En esta entrega de El fuego secreto…, Harpur ahonda con agudeza en su análisis de la progresiva literalización de nuestra percepción del mundo. Considero de especial relevancia la última parte, en la que analiza el fenómeno de la televisión como literalización de la imaginación.
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Mientras estaba considerando el efecto literalizador del telescopio en el universo, empecé a preguntarme si otras invenciones técnicas no tenían un efecto similar. O, como en el caso del telescopio, me preguntaba si tal vez fuera al revés: si acaso la tecnología fuera el efecto, más que la causa, del creciente literalismo. Pero probablemente, la innovación técnica y la literalización son sincrónicos, pues cada uno implica al otro y se refuerzan mutuamente. En cualquier caso, me preguntaba por las tres invenciones más significativas del Renacimiento, poco antes de que apareciera el telescopio.
El reloj, la brújula y la imprenta
La invención del reloj mecánico cautivó a Europa. Tenía dos características sobresalientes. En primer lugar, funcionaba por sí mismo. Esto impresionó tanto a la mente occidental que no sólo proporcionó un nuevo modelo de mecanismo de relojería del universo, sino que también nos invitaba a creer que el modelo era una descripción literal: así, el modelo de mecanismo de relojería del universo se convirtió en el universo mismo.
Gran parte del encanto de la maquinaria del reloj se debía a su imitación del animismo: máquinas automotoras que parecen tener alma. De este modo, el mecanismo reemplazó de forma generalizada a la vieja visión de la naturaleza como algo animado y se convirtió en modelo para las obras de la naturaleza, cuya alma era ya superflua, del mismo modo que el materialista considera que el alma sobra como requisito para los cuerpos mecánicos, completamente materiales.
La segunda característica clave del reloj fue su capacidad mágica para aprehender al más huidizo de los dioses: el Tiempo. De repente el tiempo se desprendía de los ritmos cíclicos de la naturaleza para convertirse en algo separado, visible, lineal. También nosotros nos separamos del tiempo. En lugar de vivir con el tiempo -con el pasado como asunto de la imaginación y la memoria, y los antepasados, incluso el Edén, confortablemente próximos a nosotros-, nos sorprendimos arrastrados por un tiempo objetivo cuyos relojes miden fríamente las generaciones y que, como el telescopio, empujan el pasado hacia atrás a distancias precisas, pero remotas. El tiempo fue siempre metafórico -«una imagen móvil de la eternidad», decía Platón-, hasta que los relojes lo hicieron literal.
También la brújula parecía moverse mágicamente por sí misma. Como un pequeño daimon, nos guiaba más allá del borde de los mapas y nos permitía entrar en el Otro Mundo sin perdernos. Pero el auténtico significado del Otro Mundo es que debemos perdernos a nosotros mismos en un sentido para encontrarnos en otro. Las nuevas brújulas hicieron el Otro Mundo mensurable, lo hicieron un lugar real, lo transformaron en este mundo. El espacio imaginativo se literalizó en la geografía.
El reloj nos dio una sensación de poder controlar el tiempo, un punto arquimediano desde el cual podíamos liberarnos de la esclavitud del ritmo natural. La brújula hizo más o menos lo mismo con el espacio, al liberarnos de la tiranía de lo desconocido, de no saber dónde estábamos. Ambos inventos fueron fundamentales para el sentimiento renacentista de expansión y control humanos. La tercera innovación clave, la imprenta, resumió y compendió esta sensación de un mundo abierto. En particular, aumentó la capacidad de leer y escribir, lo que redujo la dependencia de una élite letrada y fomentó la libertad individual.
Pero la imprenta disminuyó la riqueza de la cultura oral. La grisácea letra impresa era enemiga del colorido discurso. Promovió la idea del hecho objetivo «en blanco y negro», ante el cual el tejido oral tradicional de hechos y ficciones, literal y metafórico, empezó a parecer meramente subjetivo, imaginario e insustancial. (La verdad tradicional, recordemos, fue polarizada por la cultura occidental en hecho literal y ficción metafórica, quedando esta última descartada en favor del primero.) Incluso empezamos a dudar de nuestros recuerdos cuando los contradice la letra impresa. Recordar se convirtió en un arte moribundo. Los bardos, que podían recitar poemas que duraban tres días, fueron reemplazados por libros. Nuestras variadas imaginaciones sobre el pasado fueron fijadas en versiones únicas y definitivas. El mito dio paso a la historia; la memoria misma fue convertida en literal por la maquinaria.
Las máquinas son ahora más «mágicas» que nunca desde el momento en que llegaron a ser electrónicas. Los ordenadores han ofrecido un modelo nuevo para el cerebro. Hablamos alegremente de nuestra actividad mental en términos de «programación neuronal» o de circuitos cibernéticos. Tales metáforas son útiles para imaginaciones posteriores. Por ejemplo, podemos empezar a preguntarnos si «almacenamos» la memoria en «bases de datos» o si el cerebro «se retroalimenta». El problema con esas metáforas surge cuando mueren. Una metáfora muerta es una metáfora que se toma literalmente. Tenemos la tentación de identificar el cerebro con un ordenador, igual que en su momento llegamos a creer que el universo era la máquina con la que se le había comparado. Esta clase de abuso se desliza por todas partes. Atribuimos conciencia e intención a las interacciones químicas que se producen en nuestro ADN cuando utilizamos palabras como «comunicación» e «información»; «como si decir que el «ADN contiene la información necesaria» fuera algo tan evidente como que contiene el carbono y el hidrógeno necesarios».
Por qué las tribus rechazan la tecnología
Cuando el fútbol fue introducido entre los gahuku kama de Nueva Guinea, éstos jugaban los partidos necesarios para que el número de derrotas y victorias entre los dos equipos fuera el mismo. Las culturas tradicionales desean unidad y equilibrio, en lugar de cambio. Ésta es una de las principales razones por la que se resisten al desarrollo y a su epítome, la tecnología. Su «rechazo de la historia» significa que pueden vivir de la misma manera durante milenios -pensemos en la cultura de los aborígenes australianos, con 40.000 años de antigüedad, tan opuesta a los tan solo cuatrocientos años de la cultura occidental, cuyo verdadero principio ha sido el cambio.
Esta actitud conservadora hace vulnerables a las culturas tradicionales frente a ese chovinismo que todavía existe en algunos rincones (y no sólo rincones) de las sociedades occidentales: cualquier extranjero es considerado sucio, torpe, bárbaro, o acaso una bruja, probablemente subhumana. «Por el contrario la estructura social interna tiene un tejido más apretado, una decoración más rica, que en las civilizaciones complejas -señala Lévi Strauss-. Nada en ellos queda al azar, y el doble principio de que hay un lugar para todo y de que todo debe estar en su lugar impregna la vida moral y social. También explica por qué las sociedades con un nivel tecnoeconómico muy bajo pueden experimentar un sentimiento de bienestar y plenitud, y por qué todas creen que ofrecen a sus miembros la única vida digna de ser vivida.»
Otra razón por la que las sociedades tradicionales se resisten al desarrollo es su relación con la naturaleza. Ya hemos visto que ellos, igual que nosotros, distinguen entre naturaleza y cultura, y dan un elevado valor a las artes civilizadoras que les han sido dadas a conocer por el héroe cultural mítico. A diferencia de nosotros, no suscriben una creencia en la prioridad incondicional de la cultura sobre la naturaleza, inherente a nuestra idea de desarrollo. Para ellos, la naturaleza no es precultural y subhumana, sino el hábitat sobrenatural de sus antepasados y dioses. No resulta sorprendente, pues, que una técnica o herramienta que interfiera en su relación con la naturaleza, o la altere, sea rechazada.
Una tribu como los menómini, de la región de los Grandes Lagos, era perfectamente consciente de que había técnicas agrícolas, como el arado, que les habrían dado una mayor abundancia de su alimento básico, el arroz silvestre. Sin embargo, se negaron a utilizar tales técnicas porque tenían «prohibido herir a su madre la tierra». Otras culturas han rechazado mejoras técnicas debido a la ruptura que provocarían en sus estructuras, intrincadamente tejidas con sistemas de metáfora y analogía. Por ejemplo, la alfarería de los dowayos es notoriamente pobre, y se beneficiaría mucho de una técnica de semihorno de cocción. Ellos se niegan tenazmente a introducir este método y siguen amontonando sus cacharros y secándolos al fuego con escaso grado de eficacia, porque este proceso corre parejo con el «amontonamiento» de los candidatos a la circuncisión.
El cambio de un elemento en el sistema analógico desintegra el conjunto. Cuando los yirís yorontos del norte de Australia adoptaron hachas de hierro, sin duda más avanzadas, perdieron todas sus instituciones económicas, sociales y religiosas, que estaban ligadas a la posesión, uso y transmisión de hachas de piedra. De manera análoga, no hay duda de que los inventos técnicos del Renacimiento -sus relojes, telescopios y brújulas- contribuyeron en gran medida a la desintegración del preciso sistema de correspondencias y jerarquías que constituían el cosmos medieval.
Allí donde las herramientas han encontrado un lugar en las sociedades tradicionales, habitualmente son manejadas por los hombres. Esto no se debe, como se supone con frecuencia, a que los hombres sean físicamente más fuertes que las mujeres, sino a que la oposición naturaleza/cultura es homóloga a la oposición femenino/masculino (es decir, naturaleza: cultura:: femenino: masculino). Por consiguiente, las actividades que requieren contacto directo con la naturaleza, como trabajar el huerto o el jardín, o con productos naturales, como la alfarería y el tejido, se reservan a las mujeres. En cuanto las relaciones con la naturaleza exigen la intervención de la cultura en forma de herramientas o maquinaria (al menos por encima de cierto nivel de complejidad), son asumidas por los hombres. Las mujeres plantan y tejen; los hombres trabajan con la segadora de césped.
Tekhne como arte
La palabra «tecnología» procede del término griego tekhne, que no significa «aplicación de la ciencia», sino más bien lo contrario: «arte». Fue tekhne lo que utilizó el demiurgo de Platón cuando creó nuestro cosmos, en concordancia con la versión ideal que ya existía en el mundo inteligible de las formas. Pero tekhne no implica nuestra noción moderna de «bellas artes»; era destreza o habilidad, una amalgama de arte y ciencia, quizá como lo que practican todas las sociedades tradicionales.
No hay ninguna razón técnica por la que las culturas tradicionales no deban desarrollar una tecnología avanzada; después de todo, nosotros lo hicimos, y, sin duda, los griegos tenían los conocimientos para hacerlo. Pero se habrían sentido desconcertados por nuestra tendencia a dominar la naturaleza, que habrían considerado blasfema. Su tecnología se detenía en el nivel de los artefactos y herramientas, que seguían siendo personales y compartían el alma de sus propietarios, con quienes a menudo eran enterrados a su muerte. Nuestra tecnología siguió adelante para convertirse en una especie de fuerza independiente, divorciada del alma, una maquinaria que no sólo desacralizaba la naturaleza, sino que únicamente podía surgir de un pueblo para el que la naturaleza ya no era sagrada. Las máquinas transforman el poder daimónico en fuerza literal. Nos inducen a creer que podemos liberarnos de la naturaleza a través de una cultura autosuficiente. Es decir, nos tientan con la hibris. El peligro es que ese orgullo antecede a una caída: la de la esclavitud respecto a la misma maquinaria que creamos para liberarnos.
Nuestras tecnologías más populares fueron descritas a menudo como «mágicas» cuando aparecieron por primera vez. En realidad, son literalizaciones de la magia. Tratan de simular mecánicamente (electrónicamente, etc.) los poderes sobrenaturales asociados tradicionalmente con los dáimones o sus homólogos humanos, los chamanes.
Las pistolas y las balas ofrecen la posibilidad de hacer ocultamente daño a distancia; la telefonía y la radio proporcionan la capacidad de comunicar telepáticamente a grandes distancias (el telescopio es una especie de clarividencia, una manera de ver lo que sucede en la lejanía); los rayos X y la cirugía literalizan la capacidad del chamán de «ver dentro» de sus pacientes, de diagnosticar su enfermedad y extraer, manualmente o absorbiéndola, la causa de la enfermedad. Sobre todo, los poderes supremos del chamán son su capacidad de volar, de viajar a voluntad al Otro Mundo y traer una descripción de él, y su iluminación. Estos tres poderes encuentran sus homólogos literalizados en los aviones, la televisión y la electricidad, respectivamente.
Desde el antiguo descubrimiento de que el ámbar (el élektron griego) puede transportar la carga misteriosa que ahora denominamos electricidad estática, hemos especulado sobre la posibilidad de un extraño poder inherente al mundo. De la misma manera que los imanes naturales se creían habitados por almas, ese poder era esencialmente un poder espiritual que, no obstante, poseía un aspecto material que podía penetrar dentro de nosotros, por así decirlo, y afectarnos. En pocas palabras, era un poder daimónico similar, si no idéntico, al Alma del Mundo, que, después de todo, tiene exactamente ese atributo de mediar entre los mundos espiritual y sensorial.
A principios del siglo XVIII se investigó como electricidad. Aunque los científicos estaban convencidos de que era una fuerza natural, el simbolismo y gran parte de la nomenclatura utilizada para describirla procedía de la alquimia. La electricidad era «el fuego etéreo», el «fuego quintaesencial», la medicina catholica, la medicina universal, y «lo que todos desdeñan y se encuentra en todas partes». Que ya había sido entendida en un doble sentido, al igual que la piedra filosofal, como elixir o panacea y como «fuego», lo prueba «el uso completamente promiscuo de electroterapias en el tratamiento de algunas enfermedades desde mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el nuestro».
Pero fue en su condición de «fuego», o fuente de luz, como la electricidad captó particularmente la imaginación. Esto se debió a que tradicionalmente se distinguían dos clases de luz: primero, la luz natural del sol y el fuego; y segundo, una «luz de la naturaleza», una luz interior o espiritual que podía brillar de repente en la noche más oscura y rodeaba todo encuentro o visión (como sigue ocurriendo hoy en las apariciones de fantasmas, ángeles, Vírgenes, ovnis, etc.). Metafóricamente se identifica más con la luz de la luna o las estrellas, que con la del sol.
La electricidad se identificó al principio con esta luz de la naturaleza. Pero a medida que fue cayendo bajo el control de la ciencia, su naturaleza evasiva y volátil se tornó, como dice la alquimia, fija. Sus propiedades místicas desaparecieron en la destilación, y quedó sólo la escoria de la luz ordinaria. Se podría decir que la iluminación fue literalizada en mera luz, cuyo brillo y tosquedad profanos eran hostiles a la oscura luz secreta y sagrada en que tiene lugar la iluminación verdadera.
El encanto de la televisión
El extraño poder de la televisión para hacernos adictos a ella se deriva del hecho de ser una literalización de la imaginación. Nos ofrece visiones artificiales y un sustituto adulterado de Otros Mundos. Miramos fascinados a la «gente pequeña» en la pantalla, pero sus imágenes no son, como en las auténticas experiencias imaginativas, más reales que la realidad cotidiana, sino menos. Corresponden al estado de «vaga ilusión infestada de imágenes», la eikasía, que Platón describe como la percepción de los prisioneros que están obligados a mirar fijamente a la pared del fondo de su caverna, en la que oscilan meras sombras de la realidad: «la forma más baja e irracional de conocimiento», como la denomina Iris Murdoch.
Esto es lo más pernicioso de la televisión. No es el contenido de sus programas, que en su mayor parte literalizan la psicopatología del mito -culebrones interminables sobre «mundos inferiores» de enfermedades y crímenes, hospitales y policías, sexo y muerte, que excitan y trivializan-, sino, más bien, la forma misma de la televisión, el propio medio, cuyo naturalismo falsifica la realidad. Escribo esto con emoción porque yo mismo soy un adicto crónico a la TV, a quien le resulta difícil apagar el aparato incluso a las dos de la madrugada, cuando estoy muerto de cansancio y no hay más que basura en cualquiera de los canales que sintonice. ¿Cómo puede ser esto?
Mientras nos alimentamos con imágenes que no son, como diría Platón, representaciones de formas eternas, que no son, como podríamos decir nosotros, arte, seguimos sin alimentarnos, es decir, nuestras almas siguen sin alimentarse. Deseamos ardientemente más y más imágenes; tenemos que quedarnos ante el aparato hasta el final de la historia, sin que importe lo banal o predecible que pueda resultar, con la esperanza de que nos dé esa satisfacción que nos proporciona el contacto con un auténtico Otro Mundo, sea a través de nuestra imaginación o de la de otros. Pero la televisión no puede proporcionar eso. Cuanto más la miramos, más enfermos nos sentimos ante el exceso de imágenes precocinadas, recalentadas, ante la «proliferación interminable de imágenes sin sentido».
No quiero que mis observaciones sobre la tecnología suenen a una diatriba ludita. No estoy contra la tecnología, y, como la mayoría de la gente, tengo razones para estarle agradecido de muchas maneras. Sólo quiero reconocer que cuando está divorciada de la tekhne -lo que supone también el divorcio de las raíces imaginativas de todo esfuerzo técnico-, la tecnología puede conducir a un tipo de proliferación maníaca, que es la contrapartida de la inflación de nuestro ego colectivo y de la pérdida del alma. Queremos siempre más para satisfacer nuestro deseo -más máquinas, más imágenes y, ahora, más «información»-, como si este «más» cuantitativo pudiera llenar el doloroso vacío; como si «información» fuera conocimiento.
Éste es el inconveniente de una red de información mundial (www). Por útil que pueda resultar esta herramienta de trabajo, nunca llegará a ser el Alma del Mundo, a la que inconscientemente imita, porque es una prolongación de nuestras propias entrañas. La tecnología de los ordenadores posee tal fuerza que se está volviendo presuntuosa. Sus «chips» son pequeñas almas que lo animan todo, desde tostadoras «inteligentes» a bombas; su ciberespacio es Otro Mundo de fantasía; la «realidad virtual» es una falsificación mecánica y literalista de la realidad daimónica. Somos engañados por la inteligencia de los ordenadores, que nos hacen creer que podemos crear el Otro Mundo y manipularlo. Pero el Otro Mundo no es creación nuestra, en todo caso es él el que nos crea a nosotros; tampoco podemos manipularlo, sino, al contrario, sólo ser transformados por él.
Si quisiera identificar el trasfondo arquetípico y mítico de la tecnología tendría que distinguir entre Revolución Industrial y Revolución Electrónica. En la mitología nórdica, los dioses emplean a un gigante para construir sus casas, Asgard. Los gigantes son lentos, torpes y prodigiosamente fuertes. Así es como pensamos que es la gran ingeniería de la era industrial. Podríamos pensar también en Prometeo, el titán que robó el fuego. Pero el fuego que robó no era fuego sagrado, sino, por decirlo así, fuego funcional. Tal vez el tipo de fuego que produjo el vapor que dio lugar a las titánicas máquinas victorianas. El fuego sagrado fue encendido por vez primera por Hermes, que inventó las varillas para encenderlo. La primera aplicación de su nuevo descubrimiento fue la cremación de ofrendas en los sacrificios a los dioses. Hermes es el dios del fuego secreto de los filósofos, la luz de la naturaleza, la iluminación, mientras que Prometeo preside la luz eléctrica.
Hermes también está detrás, sospecho, de la «revolución de la información». Él es, recordemos, el dios de las encrucijadas y las fronteras, de la mediación y la comunicación. Si le veneramos nos proporciona capacidad hermenéutica, intuiciones y sabiduría; si no lo hacemos, nos engaña (es un gran embaucador) mediante mensajes que parecen verdaderos, pero que en realidad son falsos. Puesto que viaja únicamente entre los dioses, de arriba abajo, desde el Olimpo, a través de nuestro mundo, hasta el Hades, su dimensión es la profundidad. Nos relacionamos con él a través de las profundidades del alma, cuyo movimiento es lento, laberíntico y descendente hacia la muerte. Si le negamos a Hermes su movimiento vertical, empieza a extenderse horizontalmente y se acelera, hasta que rodea toda la Tierra como Puck (que lo hizo en cuarenta minutos). Las revelaciones herméticas se vuelven señales literales, desde los satélites de arriba a los cables de abajo; sus transmisiones cruzan el globo en todas direcciones, más rápidas y confusas a cada minuto, en un brutal intento de devolvernos ese conocimiento de las cosas eternas que nunca, ¡ay!, pueden ser medianamente ensambladas, por muchos trillones de bits de información que se extiendan por el mundo. (Págs. 279-291)