Cabalgando al Tigre

sábado, 4 julio, 2009

La pasión de la mente Occidental (VIII): existencialismo y nihilismo

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 2:10 am
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EdvardMunchTheScreamA continuación, en La pasión…, Tarnas nos habla de la angustiosa sensación de desamparo que sirve de base al modo de estar en el mundo del hombre moderno: solo, en un cosmos que ya no es tal, azaroso, impersonal, sin sentido. El ser humano se ve a sí mismo como una isla de consciencia, fruto de la fatalidad, rodeada de un mar de inconsciencia que bate sus violentas e inmisericordes olas sobre él. Sin esperanza, sin objeto, sin sentido. ¿Cabe algo más aterrador?

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A medida que avanzaba el siglo XX la conciencia moderna se vio atrapada en un proceso altamente contradictorio entre la expansión y la contracción. El extraordinario refinamiento intelectual y psicológico se vio acompañado por un agotador sentido de anomia y malestar. Una ampliación de horizontes y una exposición a la experiencia ajena, de las que no se cono­cían precedentes, coincidieron con una alienación privada de proporciones no menos extremas. Se había acumulado una fabulosa cantidad de información acerca de todos los aspectos de la vida -el mundo contemporáneo, el pasado histórico, otras culturas, otras formas de vida, el mundo subatómico, el macrocosmos, la psique humana- y, sin embargo, había tam­bién menos visión ordenadora, menos coherencia y compren­sión, menos certeza. El gran impulso general que definió al hombre occidental desde el Renacimiento -búsqueda de inde­pendencia, autodeterminación e individualismo- había hecho reales aquellos ideales en muchas vidas; no obstante, había ter­minado en un mundo en el que la espontaneidad y la libertad individuales se hallaban cada vez más ahogadas, no sólo teóri­camente por un cientificismo reduccionista, sino también en la práctica, por el ubicuo colectivismo y el conformismo de las sociedades de masas. Los grandes proyectos políticos revolucionarios de la era moderna, que anunciaban la liberación personal y social, habían llevado poco a poco a condiciones tales que el destino del individuo moderno quedaba aún más domi­nado por superestructuras burocráticas, comerciales y políti­cas. De la misma manera que el hombre se había convertido en una motita insignificante en el universo moderno, así también las personas se habían convertido en cifras sin sentido en los Estados modernos, para ser manipuladas o coaccionadas por lo multitudinario.

La calidad de la vida moderna parecía siempre equívoca. El espectacular aumento de poder se contrarrestaba con una difundida sensación de angustioso desamparo. La moralidad profunda y la sensibilidad estética se enfrentaban a la horrible crueldad y el desperdicio. El precio del acelerado avance de la tecnología era cada vez mayor. Y detrás de todo placer y de todo logro, la humanidad aparecía más vulnerable que nunca. Bajo la dirección y el ímpetu de Occidente, el hombre moder­no había explotado en todas las direcciones, con fuerza centrí­fuga, complejidad, variedad y velocidad tremendas. Sin embargo, parecía haber desembocado en una pesadilla terres­tre y en un desierto espiritual, en una constricción feroz, en una dificultad aparentemente insoluble.

En ninguna otra parte la problemática de la condición moderna se expresaba con mayor precisión que en el fenóme­no del existencialismo, estado de ánimo y filosofía que se exponía en las obras de Heidegger, Sartre y Camus, entre otros, pero que en última instancia reflejaba una crisis espiri­tual que invadía toda la cultura moderna. La angustia y la alie­nación de la vida del siglo XX llegaron a la plenitud de su expresión cuando los existencialistas enunciaron las preocu­paciones más fundamentales y crudas de la existencia humana: el sufrimiento y la muerte, la soledad y el miedo, la culpa, el conflicto, el vacío espiritual y la inseguridad ontológica, la carencia de valores absolutos o contextos universales, el sen­tido del absurdo cósmico, la fragilidad de la razón humana, el trágico callejón sin salida de la condición humana. El hombre estaba condenado a ser libre. Se enfrentaba a la necesidad de elegir y, por tanto, conocía la carga permanente del error. Vivía en constante ignorancia de su futuro, arrojado a una existencia finita, limitada en ambos extremos por la nada. La infinitud de la aspiración humana sucumbía ante la finitud de la posibilidad humana. El hombre no tenía esencia que lo de­terminara; sólo le era dada la existencia, una existencia pobla­da de mortalidad, peligro, temor, tedio, contradicción, incertidumbre. Ningún Absoluto trascendente garantizaba la plena realización de la vida humana o de la historia. No había plan eterno ni finalidad providencial alguna. Las cosas existían simplemente porque existían, no en virtud de alguna razón «superior» o «más profunda». Dios había muerto, y el univer­so era ciego a las preocupaciones humanas, desprovisto de sig­nificado o de finalidad. El hombre estaba abandonado a sí mismo. Todo era contingente. Para ser auténtico había que admitir (y afrontar libremente) la dura realidad de la falta de significado de la vida. Sólo la lucha daba sentido.

La búsqueda romántica de éxtasis espiritual, de unión con la naturaleza y de plena realización del yo y de la sociedad, que otrora sostuviera el optimismo progresista de los siglos XVIII y XIX, había topado con las oscuras realidades del siglo XX, situación existencial que muchas personas experimenta­ron en todos los ámbitos culturales. Incluso los teólogos (o tal vez particularmente los teólogos) se mostraron sensibles al espíritu existencialista. En un mundo destrozado por dos guerras mundiales, el totalitarismo, el holocausto y la bomba atómica, la creencia en un Dios sabio y omnipotente que gobernara la historia en bien de todos parecía haber perdido toda base defendible. Dadas las trágicas dimensiones de los acontecimientos históricos contemporáneos, que no conocían precedentes, dada la pérdida de la condición de fundamento inconmovible de que había gozado la Biblia en otros tiempos, dada la falta de todo argumento filosófico convincente para afirmar la existencia de Dios y dada, sobre todo, la crisis casi universal de la fe religiosa en una época secular, para muchos teólogos resultaba cada vez más difícil hablar de Dios de una manera que tuviera sentido para la sensibilidad moderna. Así las cosas, surgió la teología aparentemente contradictoria, pero de gran representatividad, de la «muerte de Dios».

Los narradores contemporáneos se dedicaron cada vez más a describir individuos atrapados en un medio problemá­tico hasta la perplejidad, en un inútil esfuerzo por crear senti­do y valor en un contexto desprovisto de significado. En­frentado a la implacable impersonalidad del mundo moderno (ya fuera la sociedad mecanizada de masas, ya el cosmos sin alma) la única respuesta que le quedaba al romántico era la desesperación o la desconfianza autoaniquiladora. El nihilismo penetraba ahora con insistencia cada vez mayor la vida cultural en una multitud de inflexiones. La anterior pasión romántica por fundirse con el infinito comenzaba a volverse contra sí misma, invertida, transformada en una compulsión por negar aquella pasión. El espíritu desencantado del roman­ticismo se expresaba cada vez más en la fragmentación, la dis­locación y la parodia de sí mismo, pues sus únicas verdades posibles eran la ironía y la oscura paradoja. Alguien sugirió que la cultura toda presentaba una desorientación psicótica y que aquellos a los que se consideraba locos eran en realidad los que estaban más cerca de la auténtica cordura. La rebelión contra la realidad convencional empezó a adoptar formas nuevas y más extremas. Las anteriores respuestas modernas del realismo y el naturalismo daban paso al absurdo y al surre­alismo, a la disolución de todos los fundamentos establecidos y de todas las categorías sólidas. La búsqueda de libertad se revelaba cada vez más radical y su precio era la destrucción de todo patrón o de toda estabilidad. Así como las ciencias físi­cas habían desmantelado certezas y estructuras afirmadas durante mucho tiempo, así también el arte se encontraba con la ciencia en las angustias del relativismo epistemológico del siglo XX.

Ya a comienzos del siglo el canon artístico tradicional de Occidente, que hundía sus raíces en las formas e ideales de la Grecia clásica y el Renacimiento, había comenzado a disolver­se y atomizarse. Mientras que la naturaleza de la identidad humana, tal como se reflejaba en las novelas de los siglos XVIII y XIX, transmitía una sensación de individualidad humana netamente dibujada contra fondos muy coherentes de lógica narrativa lineal y de secuencia histórica, la novela característi­ca del siglo XX destacaba por un constante cuestionamiento de sus propias premisas, por una incesante interrupción de la coherencia narrativa e histórica, por una confusión de hori­zontes, por una sofisticada y complicada desconfianza en sí misma que dejaba a los personajes, al autor y al lector en una situación de suspense irreductible. La realidad y la identidad, como de manera tan precoz lo había percibido Hume dos siglos antes, no eran humanamente sostenibles ni ontológicamente absolutas. Se trataba de hábitos ficticios de conveniencia psicológica y pragmática que la conciencia occidental contemporánea, muy introspectiva, cautelosa y relativista, ya no podía dar confiadamente por supuestos. Para muchos, también eran falsas prisiones que había que desenmascarar y trascender, pues donde había incertidumbre, también había libertad.

A medias reflejo, a medias profecía, la disonancia y la dis­yunción, la libertad radical y la incertidumbre radical del siglo XX hallaron plena y precisa expresión en las artes. La vida pal­pable en todo su flujo y su caos sustituyó a las convenciones formales de épocas anteriores. Lo maravilloso en el arte se buscó a través de lo aleatorio, lo espontáneo, lo fortuito. Tanto en pintura como en poesía, en música como en teatro, la expresión artística estaba gobernada por una insistente ten­dencia a lo amorfo e indeterminado. La incoherencia y la yux­taposición perturbadora constituían la nueva lógica estética. Lo anómalo se volvía normativo, así como lo incoherente, lo fracturado, lo estilizado, lo trivial, lo oscuramente alusivo. La preocupación por lo irracional y lo subjetivo, en combinación con el impulso general a liberarse de las convenciones y las expectativas, produjo a menudo un arte inteligible sólo para un grupo de esotéricos, o bien tan elípticamente inescrutable como para impedir toda comunicación. Cada artista se había convertido en el profeta de su propio nuevo orden y de sus propios designios, para lo cual rompía valientemente con la antigua ley y creaba un nuevo testamento.

La misión del arte era «hacer extraño el mundo», sacudir la sensibilidad entorpecida, forjar una nueva realidad median­te la fragmentación de la antigua. En arte, lo mismo que en las prácticas sociales, la rebelión contra una sociedad compulsiva y espiritualmente indigente requería la burla más seria, e incluso sistemática, de los valores y las afirmaciones tradicio­nales. Lo sagrado que siglos de convención piadosa habían degradado y vaciado de sentido parecía expresarse mejor en lo profano y lo blasfemo. La pasión y la sensación elementales se extraían mejor de los manantiales originarios del espíritu crea­dor. En Picasso, al igual que en todo el siglo que él reflejaba, surgió un desenfrenado componente dionisíaco de erotismo, agresión, desmembramiento, muerte y nacimiento. Alternativamente, la rebelión artística adoptó la simulación del mundo moderno en su aridez metálica, con la imitación que los minimalistas hacían del positivismo científico en su lucha por un arte sin expresión, un objetivismo impersonal desprovisto de interpretación, que describía sin relieve gestos, formas y tonos despojados de subjetividad o de significado. A juicio de mu­chos artistas, no sólo era preciso abjurar de la inteligibilidad y el significado, sino incluso de la belleza, pues también la belle­za podía ser tirana, una convención a destruir.

No se trataba simplemente de que las viejas fórmulas se hubieran agotado o de que los artistas buscaran la novedad a cualquier precio. Lo que ocurría más bien era que la naturale­za de la experiencia humana contemporánea exigía el colapso de todas las estructuras y de todos los temas, la creación de nuevas estructuras y nuevos temas, o bien la renuncia a toda forma o contenido perceptible. Los artistas se habían vuelto realistas de una realidad nueva -de una multiplicidad cada vez mayor de realidades- que no tenía ningún precedente. Así pues, sus responsabilidades artísticas se diferenciaban tajante­mente de las de sus antecesores: cambio radical, tanto en el arte como en la sociedad, era el lema dominante del siglo, su imperativo supremo y su inevitable realidad.

Pero se pagó un precio. «Que sea nuevo», había decretado Ezra Pound, pero luego reflexionó: «No logro que sea cohe­rente». El cambio radical y la innovación se prestaban al caos antiestético, a la incomprensibilidad y a la alienación estéril. El último experimento moderno amenazaba con desembocar en el solipsismo carente de significado. Los resultados de tan incesante novedad eran creativos pero raramente duraderos. La incoherencia era auténtica, pero rara vez satisfactoria. El subjetivismo tal vez fuera fascinante, pero demasiado a menu­do era irrelevante. La insistente elevación de lo abstracto por encima de lo representacional parecía, a veces, reflejar apenas algo más que una creciente incapacidad del artista moderno para relacionarse con la naturaleza. En ausencia de formas estéticas establecidas o de modos de ver con sostén cultural, las artes del siglo XX llegaron a destacarse por una cierta transitoriedad sin gracia, por una indisimulada conciencia del carácter efímero de su sustancia y de su estilo.

Por el contrario, lo que en el arte del siglo XX se dio de manera constante y acumulativa fue una creciente lucha ascé­tica en busca de una esencia no comprometida del arte, que eli­minara gradualmente todo elemento artístico que pudiera con­siderarse periférico o contingente (representación, narración, personaje, melodía, tonalidad, continuidad estructural, rela­ción temática, forma, contenido, significado, finalidad), lo cual lo llevó inevitablemente hacia un punto final en el que sólo quedaba un lienzo en blanco, un escenario vacío, el silencio. La única vía de salida parecía ser la que ofrecía el retorno a formas y patrones extraños o pertenecientes a un pasado lejano, pero también esto demostró ser una estratagema fugaz, incapaz de echar raíces profundas en la incansable psique moderna. Al igual que los filósofos y los teólogos, los artistas quedaron finalmente abandonados a la preocupación ensimismada y pa­ralizadora por sus propios procesos creadores y sus propios procedimientos formales (y, bastante a menudo, la destrucción de los resultados). La fe moderna de otrora en el gran artista, único soberano en un mundo sin sentido, dejaba paso a la pér­dida posmoderna de la fe en la trascendencia del artista.

El escritor contemporáneo […] está obligado a comenzar de cero: la realidad no existe, el tiempo no existe, la personalidad no existe. Dios era el autor omnisciente, pero ha muerto; ahora nadie conoce la trama, y puesto que nuestra realidad no cuenta con la san­ción de un creador, no hay garantía de la autenticidad de la versión recibida. El tiempo se reduce a la presencia, al contenido de una serie de momentos discontinuos. El tiempo ya no tiene propósito, de modo que no hay densidad, sino sólo oportunidad. La realidad es, simplemente, nuestra experiencia; la objetividad, por supuesto, una ilusión. La personalidad, una vez pasada la fase de la torpe concien­cia de sí mismo, se ha convertido […] en un simple lugar de nuestra experiencia. En vista de estos anonadamientos, ¿debería sorprender que tampoco existiese la literatura? ¿Cómo podría existir? Sólo exis­te la lectura y la escritura […], modos de mantener un aburrimiento respetable ante el abismo. (Ronald Sukenick, The Death of the Novel and Other Stories, Nueva Cork, Dial, 1969, pág. 41)

La impotencia subyacente al individuo en la vida moderna presionó a muchos artistas e intelectuales a retirarse del mundo, a abandonar la liza pública. Cada vez eran menos los que se sentían capaces de abordar problemas que fueran más allá de la situación inmediata del yo y de su lucha privada por la sustancia, por no hablar del compromiso con las visiones morales universales que ya no parecían creíbles. La actividad humana -artística, intelectual, moral- se vio forzada a buscar fundamento en un vacío sin modelos. El significado no pare­cía ser otra cosa que un constructo arbitrario; la verdad, tan sólo convención; la realidad, imposible de desvelar. El hom­bre, se empezaba a decir, era una pasión inútil.

Por debajo del clamor superficial de una existencia coti­diana a menudo frenética e hiperestimulada, un tono apoca­líptico comenzaba a invadir muchos aspectos de la vida cul­tural, y a medida que avanzaba el siglo XX era posible oír, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, declaraciones que hablaban de la declinación y caída, de la destrucción y el colapso de prácticamente todos los grandes proyectos inte­lectuales y culturales de Occidente: el fin de la teología, el fin de la filosofía, el fin de la ciencia, el fin de la literatura, el fin del arte, el fin de la cultura misma. Así como el aspecto ilustrado-científico de la mentalidad moderna se vio minado por su propio progreso intelectual y hubo de hacer frente al desafío radical de sus consecuencias tecnológicas y políticas en el mundo, así también su aspecto romántico, al reaccionar ante circunstancias análogas, pero con una sensibilidad dife­rente y a menudo profética, se encontró al mismo tiempo desilusionado desde dentro y acosado desde fuera, aparente­mente destinado a mantener aspiraciones trascendentes en un contexto cósmico e histórico desprovisto de significado tras­cendente.

De esta manera, en el curso de la era moderna el hombre puso en acción una dialéctica extraordinaria al pasar de una confianza casi ilimitada en sus propios poderes, en su poten­cialidad espiritual, en su capacidad para el conocimiento, en su dominio de la naturaleza y en su destino de progreso, a lo que a menudo parecía ser justamente lo contrario: un sentido exte­nuante de insignificancia metafísica y de futilidad personal, pérdida de fe espiritual, incertidumbre en lo referente al cono­cimiento, una relación mutuamente destructiva con la naturaleza y una intensa inseguridad acerca del futuro humano. En los cuatro siglos de existencia del hombre moderno, Bacon y Descartes se habían convertido en Kafka y Beckett. (Págs. 489-497)

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