Cabalgando al Tigre

viernes, 28 noviembre, 2008

Los acontecimientos como atributos del individuo: Corbin

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 11:41 am
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imamocultoA continuación os dejo un extracto de El Imam oculto, Henry Corbin, Editorial Losada, Madrid 2005 (trad. De Agustín López y María Tabuyo, 286 págs.), en el que Corbin plantea una visión muy distinta del mundo a la que estamos acostumbrados: es, según él, la alienación individual la que permite disociar los hechos de los individuos, con las consecuencias descomunales que esto tiene: negación del tiempo cualificado, posibilidad de una lectura historicista del hombre y, en último término, un desencantamiento del mundo. Según Corbin, lo que consideramos «acontecimientos» no son sino atributos de los individuos, y aquéllos no son nada sino a la luz de éstos. Interesante perspectiva, ¿no?

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¿Por qué nuestro hipotético historiador futuro, dis­poniéndose a explicar Eranos por las circunstancias, las «corrientes» y las «influencias» de la época, trai­cionaría su sentido y su esencia, su «razón seminal»? Por la misma razón que hace, por ejemplo, que la pri­mera y última explicación de las diversas familias gnósticas evocadas en el presente libro sean esos mismos gnósticos. Aunque se pudieran suponer todas las cir­cunstancias favorables y se realizaran todas las deduc­ciones posibles, nunca se razonaría más que en abstrac­to si no estuviera el hecho primero y singular de las conciencias gnósticas. No son las «grandes corrientes» las que las suscitan y las hacen encontrarse; son ellas las que hacen que haya tal o cual corriente y hacen posible su encuentro.

Por otra parte, es probable que la palabra «hecho», tal como se acaba de emplear, no signifique exacta­mente aquí lo que el lenguaje común de nuestros días entiende habitualmente por esta palabra; significaría más bien eso a lo que el lenguaje común lo opone cuan­do distingue las personas y los hechos, los hombres y los acontecimientos. Para nosotros, el hecho primero y último, el acontecimiento inicial y supremo, son preci­samente esas personas, sin las que nunca advendría algo que nosotros llamamos «acontecimiento». Es, pues, necesario invertir la perspectiva de la óptica vul­gar, que la hermenéutica de lo individual humano sus­tituya a la pseudo-dialéctica de los hechos, aceptada actualmente en todas partes y por todos como una evi­dencia objetiva. Y es que, en efecto, ha sido preciso comenzar por abandonarse a la «coacción de los hechos» para imaginar en ellos una causalidad autónoma que los «explicaba». Ahora bien, «explicar» no quiere decir todavía, forzosamente, «comprender». Comprender es más bien «implicar». No se explica el hecho inicial del que hablamos, pues es individual y singular, y lo individual no puede ser deducido ni expli­cado; individuum est ineffabile.

En cambio, es lo individual lo que nos explica muchas cosas, a saber, todas aquellas que el individuo implica y que no habrían sido sin él, si él no hubiera comenzado a ser. Para que nos las explique, es necesa­rio comprenderlo, y comprender es percibir el sentido de la cosa misma, es decir, cómo su presencia determi­na una cierta constelación de cosas, que hubiera sido completamente distinta si no hubiera existido prime­ro esa presencia. Eso es completamente distinto a deducir la cosa de unas relaciones causales presupues­tas, es decir, a remitirla a algo distinto a ella misma. Y sin duda es ahí donde se percibirá naturalmente el contraste con nuestras vigentes costumbres de pensa­miento, ésas que representan todas las tentativas de filosofía de la historia o de socialización de las con­ciencias: el anonimato, la despersonalización, la abdi­cación de la voluntad humana ante la red dialéctica que ella misma ha comenzado por tejer para acabar cayendo en su propia trampa.

Lo que concretamente existe son voluntades y rela­ciones de voluntad: voluntad que desfallece, voluntad imperiosa o imperialista, voluntad ciega, voluntad serena y consciente de sí misma. Pero esas voluntades no son energías abstractas. O, más bien, no son y no designan nada más que a los propios sujetos volunta­rios, aquellos cuya existencia real postula que se reco­nozca al individuo y a lo individual como la primera y única realidad concreta. Admitiré gustosamente estar aquí en afinidad con un aspecto del pensamiento estoico, pues, ¿no es precisamente uno de los sín­tomas característicos de la historia de la filosofía en Occidente el desvanecimiento de las premisas estoi­cas1 ante la dialéctica surgida del peripatetismo? El pensamiento estoico es hermenéutico; hubiera resistido a todas las construcciones dialécticas que pesan sobre nuestras representaciones más corrientes: en historia, en filosofía, en política. No hubiera cedido a la ficción de las «grandes corrientes», del «sentido de la histo­ria», de las «voluntades colectivas», de las que tampo­co nadie puede decir exactamente cuál es su modo de ser.

Fuera de la primera y última realidad que es lo indi­vidual, no existen más que maneras de ser, por relación al individuo mismo o por relación a lo que le rodea, y esto quiere decir atributos que no tienen ninguna reali­dad substancial en sí mismos si se los separa del indivi­duo o los individuos que son sus agentes. Lo que noso­tros llamamos «acontecimientos» son igualmente atributos de los sujetos agentes; no son ser, sino mane­ras de ser. Como acciones de un sujeto, se expresan en un verbo; ahora bien, un verbo no adquiere sentido y realidad más que por el sujeto agente que lo conjuga. Los acontecimientos, psíquicos o físicos, no adquieren existencia, no «toman cuerpo» más que por la realidad que los realiza y de la que derivan, y esta realidad son los sujetos individuales agentes, que los conjugan «en su tiempo», dándoles su propio tiempo, que es siempre por esencia el tiempo presente.

Así, pues, separados del sujeto real que los realiza, los hechos o acontecimientos no son sino irrealidad. Ése es el orden que ha habido que invertir para alienar al sujeto real, para dar en cambio toda la realidad a los hechos, para hablar de la ley, de la lección, de la mate­rialidad de los hechos, en pocas palabras, para dejarnos apresar en la red de irrealidades construida por noso­tros mismos y cuyo peso recae sobre nosotros en forma de Historia, como la única «objetividad» científica que podemos concebir, como la fuente de un indeterminis­mo causal cuya idea no habría llegado nunca a una humanidad que hubiera conservado el sentimiento del sujeto real. Separados de éste, los hechos «pasan». Está el pasado, y el pasado «superado». De ahí los resenti­mientos contra el yugo del pasado, las ilusiones pro­gresistas y, a la inversa, los complejos reaccionarios.

Sin embargo, pasado y futuro son también atributos expresados por verbos; presuponen el sujeto que con­juga esos verbos, un sujeto para el que y por el que el único tiempo existente es el presente, y cada vez el pre­sente. Las dimensiones del pasado y del futuro son cada vez medidas y están condicionadas por la capacidad del sujeto que las percibe, por su instante. Son a la medida de esa persona, pues de ella depende, de la amplitud de su inteligencia y de su generosidad de corazón, abrazar la totalidad de la vida, totius vitae cursum, totalizar, implicar en ella misma los mundos echando hacia atrás hasta el límite extremo la dimensión de su presente. Esto es comprender, y eso es completamente distinto a construir una dialéctica de causas que han dejado de existir en el pasado. Es «interpretar» los signos, no ya explicar hechos materiales, sino maneras de ser que revelan los seres. La hermenéutica como ciencia de lo individual se opone a la dialéctica histórica como ali­neación de la persona.

Pasado y futuro devienen así signos, porque precisa­mente un signo se percibe en el presente. Es necesario que el pasado sea «puesto en presente» para ser percibido como algo que «hace un signo» (si la herida, por ejemplo, es un signo, es porque indica no que alguien ha sido herido, en un tiempo abstracto, sino que es habiendo sido herido). La auténtica superación del pasado no puede ser más que su «puesta en presente» como signo. […]

En pocas palabras, todo el contraste está ahí. Con signos, con «hierofanías» y teofanías, no se hace Historia. O más bien, el sujeto que es a la vez el órga­no y el lugar de la historia es la individualidad psicoespiritual concreta. La única «causalidad histórica» son las relaciones de voluntad entre los sujetos agentes. Los «hechos» son cada vez una creación nueva: hay dis­continuidad entre ellos. De ahí que percibir sus conexiones no sea formular leyes ni deducir causas, sino comprender un sentido, interpretar signos, una estruc­tura de conjunto. Por otra parte, sería conveniente que estuviera en el centro de este libro el planteamiento de C. G. Jung sobre la sincronicidad, pues está en el cen­tro de una nueva problemática del tiempo. Percibir una causalidad en los «hechos» separándolos de las perso­nas es hacer posible, sin duda, una filosofía de la Historia, es afirmar dogmáticamente ese sentido racio­nal de la Historia sobre el que nuestros contemporáne­os han construido toda una mitología. Pero eso es entonces reducir el tiempo real al tiempo físico abs­tracto, esencialmente cuantitativo, al de la objetividad de los calendarios profanos de los que han desapareci­do los signos que daban una cualificación sacral a cada presente. (Págs. 269-274)

 

1. Véase el excelente libro de Víctor Goldschmidt, Le systèmc stoïcien et l’idée du temps, J. Vrin, París, 1953.

viernes, 21 noviembre, 2008

La Fuerza de la Tradición

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Ya está disponible el primer número de la revista de inspiración Tradicional La fuerza de la Tradición, Ediciones Barbarroja, Madrid 2008. ISBN: 978-84-87446-54-2. PVP: 10,00€. Sobre este proyecto ya dimos cuenta en esta entrada hace unos meses. Tenéis más información sobre la pubicación y su contenido aquí.

A continuación os dejo el índice:

ÍNDICE

 

Agradecimientos

Nota preliminar

La Fuerza de la Tradición

Un nuevo horizonte

 

PARTE I. LA FUERZA DE LA TRADICIÓN

El grado de resistencia

La potencia tradicional

Etimología y definición

La función tradicional

¿Qué es la Tradición?

Comprender la Tradición

 

PARTE II. EL MUNDO DE LA TRADICIÓN

Nota preliminar

1 De los orígenes al mundo moderno

2. Lo sacro y la Tradición

3 Qué cosa es la Metafísica

4 Los estados del ser: arquetipo-espíritu-alma-cuerpo

5 Esoterismo y exoterismo

6 La autoridad

7 Las castas

8 La Civilización

9 La guerra santa: vita est militia super terram

10 Decadencia y subversión

11 La iniciación

12 Contemplación y Acción

13 La ley

14 El rito

15 El Mito

16 El Símbolo

La Clave Simbólica

 

ANEXOS

Documentos del dadaísmo. Nota para los amigos

El Susurrador

Tu mano dirá

El conocimiento o la convicción opuestos a la opinión

Citas

Boecio y la felicidad

La “Red”

Arquitectura, psicología y objetividad

El lado activo del infinito

El simbolismo del petróleo

 

viernes, 14 noviembre, 2008

El vendedor de pararrayos

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 1:42 pm
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Permitidme un último relato breve de Cuentos breves para leer en el bus, de Verticales de Bolsillo. Herman Melville, el autor de Moby Dick, escribió este delicioso cuento titulado El vendedor de pararrayos.

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«¡Qué trueno tan imponente y tan irregular!», pensé, de pie junto a la chimenea entre los cerros de Acroceraunia, mientras los relámpagos estallaban disper­sos en el cielo y caían entre los valles, cada rayo se­guido de centelleos en zigzag y de veloces descensos de aguaceros repentinos, que repercutían fuertemen­te, como una carga de puntas de lanza, en mi techo de tejas bajas.

Supongo, sin embargo, que las montañas cercanas rompen y agitan el trueno, de modo que éstos son más soberbios aquí que en la llanura. ¡Ey…! Alguien a la puerta. ¿Quién hace visitas cuando irrumpen los truenos? ¿Por qué no tocaba la aldaba, como cualquier per­sona, en vez de golpear con el puño el panel hueco de la puerta, con ese lúgubre ruido de enterrador? Pero dejemos que entre. Ah, aquí viene.

-Buen día, caballero. -Era un perfecto extra­ño-. Tome asiento, por favor. -¿Qué será ese pecu­liar bastón que llevaba consigo?-. Maravillosa tor­menta, caballero.

-¿Maravillosa? ¡Terrible!

-Está mojado. Párese así, en el hogar, al lado del fuego.

-Por nada del mundo.

El forastero seguía parado en el centro exacto de la cabaña, donde se había ubicado desde el principio. Su singular proceder exigía mayor escrutinio. Figura del­gada y tenebrosa. Cabellos oscuros y lacios, enredado en mechones sobre la frente. Las cavidades de sus ojos hundidos estaban rodeadas de aureolas moradas, y chispeaban con una especie de relámpago inocuo: el brillo sin el trueno. Todo él chorreaba agua. Estaba pa­rado en un charco sobre el piso de roble desnudo. Su peculiar bastón descansaba a su lado, verticalmente.

Era una varilla de cobre pulida, de un metro vein­te de largo, unida a todo lo largo a un báculo de ma­dera lijada, por inserción en dos bolas de vidrio ver­doso, envueltas en cintas de cobre. La varilla de metal terminaba, en la parte superior, en forma de trípode, con tres puntas finas brillantemente doradas. Sostenía el aparato sólo por la parte de madera.

-Caballero -dije, inclinándome cortésmente ante él-, ¿tengo el honor de recibir la visita del insigne dios Júpiter Tonans? Así aparecía usted en las antiguas estatuas griegas, con el rayo en la mano. Si es él o su embajador, tengo que agradecerle por la noble tor­menta que ha creado en nuestras montañas. Escuche: ése fue un estruendo magnífico. ¡Ah!, es estupendo para un amante ele lo majestuoso tener al mismísimo Trona­dor en la propia casa. El trueno se vuelve aún más es­pléndido de esa manera. Pero siéntese, por favor. Ad­mito que este viejo sillón de paja es un pobre sustituto de su trono eterno en el Olimpo; pero dígnese tomar asiento.

Mientras yo hablaba tranquilamente, el forastero me miró, medio sorprendido y medio horrorizado, pero sin moverse de lugar.

-Le ruego que se siente. Necesita secarse antes de volver a partir.

Coloqué la silla provocativamente frente a la am­plia chimenea, donde había encendido un fuego discreto esa tarde para disipar la humedad, no el frío, pues estábamos a principios de septiembre.

Pero sin hacer caso a mis peticiones, y siempre pa­rado en el centro de la habitación, el forastero me cla­vó la mirada ominosamente y dijo:

-Caballero, discúlpeme, pero en vez de aceptar su invitación a sentarme junto a la chimenea, le ad­vierto solemnemente que sería mejor que aceptara la mía y que viniera a pararse en el centro de la habita­ción. ¡Por todos los cielos! -exclamó, sobresaltado-, ahí suena otro de esos horribles estrépitos. Se lo ad­vierto, caballero, ¡aléjese de la chimenea!

-Señor Júpiter Tonans -dije en voz baja, apo­yando mi cuerpo en la piedra del hogar-, estoy muy bien aquí.

-¿Es usted un estúpido ignorante? -exclamó-. ¿Acaso no sabe que el lugar más peligroso de la casa, durante una tormenta tan terrible como ésta, es la chi­menea?

-No, no lo sabía -dije, pisando sin darme cuen­ta el primer tablón de madera próximo a la piedra.

El forastero adoptó el aire desagradable de quien ha hecho una advertencia certera, de modo que -otra vez, sin proponérmelo- retrocedí hasta la piedra y asumí la postura más firme y soberbia de la que fui ca­paz. Pero no dije nada.

-¡Por todos los cielos! -exclamó, con una rara mezcla de alarma e intimidación-. ¡Por todos los cielos! ¡Apártese de la chimenea! ¿No sabe acaso que el aire caliente y el hollín son conductores de elec­tricidad, igual que esos inmensos atizadores de hie­rro? Salga de allí de inmediato. Le imploro… se lo ordeno.

-Señor Júpiter Tonans, no estoy acostumbrado a que me den órdenes en mi propia casa.

-No me llame por ese nombre pagano. Blasfema usted en esta hora de terror.

-Caballero, ¿sería tan amable de decirme a qué se dedica? Si busca refugio de la tormenta, bienvenido sea, siempre y cuando actúe con educación; pero si viene por algún asunto de negocios, dígalo abierta­mente. ¿Quién es usted?

-Soy vendedor de pararrayos -dijo el forastero, dulcificando su tono-, mi propósito específico es, en especial… ¡Bendito sea Dios! ¡Qué estallido! ¿Alguna vez le ha caído un rayo? Me refiero a su propiedad. ¿No? Es mejor prevenir… -entretanto, golpeaba su bá­culo de metal en el piso-, no hay, por norma, castillo que resista las tormentas; no obstante, sólo tiene que decir una palabra, y convertiré esta cabaña en el pe­ñón de Gibraltar, apenas con unos cuantos toques de esta varita mágica. ¡Escuche! ¡Si parece que tiemblan los montes del Himalaya!

-Se interrumpió usted… Iba a hablar de su nego­cio específico.

-Mi negocio específico es viajar al campo para re­coger pedidos de pararrayos. Aquí tiene el modelo -señalando su báculo-. Cuento con las mejores refe­rencias -revolviendo en el bolsillo-. El mes pasado, en Criggan, coloqué veintitrés pararrayos en sólo cinco residencias.

-Déjeme ver. ¿No fue en Criggan, la semana pasa­da, alrededor de la medianoche del sábado, donde caye­ron sendos rayos en la torre de la iglesia, el gran olmo y la cúpula de la Sala de Sesiones? ¿Había allí alguno de sus pararrayos?

-No en el árbol o la cúpula, pero sí en la torre de la iglesia.

-Entonces, ¿para qué sirve el pararrayos?

-Es la diferencia entre la vida o la muerte. Pero mi operario no fue cuidadoso. Cuando ajustaba el para­rrayos en la torre de la iglesia, el empleado permitió que una parte del metal rozara el revestimiento de es­taño de una de las campanas. Por eso ocurrió el acci­dente. Fue culpa de él, no mía. ¡Escuche!

-No hace falta. Ese estampido estalló con tanta fuerza que no es necesario que me lo señale con el dedo. ¿Sabe lo que ocurrió en Montreal el año pasado? Una muchacha de servicio doméstico fue fulminada por un rayo mientras rezaba el rosario al lado de su cama, pues las cuentas eran de metal. ¿Su negocio in­cluye Canadá?

-No. Me enteré de que allí sólo utilizan pararrayos de hierro. Deberían comprar los míos, que son de co­bre. El hierro se funde rápidamente; y entonces, alar­gan los pararrayos a tal punto, que éstos no llegan a te­ner la suficiente consistencia para soportar la totalidad de la corriente eléctrica. El metal se derrite; el edificio queda destruido. Mis pararrayos de cobre no funcio­nan de esa manera. Esos canadienses son unos tontos. Algunos le colocan una perilla en la punta de la vara, lo que puede causar una explosión mortal, en vez de llevar, de modo imperceptible, la corriente a tierra, como lo hace este tipo de pararrayos. El mío es el úni­co pararrayos auténtico. Sólo un dólar por treinta cen­tímetros.

-Su descaro en presentarse de la manera como lo hace puede provocar desconfianza con respecto a su persona.

-¡Escuche! Lo truenos son más fuertes. Se aproxi­man a nosotros; están más cerca de la tierra, también. ¡Escuche! ¡Un estrépito concentrado! Todas las vibra­ciones se han vuelto una sola por la cercanía. Otro re­lámpago. Espere un momento.

-¿Qué está…? -dije, al verlo soltar súbitamente su báculo e inclinarse hacia la ventana, con los dedos ín­dice, medio y anular de la mano derecha sobre la mu­ñeca izquierda.

Pero antes de que yo pudiera terminar la frase, él dejó escapar otra exclamación.

-¡Un estampido! Sólo tres pulsaciones, a menos de cinco cuadras, allá, en algún lugar del bosque. Cuan­do venía para acá, vi tres robles caídos, recién arran­cados de raíz, y chispeando. El roble atrae al rayo más que cualquier otro árbol, pues contiene hierro soluble en la savia. Su piso parece de roble.

-Del más duro. Supongo, por la hora tan extraña de su visita, que usted elige a propósito las tormentas para realizar sus viajes. En tiempo borrascoso, cuando truena, usted considera que ha llegado el momento apropiado para causar una impresión especialmente favorable respecto de su negocio.

-¡Escuche! ¡Pavoroso!

-Para alguien que pretende dar ánimo y coraje a los demás, usted parece increíblemente temeroso. La gente común opta por el buen tiempo para realizar sus viajes; usted elige las tormentas eléctricas, y sin em­bargo…

-Admito que viajo durante las tormentas eléctri­cas, pero no sin tomar precauciones específicas, como únicamente sabe hacerlo el hombre del pararrayos. ¡Escuche! Rápido… vea mi pararrayos de muestra. Sólo un dólar los treinta centímetros.

-Estupendo, sin duda, ya lo creo. Pero ¿cuáles son esas precauciones específicas suyas? Permítame prime­ro que cierre aquellas ventanas. La lluvia está entrando de costado por el marco. Les pondré la tranca.

-¿Está loco? ¿Acaso no sabe que la tranca de hie­rro es un conductor eléctrico eficaz? Desista.

-Entonces, sólo cerraré las ventanas, y llamaré a mi hijo para que me traiga una tranca de madera. Por favor, tire del cordón de la campanilla que está a su lado.

-¿Está desvariando? El cordón de la campanilla podría electrocutarme. Nunca agarre el cordón de una campanilla durante una tormenta; para el caso, no to­que ninguna campana, no importa del tipo que sea.

-¿Tampoco las grandes del campanario? Por favor, ¿podría decirme dónde y cómo se puede estar a salvo con una tormenta como ésta? ¿Hay alguna parte de mi casa que pueda tocar sin temor a perder la vida?

-La hay, pero no donde está parado en este mo­mento. Aléjese de los muros. A veces las corrientes ba­jan por la pared, y como el hombre es mejor conduc­tor de electricidad que la pared, la dejan y van hacia él. ¡Zas! Ése debe de haber caído bien cerca. Tiene que haber sido un rayo globular.

-Es muy probable. Dígame de una vez: ¿cuál es, en su opinión, la parte más segura de esta casa?

-Esta habitación y el lugar preciso donde estoy parado. Venga para acá.

-Explíqueme las razones primero.

-¡Escuche! Después del relámpago, la explosión. Los marcos de las ventanas tiemblan, ¡la casa, la casa! ¡Venga para acá, a donde estoy yo!            

-Explíqueme, por favor.

-¡Venga hacia mí!

-Gracias, pero creo que me quedaré donde estoy, en la chimenea. Y ahora, señor del pararrayos, entre trueno y trueno, hágame el favor de explicarme cuáles son sus razones para considerar esta habitación como la más segura de la casa, y el lugar donde usted se en­cuentra como el punto más protegido.

La tormenta se calmó durante un rato. El hombre del pararrayos parecía aliviado, y respondió:

-Su casa es de un piso, con sótano y desván. Esta habitación se encuentra entre uno y otro. En conse­cuencia, es relativamente segura. Porque el rayo a ve­ces pasa de las nubes a la tierra, y a veces de la tierra a las nubes. ¿Me comprende? Elijo el centro del cuarto porque, si el rayo cayera sobre la casa, bajaría por la chimenea o por las paredes; así que, indiscutiblemen­te, cuanto más lejos esté de ellas, mejor. Ahora, venga para acá.

-Enseguida. Por raro que parezca, algo que usted acaba de decirme, en vez de alarmarme, me ha inspi­rado confianza.

-¿Qué dije?

-Dijo que a veces el rayo estalla de la tierra a las nubes.

-Sí, el contragolpe, como lo llaman; cuando la tie­rra, demasiado cargada de fluido, lanza hacia arriba el excedente.

-El contragolpe: es decir, de la tierra al cielo. Cada vez mejor. Pero acérquese a la chimenea, y séquese.

-Estoy mejor aquí, y me conviene estar mojado.

-¿Por qué?

-Es lo más seguro que se puede hacer -¡escuche!, ¡otra vez!-, empaparse completamente durante una tormenta eléctrica. Las ropas mojadas son mejores con­ductores de electricidad que el cuerpo, de manera que si cae un rayo, podría pasar por ellas sin rozar el cuer­po. Arrecia la tormenta otra vez. ¿Tiene alguna alfom­bra en la casa? Las alfombras no son conductores eléc­tricos. Traiga una, para pararme sobre ella, y usted también. El cielo está negro. ¡Parece de noche y es ape­nas el mediodía! ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!

Le alcancé una alfombra, mientras las montañas nubladas parecían estar cada vez más cerca y a punto de derribar la cabaña.

-Y ahora, ya que permanecer en silencio no nos va a ayudar -dije, volviendo a mi sitio-, quisiera sa­ber qué precauciones toma cuando viaja en medio de una tormenta.

-Espere hasta que ésta se calme.

-No, continúe con las precauciones. En su opi­nión, usted se encuentra en el lugar más seguro. Pro­siga.

-En resumen, entonces: evito los pinos, las casas de más de un piso, las granjas solitarias, los pastiza­les de tierras altas, el agua que fluye, los rebaños de vacas y ovejas, las multitudes. Si viajo a pie, como hoy, no camino rápido; si viajo en mi coche, no toco ni la parte de atrás ni los costados del vehículo; si viajo a ca­ballo, desmonto y guío al caballo. Pero sobre todo, evito a los hombres altos.

-¿Estoy soñando? ¿Un hombre que elude a otro hombre? ¿Y en momentos de peligro, por si fuera poco?

-Evito a los hombres altos durante las tormentas. ¿Es tan groseramente ignorante que no sabe que un hombre que mide un metro ochenta de estatura tiene la altura suficiente para atraer sobre sí la descarga de una nube eléctrica? ¿Acaso no es cierto que los hom­bres solitarios de Kentucky, mientras aran, caen fulmi­nados en los surcos? Por lo demás, si el hombre del metro ochenta se detiene delante de algún arroyo, la nube a veces lo elige a él como conductor eléctrico ha­cia el agua que fluye. ¡Escuche! Ahora estoy seguro de que aquellos picos nublados se agrietaron. Bueno, sí, el hombre es un buen conductor eléctrico. El rayo atra­viesa a un hombre de la cabeza a los pies, pero apenas pela un árbol. Pero, caballero, me ha tenido tanto tiempo respondiendo a sus preguntas que todavía no hemos hablado de negocios. ¿Va a encargar alguno de

mis pararrayos? ¿Ve este modelo? Está hecho con el mejor de los cobres. El cobre es el mejor conductor de electricidad. Su casa es baja, pero como está entre las montañas, su poca altura no deja de ser elevada. Us­tedes, los montañeses, son los más expuestos. Los vendedores de pararrayos deberíamos llevar a cabo la mayor parte de nuestras transacciones en los países montañosos. Mire el modelo, caballero. Sólo necesita un pararrayos para una casa tan chica como ésta. Lea estas recomendaciones. Un pararrayos solamente. Su precio: nada más que veinte dólares. ¡Escuche! ¡Adiós a las montañas de granito; ya están chocando unas contra otras como guijarros! Por el ruido, ése debe de haber destrozado algo. Una altura de un metro y me­dio sobre la casa protegerá un radio de seis metros al­rededor del pararrayos. Sólo veinte dólares, caballero; un dólar, treinta centímetros. ¡Escuche! ¡Tremendo! ¿Va a hacer su pedido? ¿Va a comprar uno? ¿Anoto su nom­bre? ¡Imagínese convertirse en un montón de carroña carbonizada, igual que un caballo atado en su establo consumido por el fuego, en un instante!

-Usted, supuesto embajador y ministro plenipoten­ciario de Júpiter Tonans -reí-. Usted, un simple mor­tal que viene aquí a interponer su persona y su vara en­tubada entre el cielo y la tierra, ¿cree que porque puede encender un condensador con una lucecita verde es ca­paz de alejar el rayo deslumbrante? Si su pararrayos se oxida o se quiebra, ¿qué le ocurrirá a usted? ¿Quién le ha dado poder, pobre predicador, para vender de puerta en puerta sus indulgencias como si provinieran de ór­denes divinas? Los pelos de nuestra cabeza están conta­dos, igual que los días de nuestra vida. Tanto bajo la tor­menta como bajo el sol reluciente, me siento tranquilo en manos del Señor. ¡Fuera, falso comerciante! Mire, la tormenta retrocede, la casa permanece en pie; y en el

cielo azul puedo adivinar, sobre el arco iris, que el Buen Dios no le va a declarar, intencionalmente, la guerra al hombre en la tierra.

-¡Desgraciado! ¡Hereje! -escupió el forastero, mientras se le ensombrecía el rostro y brillaba el arco iris-. ¡Todos conocerán sus ideas paganas!

-¡Adiós! ¡Váyase rápido, tan rápido como le sea posible! ¡Usted, que brilla en los días húmedos igual que un gusano!

La mueca se hizo cada vez más siniestra en su ros­tro; los círculos morados se le agrandaron alrededor de los ojos como halos de tormenta en la luna de media­noche. Se abalanzó hacia mí, con el tricornio apuntan­do a mi corazón.

Lo agarré, lo partí en dos, lo tiré al suelo, lo piso­teé, y empujando al tenebroso rey del trueno fuera de mi casa, arrojé su cetro de cobre roto detrás de él.

Pero a pesar de mi manera de tratarlo, a pesar de mis advertencias a los vecinos, el hombre del pararra­yos aún vive entre nosotros, aún viaja durante las tor­mentas y aún trafica con los temores de los hombres.

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