A continuación os dejo un extracto de El Imam oculto, Henry Corbin, Editorial Losada, Madrid 2005 (trad. De Agustín López y María Tabuyo, 286 págs.), en el que Corbin plantea una visión muy distinta del mundo a la que estamos acostumbrados: es, según él, la alienación individual la que permite disociar los hechos de los individuos, con las consecuencias descomunales que esto tiene: negación del tiempo cualificado, posibilidad de una lectura historicista del hombre y, en último término, un desencantamiento del mundo. Según Corbin, lo que consideramos «acontecimientos» no son sino atributos de los individuos, y aquéllos no son nada sino a la luz de éstos. Interesante perspectiva, ¿no?
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¿Por qué nuestro hipotético historiador futuro, disponiéndose a explicar Eranos por las circunstancias, las «corrientes» y las «influencias» de la época, traicionaría su sentido y su esencia, su «razón seminal»? Por la misma razón que hace, por ejemplo, que la primera y última explicación de las diversas familias gnósticas evocadas en el presente libro sean esos mismos gnósticos. Aunque se pudieran suponer todas las circunstancias favorables y se realizaran todas las deducciones posibles, nunca se razonaría más que en abstracto si no estuviera el hecho primero y singular de las conciencias gnósticas. No son las «grandes corrientes» las que las suscitan y las hacen encontrarse; son ellas las que hacen que haya tal o cual corriente y hacen posible su encuentro.
Por otra parte, es probable que la palabra «hecho», tal como se acaba de emplear, no signifique exactamente aquí lo que el lenguaje común de nuestros días entiende habitualmente por esta palabra; significaría más bien eso a lo que el lenguaje común lo opone cuando distingue las personas y los hechos, los hombres y los acontecimientos. Para nosotros, el hecho primero y último, el acontecimiento inicial y supremo, son precisamente esas personas, sin las que nunca advendría algo que nosotros llamamos «acontecimiento». Es, pues, necesario invertir la perspectiva de la óptica vulgar, que la hermenéutica de lo individual humano sustituya a la pseudo-dialéctica de los hechos, aceptada actualmente en todas partes y por todos como una evidencia objetiva. Y es que, en efecto, ha sido preciso comenzar por abandonarse a la «coacción de los hechos» para imaginar en ellos una causalidad autónoma que los «explicaba». Ahora bien, «explicar» no quiere decir todavía, forzosamente, «comprender». Comprender es más bien «implicar». No se explica el hecho inicial del que hablamos, pues es individual y singular, y lo individual no puede ser deducido ni explicado; individuum est ineffabile.
En cambio, es lo individual lo que nos explica muchas cosas, a saber, todas aquellas que el individuo implica y que no habrían sido sin él, si él no hubiera comenzado a ser. Para que nos las explique, es necesario comprenderlo, y comprender es percibir el sentido de la cosa misma, es decir, cómo su presencia determina una cierta constelación de cosas, que hubiera sido completamente distinta si no hubiera existido primero esa presencia. Eso es completamente distinto a deducir la cosa de unas relaciones causales presupuestas, es decir, a remitirla a algo distinto a ella misma. Y sin duda es ahí donde se percibirá naturalmente el contraste con nuestras vigentes costumbres de pensamiento, ésas que representan todas las tentativas de filosofía de la historia o de socialización de las conciencias: el anonimato, la despersonalización, la abdicación de la voluntad humana ante la red dialéctica que ella misma ha comenzado por tejer para acabar cayendo en su propia trampa.
Lo que concretamente existe son voluntades y relaciones de voluntad: voluntad que desfallece, voluntad imperiosa o imperialista, voluntad ciega, voluntad serena y consciente de sí misma. Pero esas voluntades no son energías abstractas. O, más bien, no son y no designan nada más que a los propios sujetos voluntarios, aquellos cuya existencia real postula que se reconozca al individuo y a lo individual como la primera y única realidad concreta. Admitiré gustosamente estar aquí en afinidad con un aspecto del pensamiento estoico, pues, ¿no es precisamente uno de los síntomas característicos de la historia de la filosofía en Occidente el desvanecimiento de las premisas estoicas1 ante la dialéctica surgida del peripatetismo? El pensamiento estoico es hermenéutico; hubiera resistido a todas las construcciones dialécticas que pesan sobre nuestras representaciones más corrientes: en historia, en filosofía, en política. No hubiera cedido a la ficción de las «grandes corrientes», del «sentido de la historia», de las «voluntades colectivas», de las que tampoco nadie puede decir exactamente cuál es su modo de ser.
Fuera de la primera y última realidad que es lo individual, no existen más que maneras de ser, por relación al individuo mismo o por relación a lo que le rodea, y esto quiere decir atributos que no tienen ninguna realidad substancial en sí mismos si se los separa del individuo o los individuos que son sus agentes. Lo que nosotros llamamos «acontecimientos» son igualmente atributos de los sujetos agentes; no son ser, sino maneras de ser. Como acciones de un sujeto, se expresan en un verbo; ahora bien, un verbo no adquiere sentido y realidad más que por el sujeto agente que lo conjuga. Los acontecimientos, psíquicos o físicos, no adquieren existencia, no «toman cuerpo» más que por la realidad que los realiza y de la que derivan, y esta realidad son los sujetos individuales agentes, que los conjugan «en su tiempo», dándoles su propio tiempo, que es siempre por esencia el tiempo presente.
Así, pues, separados del sujeto real que los realiza, los hechos o acontecimientos no son sino irrealidad. Ése es el orden que ha habido que invertir para alienar al sujeto real, para dar en cambio toda la realidad a los hechos, para hablar de la ley, de la lección, de la materialidad de los hechos, en pocas palabras, para dejarnos apresar en la red de irrealidades construida por nosotros mismos y cuyo peso recae sobre nosotros en forma de Historia, como la única «objetividad» científica que podemos concebir, como la fuente de un indeterminismo causal cuya idea no habría llegado nunca a una humanidad que hubiera conservado el sentimiento del sujeto real. Separados de éste, los hechos «pasan». Está el pasado, y el pasado «superado». De ahí los resentimientos contra el yugo del pasado, las ilusiones progresistas y, a la inversa, los complejos reaccionarios.
Sin embargo, pasado y futuro son también atributos expresados por verbos; presuponen el sujeto que conjuga esos verbos, un sujeto para el que y por el que el único tiempo existente es el presente, y cada vez el presente. Las dimensiones del pasado y del futuro son cada vez medidas y están condicionadas por la capacidad del sujeto que las percibe, por su instante. Son a la medida de esa persona, pues de ella depende, de la amplitud de su inteligencia y de su generosidad de corazón, abrazar la totalidad de la vida, totius vitae cursum, totalizar, implicar en ella misma los mundos echando hacia atrás hasta el límite extremo la dimensión de su presente. Esto es comprender, y eso es completamente distinto a construir una dialéctica de causas que han dejado de existir en el pasado. Es «interpretar» los signos, no ya explicar hechos materiales, sino maneras de ser que revelan los seres. La hermenéutica como ciencia de lo individual se opone a la dialéctica histórica como alineación de la persona.
Pasado y futuro devienen así signos, porque precisamente un signo se percibe en el presente. Es necesario que el pasado sea «puesto en presente» para ser percibido como algo que «hace un signo» (si la herida, por ejemplo, es un signo, es porque indica no que alguien ha sido herido, en un tiempo abstracto, sino que es habiendo sido herido). La auténtica superación del pasado no puede ser más que su «puesta en presente» como signo. […]
En pocas palabras, todo el contraste está ahí. Con signos, con «hierofanías» y teofanías, no se hace Historia. O más bien, el sujeto que es a la vez el órgano y el lugar de la historia es la individualidad psicoespiritual concreta. La única «causalidad histórica» son las relaciones de voluntad entre los sujetos agentes. Los «hechos» son cada vez una creación nueva: hay discontinuidad entre ellos. De ahí que percibir sus conexiones no sea formular leyes ni deducir causas, sino comprender un sentido, interpretar signos, una estructura de conjunto. Por otra parte, sería conveniente que estuviera en el centro de este libro el planteamiento de C. G. Jung sobre la sincronicidad, pues está en el centro de una nueva problemática del tiempo. Percibir una causalidad en los «hechos» separándolos de las personas es hacer posible, sin duda, una filosofía de la Historia, es afirmar dogmáticamente ese sentido racional de la Historia sobre el que nuestros contemporáneos han construido toda una mitología. Pero eso es entonces reducir el tiempo real al tiempo físico abstracto, esencialmente cuantitativo, al de la objetividad de los calendarios profanos de los que han desaparecido los signos que daban una cualificación sacral a cada presente. (Págs. 269-274)
1. Véase el excelente libro de Víctor Goldschmidt, Le systèmc stoïcien et l’idée du temps, J. Vrin, París, 1953.