En esta última entrada de Eros y Psique os dejo, además del texto extractado en el que Betancor reflexiona sobre el sentido del texto de Apuleyo, os dejo al final dos breves citas que llamaron especialmente mi atención y que os dejo a modo de corolario. Que lo disfrutéis.
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Que la hija de Eros y Psique se llame Voluptas (gozo, voluptuosidad) nos permite igualmente conjeturar que estamos lejos de ascéticas y literales renuncias a la sensualidad, y más cerca del fruto de una intensa pasión amorosa que ha aprendido, tras duras pruebas, a cualificar sus ímpetus y más proclive a aceptar, por ello, las contradicciones entre los amores terrenales y los celestiales que a excluirlas o condenarlas en una flagrante omisión de su reciprocidad.1
Tal vez el alejamiento de las cosas mundanas de aquellos iniciados en los misterios filosóficos no era, después de todo, una «negación del mundo» sino el modo de mostrar su lealtad al instinto de una tierra que busca refugio en el alma humana, asediándola si es preciso, para aproximarse -en un alarde de suprema creatividad erótica- a su raíz invisible.
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Cualquier intento de buscar homologías entre nuestro mundo y el de Apuleyo es, no nos engañemos, un abuso retórico, pero no es fácil sustraerse a la tentación. Nuestro emperador ya no pellizca uvas de una fuente de plata, como los antojadizos Nerones de Hollywood: se ha vuelto hogareño y deportista, pero sigue sonriéndonos, como un viejo tahúr, desde la tribuna del circo, sabiendo que sabemos que, en el fondo, sigue sin saber gran cosa. Nuestro universo se ha expandido mucho más allá de la esfera de las estrellas fijas y el mediático dios supremo de la mercadotecnia le acompaña en su expansión por el ciberespacio, sembrando a su paso sus galácticos e isotrópicos supermercados administrados por las finanzas imperiales. En los anaqueles de nuestras academias, bibliotecas y museos se almacena, en una medida que no admite comparación con la de cualquier otro Imperio, un arsenal exhaustiva y pacientemente contrastado de todas las imágenes, constelaciones y dramaturgias del saber que brillaron, como astrales teatros de la memoria, en la noche del tiempo; pero seguimos sin saber del todo por qué hemos sacrificado bueyes, poblado la tierra de criaturas fantásticas o adorado cielos y teoremas, y -menos aún- por qué los filósofos desperdiciaban su talento tratando de destilar esos incómodos misterios en los recovecos de la inteligencia. Como la de entonces, nuestra espiritualidad quiere ser ilustrada, ecléctica, ecuménica, incluso esotérica, pero evita las preguntas engorrosas; como la de todo Imperio centralizado en una estadística noción de bienestar, se ha vuelto utilitaria y desenfadada; los dáimones comparecen en instantáneos y solícitos zappings y la iluminación es fácil: todos podemos iniciarnos, todos podemos ser, en un abrir y cerrar de ojos, budistas, sufíes, taoístas o chamanes, o alborotar, con el pin de un santo en la solapa, en la plaza de San Pedro; todo -hasta reírnos de ello- está en la carta de las buenas intenciones: un rápido chute y sentirse «bien» -o menos «mal»- en el anestésico monismo de una nada siempre dispuesta a acogernos cuando ya no somos nadie. De aquellos altivos y crípticos intérpretes de las cosas divinas que hoy nos parecen desfasados, con su lóbrego «dualismo» y su enrevesado cargamento de silogismos, tipologías, metáforas y dioses, sólo nos separan dos pasos: saber que no sabemos absolutamente nada de lo que individuos tan inteligentes como nosotros llamaban entonces saber; y afrontar el indómito deseo de averiguar, con ese no saber nada, algo que verdaderamente podamos querer saber, algo tan significativo para nuestra orientación personal en este mundo que parezca venido de otro, del mundo perdido.
Sofista o intérprete de las cosas divinas, hay que reconocerle a Apuleyo una singular puntería: la de dar en el blanco de una privación quintaesencial y hacer gravitar una historia de amor que habla de la inmortalidad del alma sobre la dura pelambre de un cuadrúpedo que ha de pasar por el infierno para hacerse de oro, para ser un Asinus Aureus. Ahora que el paraíso, el mundo perdido, es una postal con una palmera y una pina colada, puede ser un buen momento para ceder, como Lucio, a la curiosidad por la magia y meditar pausadamente un mágico artificio en el que muchos han adivinado, en un abrir y cerrar de ojos repetido durante siglos, un sinuoso y subversivo contrabando: el de una doncella abandonada que espera, ensimismada en la silenciosa complicidad de un mundo expectante, el rescate de un amor imposible.
Bajo la contradicción entre un mensaje «serio» y una puesta en escena «cómica» late la sospecha de una duplicidad aparentemente más irreconciliable, más «esotérica» aún y quizás menos llevadera: la posibilidad (afirmativamente constatada en muchos casos) de que toda esta milenaria y alborotada progenie de la imaginación platónica, todas esas fulgurantes evocaciones del mundo perdido y sus desconcertantes antesalas -los dramas gnósticos, los jerarquizados andamiajes de Apuleyo y sus coetáneos, el intelectual mándala cósmico de Plotino y el extático universo de Marsilio Ficino, las Wunderkammern del emperador Rodolfo II, los claustrofóbicos laberintos y la redentora imaginación cristocéntrica de William Blake, las herméticas trastiendas frecuentadas por Cari Gustav Jung en su búsqueda de la piedra filosofal entre los vaivenes del alma…- sean algo más que las criaturas de una curiosidad desmedida sino que hayan nacido -como el Eros del mito platónico- de una aflicción sobrehumana, de una caótica carencia que asedió el corazón de sus artífices, y que pudo haber trastornado a muchos de ellos de no haber aprendido a movilizar todos sus recursos para transmutarla en una sabiduría que sólo puede parecer barroca, o superflua, a quien no ha tenido la desgracia -o la suerte, nunca se sabe- de padecer sus desasosiegos. «Permítaseme apoyarme en el alquimista -dice López-Pedraza en su De Eros y Psique- a quien le preguntaron qué había logrado con su opus y respondió: «una dulce herida, un suave mal»».2 Militat omnis amans («Todo amante es un soldado») escribió Ovidio, el primer especialista oficial en el arte de las metamorfosis. Todos ellos -la dulce herida, la militancia amorosa- tópicos (topoi) de la retórica clásica, todos ellos tipos (typoi) de un mundo perdido que se entromete -con delicadeza o con brutalidad- en el frágil confort del nuestro.3 (Págs. 118-123)
Puede que Apuleyo encontrase estimulante lo que para nosotros es una condena a la irresolución, a vivir con ese mojigato temor de que la vida espiritual de la tribu humana no sea más que una tomadura de pelo. (Pág. 112)
Los rigores de la inteligencia son una turbadora disciplina emocional que exige del alma la prueba de pasar por el infierno de tener que afrontar, una y otra vez, el desvalimiento, la alienación y la humillante y paralizadora inseguridad de no saber nada. (Pág. 117)
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1. Schlam destaca la pacífica coexistencia de interpretaciones sensuales y espirituales en las figuraciones helenísticas y romanas de Eros y Psique, cuyo matrimonio aludía indistintamente a la extática comunión y transformación vital de un misterio
2. López-Pedraza, op. cit., pág. 105.
3. El aspecto travieso y caprichoso del Eros niño a las órdenes de Venus, su madre, referente obligado de todos los rechonchos putti de la iconografía barroca, no debe hacernos olvidar su devastadora duplicidad: «Y no esperes un yerno nacido de estirpe mortal, sino un monstruo cruel, feroz y viperino, que, volando con sus alas por los aires, a todos importuna…» advierte a Psique el «oráculo antiquísimo del dios de Mileto», el dios Apolo célebre por su puntería, y que recoge aquí los ecos del Eros nocturno, solitario y primordial de la teogonía órfica.