse en acti­tudes defensivas, en sistematizaciones, códigos secretos, relaciones ficticias entre su producto y el ha­blar sobre su producto, que implican con frecuen­cia burdas distorsiones del significado de palabras tales como «bueno», «honrado», «verdadero», «sa­no», etc. Calificar a un edificio de «catatónico» o «anoréxico» equivale a examinar su forma de presentarse, la manifestación de su comportamien­to en su estructura flaca, alargada, rígida, huesuda y desprovista de grasa; su fachada vítrea; su frialdad asexuada; su rabia reprimida y explosiva; su vacío atrio interior, dividido por ejes verticales. Decir que el consumo es «neurótico» nos remite a la sa­tisfacción instantánea, a la disponibilidad inmedia­ta, a la intolerancia con las interrupciones (consu­mo de flujo continuo), a la euforia de comprar sin pagar (tarjetas de crédito) y a la fuga de las ideas, que se hace visible y concreta en la publicidad de las revistas y la televisión. Llamar «adicta» a la agri­cultura hace referencia a su obsesión por obtener cosechas cada vez más abundantes, que requiere un uso cada vez mayor de aditivos químicos (ferti­lizantes, pesticidas, herbicidas) en detrimento de otras formas de vida, hasta el agotamiento del pro­pio terreno agrícola.

Esta nueva forma de sentir la realidad psíquica requiere un nuevo olfato. Más que el olfato psicoanalítico, que busca el significado profundo y las conexiones ocultas, lo que necesitamos es el olfato del sentido común animal: una respuesta estética al mundo. Esta respuesta vincula de inmediato el alma individual al alma del mundo; yo soy animado por su ánima, como un animal. Vuelvo a entrar en el cosmos platónico, que reconoce que el alma del in­dividuo no puede sobrepasar nunca al alma del mundo porque ambas son inseparables, y la una im­plica siempre a la otra. Cualquier alteración de la psique humana produce un cambio en la psique del mundo.

Hasta ahora, en la psicología profunda, hemos intentado recuperar la psique del mundo por me­dio de interpretaciones subjetivistas. El coche que bloquea la calzada se convertía en mi problema energético; la enorme obra roja se convertía en la nueva operatio que tenía lugar en mi adánico cuerpo, o en una abertura para la mujer. Sólo podía­mos conferir subjetividad al mundo de los objetos trasladándolos a nuestro sujeto interior, como si expresaran nuestro lamento. Pero ese coche para­do, ya sea en mi sueño o en la calzada por donde circulo, sigue siendo un objeto incapaz de cumplir su propósito; permanece allí, atascado, estropeado, llamando la atención. La enorme herida abierta en la tierra roja, ya sea en mi sueño o en mi barrio, si­gue siendo un trastorno desgarrador que reclama una respuesta estética o hermenéutica. Interpretar las cosas del mundo como si fueran sueños nues­tros es privar al mundo de su sueño, de su lamen­to. Aunque este movimiento puede haber sido un paso hacia el reconocimiento de la interioridad de las cosas, al final resulta un fracaso porque identifi­ca la interioridad solamente con la experiencia hu­mana subjetiva.

¿Significa esto que los psicoterapeutas van a em­pezar a analizar a sus divanes? ¿Les dirán a sus ven­tiladores que son unos fanfarrones intermitentes que interrumpen desconsideradamente la conversación con un tono pasivo-agresivo, frío y monóto­no? ¿Empezaremos a analizar al coche y dejaremos a los conductores en un aparcamiento vigilado? No exactamente. Mas permítaseme sugerir lo que po­demos hacer con esta visión ampliada de la reali­dad psíquica.

Podemos responder desde el corazón, desper­tarlo de nuevo. En el mundo antiguo, el órgano de la percepción era el corazón. El corazón estaba co­nectado directamente a las cosas por medio de los sentidos. El término griego que designaba la per­cepción o la sensación era áisthēsis, que significaba originalmente esa inspiración, ese asumir, ese que­darse sin aliento, esa exclamación que produce el asombro ante las maravillas del mundo: una res­puesta estética ante la imagen (éidólon) que se nos presenta. En la antigua fisiología griega y en la psi­cología bíblica, el corazón era el órgano de la sensación, pero también el lugar de la imaginación. El sentido común (sensus communis) se alojaba dentro y alrededor del corazón, y su papel consistía en aprehender las imágenes. También para Marsilio Ficino el espíritu del corazón recibía y transmitía las impresiones de los sentidos. El corazón tenía una función estética.

En la respuesta estética del corazón, la acción de sentir el mundo y la acción de imaginarlo no están separadas, como sucede en cambio en las sucesivas psicologías derivadas de los escolásticos, los cartesia­nos y los empiristas ingleses. Sus conceptos propi­ciaron la muerte del alma del mundo porque divi­dían la actividad natural del corazón en percepción de hechos, por una parte, e intuición de fantasías, por otra, dejándonos una serie de imágenes sin cuerpos y de cuerpos sin imágenes: una imaginación inmaterial subjetiva escindida de un amplio mundo de hechos objetivos muertos. Pero la forma de per­cibir del corazón es tanto sentimiento como imagi­nación: para sentir intensamente debemos imagi­nar, y para imaginar con precisión debemos sentir.

Por «corazón» no entiendo el subjetivismo sen­timental que sobrevino como consecuencia román­tica de la pérdida de la áisthēsis. No estoy hablando de los sentimientos viscerales de una psicología simplista: todo lo que siento es bueno; en el fondo de mi corazón, me encuentro bien; lo que procede del corazón es bueno de por sí. Dejemos a un lado los modernos significados del corazón: la idea de la bomba-músculo, la idea agustiniana de la confe­sión, la idea de la conversión religiosa, la idea amo­rosa de san Valentín. Cada una de ellas tiene una historia y una razón. Quedémonos con el corazón estético de nuestra antigua tradición florentina.

Es éste el corazón que estoy intentando desper­tar a una respuesta estética al mundo. El anima mundi no es percibida si el órgano de esa percep­ción permanece inconsciente, siendo concebido sólo como una bomba física o como una habita­ción personal de sentimientos.

Despertar el corazón imaginativo y sensible se­ría como trasladar la psicología desde la reflexión mental hasta el reflejo cordial. La psicología podría entonces volver a ser florentina. […]

Si pudiéramos hacer que la psicología renaciera en su punto de origen occidental, en Florencia, en­tonces podríamos abrirnos de nuevo a una meta-psicología que fuese una cosmología, una visión poética del cosmos que satisficiera la necesidad que tiene el alma de situarse en el vasto orden de las cosas. Esto ha sido imposible hasta el momento porque la psicología tenía su hogar en ese «norte» tan ajeno a ella, donde la cosmología fue absorbi­da por la Ontología y la metafísica, sistemas con­ceptuales sin imágenes estéticas, sin mitos ni ros­tros de los dioses, sin imágenes patologizadas: una alienación que transformó el cuidado del alma en un tratamiento de alienista. (Págs. 147-160)

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