Cabalgando al Tigre

jueves, 7 junio, 2007

El fuego secreto de los filósofos (IV): los mitos del maquinismo

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 7:50 am

maquina.jpgEn esta entrega de El fuego secreto…, Harpur ahonda con agudeza en su análisis de la progresiva literalización de nuestra percepción del mundo. Considero de especial relevancia la última parte, en la que analiza el fenómeno de la televisión como literalización de la imaginación.

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Mientras estaba considerando el efecto literalizador del telescopio en el universo, empecé a preguntarme si otras invenciones técnicas no tenían un efecto similar. O, como en el caso del telescopio, me preguntaba si tal vez fuera al revés: si acaso la tecnología fuera el efecto, más que la causa, del creciente literalismo. Pero probablemen­te, la innovación técnica y la literalización son sincró­nicos, pues cada uno implica al otro y se refuerzan mutuamente. En cualquier caso, me preguntaba por las tres invenciones más significativas del Renacimiento, poco antes de que apareciera el telescopio.

El reloj, la brújula y la imprenta

La invención del reloj mecánico cautivó a Europa. Tenía dos características sobresalientes. En primer lugar, funcionaba por sí mismo. Esto impresionó tanto a la mente occidental que no sólo proporcionó un nuevo modelo de mecanismo de relojería del universo, sino que también nos invitaba a creer que el modelo era una descripción literal: así, el modelo de mecanismo de relojería del universo se convirtió en el universo mismo.

Gran parte del encanto de la maquinaria del reloj se debía a su imitación del animismo: máquinas automotoras que parecen tener alma. De este modo, el mecanismo reemplazó de forma generalizada a la vieja visión de la naturaleza como algo animado y se convirtió en modelo para las obras de la naturaleza, cuya alma era ya superflua, del mismo modo que el materialista considera que el alma sobra como requisito para los cuerpos mecánicos, com­pletamente materiales.

La segunda característica clave del reloj fue su capa­cidad mágica para aprehender al más huidizo de los dio­ses: el Tiempo. De repente el tiempo se desprendía de los ritmos cíclicos de la naturaleza para convertirse en algo separado, visible, lineal. También nosotros nos separa­mos del tiempo. En lugar de vivir con el tiempo -con el pasado como asunto de la imaginación y la memoria, y los antepasados, incluso el Edén, confortablemente pró­ximos a nosotros-, nos sorprendimos arrastrados por un tiempo objetivo cuyos relojes miden fríamente las gene­raciones y que, como el telescopio, empujan el pasado hacia atrás a distancias precisas, pero remotas. El tiempo fue siempre metafórico -«una imagen móvil de la eterni­dad», decía Platón-, hasta que los relojes lo hicieron literal.

También la brújula parecía moverse mágicamente por sí misma. Como un pequeño daimon, nos guiaba más allá del borde de los mapas y nos permitía entrar en el Otro Mundo sin perdernos. Pero el auténtico significado del Otro Mundo es que debemos perdernos a nosotros mis­mos en un sentido para encontrarnos en otro. Las nuevas brújulas hicieron el Otro Mundo mensurable, lo hicieron un lugar real, lo transformaron en este mundo. El espacio imaginativo se literalizó en la geografía.

El reloj nos dio una sensación de poder controlar el tiempo, un punto arquimediano desde el cual podíamos liberarnos de la esclavitud del ritmo natural. La brújula hizo más o menos lo mismo con el espacio, al liberarnos de la tiranía de lo desconocido, de no saber dónde estábamos. Ambos inventos fueron fundamentales para el sentimien­to renacentista de expansión y control humanos. La terce­ra innovación clave, la imprenta, resumió y compendió esta sensación de un mundo abierto. En particular, aumen­tó la capacidad de leer y escribir, lo que redujo la depen­dencia de una élite letrada y fomentó la libertad individual.

Pero la imprenta disminuyó la riqueza de la cultura oral. La grisácea letra impresa era enemiga del colorido discurso. Promovió la idea del hecho objetivo «en blanco y negro», ante el cual el tejido oral tradicional de hechos y ficciones, literal y metafórico, empezó a parecer mera­mente subjetivo, imaginario e insustancial. (La verdad tradicional, recordemos, fue polarizada por la cultura occidental en hecho literal y ficción metafórica, quedando esta última descartada en favor del primero.) Incluso empezamos a dudar de nuestros recuerdos cuando los contradice la letra impresa. Recordar se convirtió en un arte moribundo. Los bardos, que podían recitar poemas que duraban tres días, fueron reemplazados por libros. Nuestras variadas imaginaciones sobre el pasado fueron fijadas en versiones únicas y definitivas. El mito dio paso a la historia; la memoria misma fue convertida en literal por la maquinaria.

Las máquinas son ahora más «mágicas» que nunca desde el momento en que llegaron a ser electrónicas. Los ordenadores han ofrecido un modelo nuevo para el cerebro. Hablamos alegremente de nuestra actividad mental en términos de «programación neuronal» o de circuitos cibernéticos. Tales metáforas son útiles para imaginaciones posteriores. Por ejemplo, podemos empezar a preguntar­nos si «almacenamos» la memoria en «bases de datos» o si el cerebro «se retroalimenta». El problema con esas metá­foras surge cuando mueren. Una metáfora muerta es una metáfora que se toma literalmente. Tenemos la tentación de identificar el cerebro con un ordenador, igual que en su momento llegamos a creer que el universo era la máquina con la que se le había comparado. Esta clase de abuso se desliza por todas partes. Atribuimos conciencia e intención a las interacciones químicas que se producen en nuestro ADN cuando utilizamos palabras como «comunicación» e «información»; «como si decir que el «ADN contiene la in­formación necesaria» fuera algo tan evidente como que contiene el carbono y el hidrógeno necesarios».

Por qué las tribus rechazan la tecnología

Cuando el fútbol fue introducido entre los gahuku kama de Nueva Guinea, éstos jugaban los partidos nece­sarios para que el número de derrotas y victorias entre los dos equipos fuera el mismo. Las culturas tradicionales desean unidad y equilibrio, en lugar de cambio. Ésta es una de las principales razones por la que se resisten al desarro­llo y a su epítome, la tecnología. Su «rechazo de la histo­ria» significa que pueden vivir de la misma manera durante milenios -pensemos en la cultura de los aboríge­nes australianos, con 40.000 años de antigüedad, tan opuesta a los tan solo cuatrocientos años de la cultura occidental, cuyo verdadero principio ha sido el cambio.

Esta actitud conservadora hace vulnerables a las cultu­ras tradicionales frente a ese chovinismo que todavía exis­te en algunos rincones (y no sólo rincones) de las socieda­des occidentales: cualquier extranjero es considerado sucio, torpe, bárbaro, o acaso una bruja, probablemente subhumana. «Por el contrario la estructura social interna tiene un tejido más apretado, una decoración más rica, que en las civilizaciones complejas -señala Lévi Strauss-. Nada en ellos queda al azar, y el doble principio de que hay un lugar para todo y de que todo debe estar en su lugar impregna la vida moral y social. También explica por qué las sociedades con un nivel tecnoeconómico muy bajo pueden experimentar un sentimiento de bienestar y plenitud, y por qué todas creen que ofrecen a sus miem­bros la única vida digna de ser vivida.»

Otra razón por la que las sociedades tradicionales se resisten al desarrollo es su relación con la naturaleza. Ya hemos visto que ellos, igual que nosotros, distinguen entre naturaleza y cultura, y dan un elevado valor a las artes civilizadoras que les han sido dadas a conocer por el héroe cultural mítico. A diferencia de nosotros, no suscriben una creencia en la prioridad incondicional de la cultura sobre la naturaleza, inherente a nuestra idea de desarrollo. Para ellos, la naturaleza no es precultural y subhumana, sino el hábitat sobrenatural de sus antepasados y dioses. No resulta sorprendente, pues, que una técnica o herramienta que interfiera en su relación con la naturaleza, o la altere, sea rechazada.

Una tribu como los menómini, de la región de los Grandes Lagos, era perfectamente consciente de que había técnicas agrícolas, como el arado, que les habrían dado una mayor abundancia de su alimento básico, el arroz silvestre. Sin embargo, se negaron a utilizar tales técnicas porque tenían «prohibido herir a su madre la tierra». Otras culturas han rechazado mejoras técnicas debido a la ruptura que provocarían en sus estructuras, intrincadamente tejidas con sistemas de metáfora y analogía. Por ejemplo, la alfarería de los dowayos es notoriamente pobre, y se beneficiaría mu­cho de una técnica de semihorno de cocción. Ellos se niegan tenazmente a introducir este método y siguen amontonan­do sus cacharros y secándolos al fuego con escaso grado de eficacia, porque este proceso corre parejo con el «amonto­namiento» de los candidatos a la circuncisión.

El cambio de un elemento en el sistema analógico desin­tegra el conjunto. Cuando los yirís yorontos del norte de Australia adoptaron hachas de hierro, sin duda más avanza­das, perdieron todas sus instituciones económicas, sociales y religiosas, que estaban ligadas a la posesión, uso y transmi­sión de hachas de piedra. De manera análoga, no hay duda de que los inventos técnicos del Renacimiento -sus relojes, telescopios y brújulas- contribuyeron en gran medida a la desintegración del preciso sistema de correspondencias y jerarquías que constituían el cosmos medieval.

Allí donde las herramientas han encontrado un lugar en las sociedades tradicionales, habitualmente son manejadas por los hombres. Esto no se debe, como se supone con fre­cuencia, a que los hombres sean físicamente más fuertes que las mujeres, sino a que la oposición naturaleza/cultura es homóloga a la oposición femenino/masculino (es decir, naturaleza: cultura:: femenino: masculino). Por consiguien­te, las actividades que requieren contacto directo con la naturaleza, como trabajar el huerto o el jardín, o con pro­ductos naturales, como la alfarería y el tejido, se reservan a las mujeres. En cuanto las relaciones con la naturaleza exi­gen la intervención de la cultura en forma de herramientas o maquinaria (al menos por encima de cierto nivel de complejidad), son asumidas por los hombres. Las mujeres plan­tan y tejen; los hombres trabajan con la segadora de césped.

Tekhne como arte

La palabra «tecnología» procede del término griego tekhne, que no significa «aplicación de la ciencia», sino más bien lo contrario: «arte». Fue tekhne lo que utilizó el demiurgo de Platón cuando creó nuestro cosmos, en con­cordancia con la versión ideal que ya existía en el mundo inteligible de las formas. Pero tekhne no implica nuestra noción moderna de «bellas artes»; era destreza o habili­dad, una amalgama de arte y ciencia, quizá como lo que practican todas las sociedades tradicionales.

No hay ninguna razón técnica por la que las culturas tradicionales no deban desarrollar una tecnología avanza­da; después de todo, nosotros lo hicimos, y, sin duda, los griegos tenían los conocimientos para hacerlo. Pero se habrían sentido desconcertados por nuestra tendencia a dominar la naturaleza, que habrían considerado blasfema. Su tecnología se detenía en el nivel de los artefactos y herramientas, que seguían siendo personales y compar­tían el alma de sus propietarios, con quienes a menudo eran enterrados a su muerte. Nuestra tecnología siguió adelante para convertirse en una especie de fuerza inde­pendiente, divorciada del alma, una maquinaria que no sólo desacralizaba la naturaleza, sino que únicamente podía surgir de un pueblo para el que la naturaleza ya no era sagrada. Las máquinas transforman el poder daimónico en fuerza literal. Nos inducen a creer que podemos liberarnos de la naturaleza a través de una cultura autosuficiente. Es decir, nos tientan con la hibris. El peligro es que ese orgullo antecede a una caída: la de la esclavitud res­pecto a la misma maquinaria que creamos para liberarnos.

Nuestras tecnologías más populares fueron descritas a menudo como «mágicas» cuando aparecieron por prime­ra vez. En realidad, son literalizaciones de la magia. Tratan de simular mecánicamente (electrónicamente, etc.) los poderes sobrenaturales asociados tradicionalmente con los dáimones o sus homólogos humanos, los chamanes.

Las pistolas y las balas ofrecen la posibilidad de hacer ocultamente daño a distancia; la telefonía y la radio propor­cionan la capacidad de comunicar telepáticamente a grandes distancias (el telescopio es una especie de clarividencia, una manera de ver lo que sucede en la lejanía); los rayos X y la cirugía literalizan la capacidad del chamán de «ver dentro» de sus pacientes, de diagnosticar su enfermedad y extraer, manualmente o absorbiéndola, la causa de la enfermedad. Sobre todo, los poderes supremos del chamán son su capa­cidad de volar, de viajar a voluntad al Otro Mundo y traer una descripción de él, y su iluminación. Estos tres poderes encuentran sus homólogos literalizados en los aviones, la televisión y la electricidad, respectivamente.

Desde el antiguo descubrimiento de que el ámbar (el élektron griego) puede transportar la carga misteriosa que ahora denominamos electricidad estática, hemos especu­lado sobre la posibilidad de un extraño poder inherente al mundo. De la misma manera que los imanes naturales se creían habitados por almas, ese poder era esencialmente un poder espiritual que, no obstante, poseía un aspecto material que podía penetrar dentro de nosotros, por así decirlo, y afectarnos. En pocas palabras, era un poder daimónico similar, si no idéntico, al Alma del Mundo, que, después de todo, tiene exactamente ese atributo de mediar entre los mundos espiritual y sensorial.

A principios del siglo XVIII se investigó como electrici­dad. Aunque los científicos estaban convencidos de que era una fuerza natural, el simbolismo y gran parte de la nomen­clatura utilizada para describirla procedía de la alquimia. La electricidad era «el fuego etéreo», el «fuego quintaesencial», la medicina catholica, la medicina universal, y «lo que todos desdeñan y se encuentra en todas partes». Que ya había sido entendida en un doble sentido, al igual que la piedra filosofal, como elixir o panacea y como «fuego», lo prueba «el uso completamente promiscuo de electroterapias en el tratamiento de algunas enfermedades desde mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el nuestro».

Pero fue en su condición de «fuego», o fuente de luz, como la electricidad captó particularmente la imagina­ción. Esto se debió a que tradicionalmente se distinguían dos clases de luz: primero, la luz natural del sol y el fuego; y segundo, una «luz de la naturaleza», una luz interior o espiritual que podía brillar de repente en la noche más oscura y rodeaba todo encuentro o visión (como sigue ocurriendo hoy en las apariciones de fantasmas, ángeles, Vírgenes, ovnis, etc.). Metafóricamente se identifica más con la luz de la luna o las estrellas, que con la del sol.

La electricidad se identificó al principio con esta luz de la naturaleza. Pero a medida que fue cayendo bajo el control de la ciencia, su naturaleza evasiva y volátil se tornó, como dice la alquimia, fija. Sus propiedades místi­cas desaparecieron en la destilación, y quedó sólo la esco­ria de la luz ordinaria. Se podría decir que la iluminación fue literalizada en mera luz, cuyo brillo y tosquedad pro­fanos eran hostiles a la oscura luz secreta y sagrada en que tiene lugar la iluminación verdadera.

El encanto de la televisión

El extraño poder de la televisión para hacernos adictos a ella se deriva del hecho de ser una literalización de la imaginación. Nos ofrece visiones artificiales y un sustitu­to adulterado de Otros Mundos. Miramos fascinados a la «gente pequeña» en la pantalla, pero sus imágenes no son, como en las auténticas experiencias imaginativas, más rea­les que la realidad cotidiana, sino menos. Corresponden al estado de «vaga ilusión infestada de imágenes», la eikasía, que Platón describe como la percepción de los prisioneros que están obligados a mirar fijamente a la pared del fondo de su caverna, en la que oscilan meras sombras de la realidad: «la forma más baja e irracional de conocimiento», como la denomina Iris Murdoch.

Esto es lo más pernicioso de la televisión. No es el con­tenido de sus programas, que en su mayor parte literalizan la psicopatología del mito -culebrones interminables sobre «mundos inferiores» de enfermedades y crímenes, hospitales y policías, sexo y muerte, que excitan y trivializan-, sino, más bien, la forma misma de la televisión, el propio medio, cuyo naturalismo falsifica la realidad. Escribo esto con emoción porque yo mismo soy un adic­to crónico a la TV, a quien le resulta difícil apagar el apa­rato incluso a las dos de la madrugada, cuando estoy muerto de cansancio y no hay más que basura en cualquie­ra de los canales que sintonice. ¿Cómo puede ser esto?

Mientras nos alimentamos con imágenes que no son, como diría Platón, representaciones de formas eternas, que no son, como podríamos decir nosotros, arte, segui­mos sin alimentarnos, es decir, nuestras almas siguen sin alimentarse. Deseamos ardientemente más y más imáge­nes; tenemos que quedarnos ante el aparato hasta el final de la historia, sin que importe lo banal o predecible que pueda resultar, con la esperanza de que nos dé esa satis­facción que nos proporciona el contacto con un auténtico Otro Mundo, sea a través de nuestra imaginación o de la de otros. Pero la televisión no puede proporcionar eso. Cuanto más la miramos, más enfermos nos sentimos ante el exceso de imágenes precocinadas, recalentadas, ante la «proliferación interminable de imágenes sin sentido».

No quiero que mis observaciones sobre la tecnología suenen a una diatriba ludita. No estoy contra la tecnolo­gía, y, como la mayoría de la gente, tengo razones para estarle agradecido de muchas maneras. Sólo quiero reco­nocer que cuando está divorciada de la tekhne -lo que supone también el divorcio de las raíces imaginativas de todo esfuerzo técnico-, la tecnología puede conducir a un tipo de proliferación maníaca, que es la contrapartida de la inflación de nuestro ego colectivo y de la pérdida del alma. Queremos siempre más para satisfacer nuestro deseo -más máquinas, más imágenes y, ahora, más «información»-, como si este «más» cuantitativo pudiera llenar el doloroso vacío; como si «información» fuera conocimiento.

Éste es el inconveniente de una red de información mundial (www). Por útil que pueda resultar esta herra­mienta de trabajo, nunca llegará a ser el Alma del Mundo, a la que inconscientemente imita, porque es una prolon­gación de nuestras propias entrañas. La tecnología de los ordenadores posee tal fuerza que se está volviendo pre­suntuosa. Sus «chips» son pequeñas almas que lo animan todo, desde tostadoras «inteligentes» a bombas; su ciberespacio es Otro Mundo de fantasía; la «realidad virtual» es una falsificación mecánica y literalista de la realidad daimónica. Somos engañados por la inteligencia de los ordenadores, que nos hacen creer que podemos crear el Otro Mundo y manipularlo. Pero el Otro Mundo no es creación nuestra, en todo caso es él el que nos crea a noso­tros; tampoco podemos manipularlo, sino, al contrario, sólo ser transformados por él.

Si quisiera identificar el trasfondo arquetípico y míti­co de la tecnología tendría que distinguir entre Revolución Industrial y Revolución Electrónica. En la mitología nórdica, los dioses emplean a un gigante para construir sus casas, Asgard. Los gigantes son lentos, tor­pes y prodigiosamente fuertes. Así es como pensamos que es la gran ingeniería de la era industrial. Podríamos pen­sar también en Prometeo, el titán que robó el fuego. Pero el fuego que robó no era fuego sagrado, sino, por decirlo así, fuego funcional. Tal vez el tipo de fuego que produ­jo el vapor que dio lugar a las titánicas máquinas victorianas. El fuego sagrado fue encendido por vez primera por Hermes, que inventó las varillas para encenderlo. La pri­mera aplicación de su nuevo descubrimiento fue la crema­ción de ofrendas en los sacrificios a los dioses. Hermes es el dios del fuego secreto de los filósofos, la luz de la natu­raleza, la iluminación, mientras que Prometeo preside la luz eléctrica.

Hermes también está detrás, sospecho, de la «revolu­ción de la información». Él es, recordemos, el dios de las encrucijadas y las fronteras, de la mediación y la comuni­cación. Si le veneramos nos proporciona capacidad her­menéutica, intuiciones y sabiduría; si no lo hacemos, nos engaña (es un gran embaucador) mediante mensajes que parecen verdaderos, pero que en realidad son falsos. Puesto que viaja únicamente entre los dioses, de arriba abajo, desde el Olimpo, a través de nuestro mundo, hasta el Hades, su dimensión es la profundidad. Nos relaciona­mos con él a través de las profundidades del alma, cuyo movimiento es lento, laberíntico y descendente hacia la muerte. Si le negamos a Hermes su movimiento vertical, empieza a extenderse horizontalmente y se acelera, hasta que rodea toda la Tierra como Puck (que lo hizo en cua­renta minutos). Las revelaciones herméticas se vuelven señales literales, desde los satélites de arriba a los cables de abajo; sus transmisiones cruzan el globo en todas direcciones, más rápidas y confusas a cada minuto, en un brutal intento de devolvernos ese conocimiento de las cosas eternas que nunca, ¡ay!, pueden ser medianamente ensambladas, por muchos trillones de bits de información que se extiendan por el mundo. (Págs. 279-291)

viernes, 1 junio, 2007

El fuego secreto de los filósofos (III): El mundo literalizado

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 9:06 am

primero.jpgSigo con El fuego secreto… y las interesantes observaciones sobre cómo la modernidad ha literalizado el concepto de realidad, en contraste con las sociedades tradicionales. Me parece además importante la apreciación de Harpur sobre la complejidad del mundo (es decir, de la realidad), aplanada por una visión muy concreta y exclusivista que nos encierra. Qué error de ceguera y vanidad el pensar que el mundo se reduce a nuestra percepción de él, cuando a buen seguro es inagotable. Otra idea que merece atención es la de que aquellos contenidos o aspectos que son negados con fuerza vuelven a nosotros convertidos en fantasmas, en ideas obsesivas. Por último, una cita sobre la importancia para el alma de los ritos de paso, inexistentes en el mundo moderno, y que son sustituidos intuitivamente por remedos más o menos grotescos.

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La literalidad de la visión moderna

Embrujo y encanto

Desde el triunfo del dualismo cartesiano, la filosofía occidental ha estado siempre preocupada por el problema de la relación entre sujeto y objeto: ¿cómo puedo yo, como sujeto, conocer una cosa, como objeto? ¿Es real mi conocimiento? ¿Existe una realidad objetiva separada de mi percepción subjetiva? La misma tradición filosófica que había creado el problema ha hecho serios intentos para resolverlo (una combinación de Kant y Wittgenstein quizá serviría), pero es mucho mejor disolver el problema.

En la tradición daimónica, sujeto y objeto no son polos opuestos. Un sujeto puede estar distanciado de un objeto mientras permanece no obstante conectado a él. La sutil distinción entre embrujo (pishogue) y encanto (glamour) en la tradición feérica irlandesa pone de relieve una compleja epistemología. Pishogue es un encantamiento lanzado sobre nosotros para que veamos un objeto de manera diferente. Glamour es un encantamiento lanzado sobre un objeto para que se nos muestre de manera distin­ta. El lugar de la realidad se mueve entre sujeto y objeto de modo que, alternando entre estar más con nosotros o más con el mundo, finalmente se encuentra entre ambos.

Pero esto no es otra cosa que el movimiento de la ima­ginación romántica. Wordsworth vaga solitario como una nube y pasa ante un cortejo de narcisos «que agitan sus cabezas en enérgica danza», y que, más tarde, «proyectan su resplandor en ese ojo interior / que es la bendición de la soledad». Blake se plantea a sí mismo la pregunta: «Cuando sale el sol, ¿no ves un disco redondo de fuego semejante a una guinea?». «Oh, no, no -responde-, veo una innumerable compañía de la hueste celestial gritando «Santo, santo, santo es Dios Todopoderoso».»

Para Wordsworth, la imaginación es como pishogue: cuando mira sus dorados narcisos, ve una multitud de bailarines feéricos ocultos en su interior. Para Blake es como glamour: cuando ve una hueste celestial de ángeles es como si mirara el sol dorado abiertamente revelado.

Estas oscuras ventanas del alma de la vida desvirtúan los cielos de extremo a extremo y te llevan a creer una mentira cuando miras con los ojos, y no a través de ellos.

Estas líneas de Blake apuntan con precisión al defecto fundamental de la conciencia poscartesiana moderna: su literalismo. Ver sólo con los ojos es ver el mundo con una visión simple, únicamente bidimensional, literal. Ver el mundo a través de los ojos es cultivar lo que Blake llama­ba «doble visión», que percibe con una profundidad mayor y capta lo metafórico, más allá de lo literal. La visión simple ve el sol solamente como sol; la doble visión lo ve también como una hueste celestial. Necesitamos la doble visión para ver a los dáimones; para ver que son reales, pero no literalmente. Por desgracia, nuestra mente se ha vuelto tan literal que la única realidad que recono­cemos es la realidad literal, que, por definición, excluye a los dáimones.

Pero la realidad está lejos de ser intrínsecamente lite­ral. Es literalizada por la perspectiva peculiar de nuestra conciencia moderna. Es peculiar, pues es la única perspec­tiva que pretende no ser en absoluto una perspectiva, sino la verdadera visión del mundo real. De hecho, ha perdido la perspectiva, porque «perspectiva» significa «ver a tra­vés», y no consigue ver a través de sí misma. Tan fuerte es la literalidad de nuestra visión del mundo que es casi imposible para nosotros comprender que es exactamente eso: una visión, y no el mundo. Pero es esta literalidad, con todas sus pretensiones de rigurosa objetividad en los lugares más insospechados, lo que trataré de desmontar a lo largo de este libro.

La salvación a través de la ciencia

No podemos ver el mundo salvo a través de alguna perspectiva o estructura imaginativa, en pocas palabras, a través de algún mito. En realidad, el mundo que vemos es el mito en el que estamos. Podemos elegir el mito a través del cual podemos mirar, pero no podemos renunciar a mirar a través de alguno. Es sumamente difícil llegar a ser consciente de que el mundo realmente es nuestro mapa, nuestro esquema del mundo; y ésa es la dificultad que entraña el hecho de ver a través de nuestra propia pers­pectiva. Pero si no lo hacemos, nos quedamos ciegos con una sola versión del mundo. La literalidad es una ceguera de este tipo.

Y por eso el primer ideal científico de un empirismo puro, de una reunión de hechos enteramente objetivos, no era posible ni siquiera deseable: simplemente, la ciencia no puede actuar sin algún principio de selección de los hechos, sin algún mapa mental. Los científicos que ridicu­lizaron la noción de que las piedras caen del cielo o que los continentes cambian de sitio, carecían de un mapa del mundo que concediera un lugar a los meteoritos o a la idea de la deriva continental. En esos casos, los mapas acaban cambiando. El peligro surge cuando nos negamos a alterar el mapa.

James Lovelock habla del escándalo que supone el hecho de que, a pesar de las enormes sumas de dinero gas­tadas en satélites, globos y mediciones aeronáuticas, los científicos no habían sido capaces, sin embargo, de prede­cir o descubrir el agujero en la capa de ozono. En realidad sus instrumentos estaban programados para «rechazar los datos que fueran sustancialmente diferentes de las predic­ciones modelo. Los instrumentos detectaron el agujero, pero los que estaban a cargo del experimento lo ignora­ron, diciendo: «No nos molestéis con hechos; nuestro modelo lo sabe mejor»». En este ejemplo vemos como la ciencia puede derivar en cientifismo, y convertir su mapa del mundo en el mundo.

El cientifismo puede ser descrito más o menos como una combinación de positivismo lógico -que rechaza la es­peculación metafísica y sostiene que ninguna afirmación es significativa si no puede verificarse empíricamente- y materialismo -por el que entiendo, por supuesto, la doc­trina filosófica de que la materia es la única realidad.

Aun así, estas filosofías no bastan por sí mismas para determinar el cientifismo, porque muchos científicos comunes que hacen declaraciones muy modestas sobre la ciencia las suscriben de un modo rutinario. Más bien es la extensión de estas filosofías a áreas que realmente no les conciernen lo que define el cientifismo. Es la idea, como dice Mary Midgley, de la salvación sólo por la ciencia (la cursiva es suya).

Por ejemplo, Richard Dawkins opina que ahora que tenemos una biología moderna «ya no tenemos que recu­rrir a la superstición cuando nos enfrentamos con proble­mas profundos: ¿hay un sentido para la vida? o ¿para qué estamos aquí?». «Nuestro objetivo -escribe Stephen Hawking, refiriéndose al objetivo de la ciencia- es nada menos que hacer una descripción completa del universo en el cual vivimos.»

Por lo general, los científicos no suelen recibir una formación habituada a la reflexión filosófica, ni están dotados para ella, por eso tal vez deberíamos ser indul­gentes con estas opiniones, y detenernos sólo a recordar a Dawkins y a Hawking que es dudoso que pueda nunca existir «una descripción completa del universo»; y que, si puede haberla, es aún más dudoso que sólo la ciencia pue­da proporcionarla; no puede proporcionar «el significa­do de la vida» porque ignora la complejidad de la mayor parte de la vida.

Ignorar la complejidad es, generalmente, una de las características de las ideologías, y sin duda la razón prin­cipal de su éxito. Su perspectiva simple y literalista nos promete la liberación de la duda, de la ambigüedad, de la dificultad. Las ideologías se concentran en una única ima­gen que encarna su lado parcial de la verdad de una forma tan impresionante que paraliza la imaginación del discí­pulo y la cierra a cualquier otra posibilidad. «Los hechos que no se ajustan, simplemente no son digeridos», escribe Mary Midgley. «Ejemplos de esas imágenes hipnóticas son la lucha de clases en el marxismo, la rata condiciona­da en el conductismo, el deseo sexual reprimido en el psi­coanálisis, y el «gen egoísta» en sociobiología.»

Igual que los dáimones se polarizaron en ángeles y de­monios literales, así el literalismo polariza una visión del mundo imaginativa y ambigua en ideologías opuestas, ca­da una de las cuales cree estar en el lado de los ángeles y demoniza a la otra. El comunismo demoniza al capita­lismo, y viceversa. Los cristianos fundamentalistas de­monizan a los neodarwinistas, y viceversa. Aunque una ideología crea que ha triunfado sobre su oponente, sigue acosada por los dáimones desde dentro; el capitalista teme a «los rojos que hay bajo la cama», el comunista ve «trai­dores de clase» por todas partes, el fundamentalista cris­tiano ve la mano de Satanás en las actividades más inofen­sivas. Las ideologías propenden al fanatismo porque están cargadas inconscientemente con los dáimones que han negado y los mitos que han repudiado. Están en poder de la sombra proyectada por su propia certeza, como los célebres viejos puritanos cuya negación de la sexualidad los llevó a ver desenfreno en todas partes.

Incluso el liberalismo, que se jacta de su tolerancia, pue­de demonizar creencias que parecen, por ejemplo, autorita­rias. Aun reconociendo su deuda ética con el cristianismo, el liberalismo rechaza sus categorías más desafiantes: el pecado debería ser tratado con psicoterapia, la desespera­ción espiritual con antidepresivos. Esa criatura oximorónica -el liberal fanático- ve la «incorrección política», como las obras de Satanás, en todas partes; y no admite ningún valor fuera de su propio humanismo secular. (Págs. 91-97)

La visión premoderna del mundo

La Gran Cadena del Ser

Puede resultar instructivo comparar la cosmovisión de las culturas tradicionales con la de nuestra propia socie­dad premoderna. La imagen del mundo medieval fue for­mada en todos sus elementos esenciales por los antiguos griegos y, a pesar de importantes cambios en el Renaci­miento y de notables transformaciones durante el siglo XVII, siguió siendo la cosmovisión dominante hasta prin­cipios del siglo XVIII.

Era una descripción de múltiples niveles que constaba de tres modelos entrelazados. El primero de ellos era la Gran Cadena del Ser, en la que todo en el universo se extendía en orden descendente desde Dios, a través de las diversas clases de ángeles, hasta la humanidad, los anima­les, las plantas, los metales y las piedras. Además de ser como una cadena, se concebía también como una escalera por la cual todo podía esforzarse por ascender al peldaño superior, como la humanidad se esfuerza por ascender hacia Dios. Este sentido ascensional contiene ya la semi­lla de nuestra moderna teoría de la evolución.

Las culturas tribales anteriores a la escritura -a las que llamo «tradicionales»- carecen de estrictas cosmovisiones jerárquicas, que parecen ser el resultado del monoteísmo y su teocentrismo concomitante. Sus «cadenas del ser» no son verticales, sino horizontales. Se extienden hacia atrás, en el tiempo, hasta los dioses y los antepasados a través de la genealogía; o lateralmente, en el espacio, a través de se­ries de reinos correspondientes como el mundo animal, el mundo celestial o el mundo inferior. Al mismo tiempo, su sentido de participación en el universo es más o menos el mismo del occidental premoderno, cuya cadena del ser «planteaba de forma vívida la idea de un universo relacio­nado en el que ninguna parte era superflua; realzaba la dignidad de toda la creación, incluso de su parte más humilde […]. Aquí estaba la unidad suprema en una diver­sidad casi infinita…».

El segundo modelo de la descripción del mundo medieval era la doctrina de las correspondencias; y ésta era idéntica a los sistemas tribales de clasificación dual. Dominaban dos pares de cualidades: caliente/frío, húme­do/seco. Estos generaban los cuatro elementos de los que todo estaba hecho: tierra (fría y seca), aire (caliente y húmedo), fuego (caliente y seco), y agua (fría y húmeda). Los elementos del macrocosmos eran reflejados por los humores del microcosmos: el hombre era melancólico, sanguíneo, colérico o flemático dependiendo respectiva­mente de la preponderancia en su «constitución» de la bi­lis negra (fría y seca), la sangre (caliente y húmeda), la bilis amarilla (caliente y seca) o la flema (fría y húmeda). Melancólico: colérico:: tierra: fuego.

La correspondencia entre macrocosmos y microcos­mos era la más común. Cada uno proporcionaba una metáfora al otro. Arriba, el mundo mayor de los cielos proporcionaba una metáfora al «mundo» más pequeño del hombre, abajo en la tierra, lo que se puede expresar de este modo: mundo: hombre:: grande: pequeño:: arriba: abajo:: cielo: tierra. Además, el reino divino (incluidos los ángeles), la república (el cuerpo político), el reino animal y el reino vegetal eran imaginados como planos super­puestos «conectados por una inmensa red de correspon­dencias». De este modo, cualquier desorden en los as­tros, por ejemplo, reflejaba o presagiaba desorden en el Estado.

Los humanos recapitulan el universo en sí mismos. Cada parte de nuestro cuerpo corresponde a algún cuer­po celestial o constelación, o simplemente a los cielos inferiores, cuyas tormentas, por ejemplo, corresponden a nuestras pasiones, así como el rey Lear, en el tempestuo­so terreno baldío, se esforzaba «en su pequeño mundo de hombre en despreciar el impetuoso ir y venir del viento y la lluvia». Espiritual y físicamente estamos unidos a las estrellas. Influyen en nuestras vidas, pero no las determinan. Se las consideraba cuerpos astronómicos y poderes astrológicos simultáneamente. Un alquimista no hacía nada excepcional al utilizar una palabra como «Marte» para referirse al mismo tiempo a un planeta, un metal (hierro), un dios y una dominante psicológica. Tal vez sea sólo imaginando la idea medieval de «los astros» de esta última forma, como imágenes arquetipales inter­nas, como podemos actualmente empezar a recuperar el antiguo sentido de participación en una red de estrechas conexiones.

Nosotros expresamos esta participación en términos de metáfora; el hombre medieval la llamaba simpatía. Shakespeare podía utilizar metáforas del sol y el oro para expresar el concepto de realeza porque existía simpatía entre estos objetos dispares debido al sistema implícito de correspondencias: rey: reina:: sol: luna:: oro: plata. La simpatía capta la idea de una relación viva de una manera que nuestra palabra «metáfora» difícilmente puede captar. Podríamos decir que la participación de Lévy-Bruhl enfa­tizaba la naturaleza simpática del pensamiento tradicio­nal, mientras que la noción de analogía de Lévi-Strauss enfatizaba su doctrina de las correspondencias.

Finalmente, debo añadir que aparte de la Gran Cadena del Ser y la doctrina de las correspondencias, el tercer modelo del mundo medieval -que penetraba en estos otros dos, impidiéndoles adquirir rigidez- era el modelo de la danza. Las jerarquías cósmicas estaban animadas por un movimiento armónico. Como es sabido, los astros danza­ban al son de la música de las esferas. Los antiguos bailes populares, así como las danzas circulares y las ceremonias en torno al «árbol de mayo» eran un eco ritual de la danza circular universal para promover la armonía, la fertilidad y la buena fortuna.

Aunque hay abundantes pruebas de que la creencia en seres feéricos no era sólo un lugar común, sino que pro­bablemente estaba más extendida que cualquier conoci­miento del cosmos teológico oficial, no se le dio un lugar en él. C. S. Lewis intentó resolver esta anomalía sugirien­do que corresponde a la naturaleza misma de los dáimo­nes, como «criaturas marginales, furtivas», resistirse a ser apresadas en un modelo oficial del cosmos, tanto del medieval como del nuestro. Son siempre no oficiales y están al margen de la sociedad. «En esto radica su valor imaginativo» -añade Lewis. «Introducen un indicio sa­ludable de desgobierno e incertidumbre en un universo que está en peligro de explicarse demasiado bien a sí mismo.» (Págs. 116-119)

El deseo de iniciación

Si, por alguna razón, se aplazan los ritos de pubertad, los jóvenes pueden llegar a la adolescencia o a los veinte años, pero siguen siendo niños. Sin iniciación no hay esta­do adulto. La transformación ritual -transformación ima­ginativa- tiene precedencia sobre el cambio meramente biológico, exclusivamente literal. La incidencia universal de los ritos de pubertad sugiere que son arquetípicos, un requisito fundamental del alma. No sorprende, pues, que los adolescentes de la sociedad secular occidental, que es­tán privados de ritos oficiales, busquen inconscientemen­te una verdadera iniciación a través del alcohol, drogas, sexo y rock and roll. Anhelan salir de sí mismos, salir de sus cabezas; necesitan positivamente el miedo, el dolor y la privación para saber si pueden soportarlo, para saber si son hombres y mujeres, para saber quiénes son. Quieren la escarificación -cicatrices, tatuajes, piercings- para pre­sumir. Algunos incluso cometen crímenes específicamen­te para sufrir un castigo -la iniciación de la prisión-, y en cambio sólo reciben tratamiento psicológico.

A pesar de su loable compasión y humanitarismo, el li­beralismo occidental moderno se horroriza ante ese miedo y ese dolor que parecen ser componentes esenciales de la iniciación. Sin embargo, feliz o infelizmente, siempre hay suficiente temor y dolor para todos. Nos guste o no, sufri­mos la enfermedad, el duelo, la traición y la angustia en medida suficiente. El secreto es utilizar esas experiencias para autoiniciarnos. Sin embargo, habitualmente se nos in­duce a buscarles remedio en lugar de sacarles provecho para autotransformarnos. En general, es un error medicalizar el sufrimiento e incluso la muerte, pues son fundamentalmen­te asuntos del alma y sólo secundariamente del cuerpo.

Nuestra carencia de ritos de iniciación formal puede significar que nuestros hijos sean conducidos a todo tipo de conductas excesivas para sentir que son hombres; y, sin embargo, nunca estarán seguros de ello mientras su virili­dad no sea reconocida; y de este modo la conducta extre­ma, incluso criminal, es aún más probable. Mientras tanto, las chicas cuya condición biológica de mujer no es reconocida y admirada por la tribu se pueden sentir infra­valoradas. «Oculto tras muchos sufrimientos corrientes del sexo femenino -anorexia, bulimia y obsesión por la belleza superficial- hay un vacío ritual, un no ser recono­cida, una omisión espiritual.» Sin iniciación todos esta­mos en peligro de permanecer en un estadio infantil, dependientes, egocéntricos e inseguros de quiénes somos.

Tan pronto como comenzamos a comprender el deseo humano de iniciación, empezamos a verlo en todas partes. Por ejemplo, durante el especial tiempo sagrado de unas dos semanas en verano, los jóvenes iniciados europeos vuelan al Otro Mundo donde habitan una zona liminal entre la tierra y el mar. Durante el día son «cocidos» por un proceso de fritura bajo un sol abrasador, y periódica­mente se zambullen en agua fría; por la noche, pasan por un elaborado ritual dionisíaco que implica una orgía de vino, danza y sexo. Llaman a eso unas «vacaciones medi­terráneas». (Págs. 151-152)

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