La cuarta entrga de Vida líquida gira en torno a la degeneración del modelo más digno de respeto y admiración en una sociedad.
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“En nuestra parte del mundo (sea lo que sea lo que indicamos con ese «nuestra»), nos resulta difícil (puede que hasta imposible) comprender por qué hay personas en otras latitudes que pueden sacrificar sus vidas por una «causa»: ¿por qué optan por morir para que su sacrificio ayude a la supervivencia o al triunfo de esa «causa»? Ése es, precisamente, uno de los motivos por los que concebimos como «otras» las partes de mundo habitadas por esa gente tan incomprensible. Cuando oímos hablar de «terroristas suicidas», procuramos ocultar nuestra perplejidad y nuestro desasosiego bajo expresiones sentenciosas como «fanatismo religioso» o «lavado de cerebro» (términos que, lejos de explicar el misterio, indican nuestra impotencia para comprenderlo). O dejamos descansar nuestra desazón (un momento, por lo menos) atribuyendo motivos a quienes perpetran atentados suicidas que, de ese modo, nos resultan más sencillos de entender: como eran unos ingenuos, se dejaron embaucar por promesas falsas —nos decimos, pero, en realidad, como se fiaban totalmente de esas promesas, lo que los guió para actuar del modo en que lo hicieron fue la búsqueda del beneficio y de la felicidad personales (que, en su caso, consistían en los interminables festines gastronómicos y sexuales que aguardan a los mártires en el paraíso), es decir, la misma clase de motivos por los que se nos ha enseñado a guiarnos (y por los que somos propensos a guiarnos gustosos) aquí, en este mundo.” (Págs. 57-58)
“Al aceptar el martirio, las futuras víctimas de la furia de la turbamulta ponen la lealtad a la verdad por encima de cualquier otro cálculo de ganancias o beneficios mundanos (materiales, tangibles, racionales y pragmáticos), ya sean éstos reales o putativos, individuales o colectivos.
Eso es lo que distingue al mártir del héroe moderno. El máximo beneficio que un mártir podía esperar conseguir con su acto era la demostración definitiva de su propia probidad moral, el arrepentimiento de sus pecados y la redención de su alma; los héroes, sin embargo, son modernos: calculan ganancias y pérdidas y quieren que su sacrificio sea recompensado. No existe ni puede existir un «martirio inútil». Pero vemos con muy malos ojos, reprobamos y hasta nos tomamos a broma los casos de «heroísmo inútil», es decir, de sacrificios que no reportan provecho alguno…
Cuando digo «provecho» no me refiero a una ganancia económica; como los mártires, los héroes no pueden ser acusados de codicia o de cualquier otra motivación egoísta y mundana. La mayoría de ellos no hacen lo que hacen porque esperen que se les retribuyan sus servicios o se les compensen las molestias. No les importan sus propias comodidades y merecimientos: están listos para llegar al sacrificio final. Pero éste tiene que ser un sacrificio que obtenga un efecto que, de otro modo, no se obtendría: un sacrificio con una finalidad que, de no producirse aquél, sería más difícil de alcanzar. Aproximarse a ese fin hace que su muerte valga la pena.
Para validar la pérdida de la vida, el propósito de la muerte debe ofrecerle al héroe más valor que todas las alegrías que seguir viviendo en este mundo le pueda reportar. Ese valor, además, debe sobrevivir a la muerte individual del héroe (admitiendo que su vida es breve y que esa muerte será su final seguro), la cual debe contribuir, a su vez, a dicha supervivencia. Mientras que el sentido del martirio no depende de lo que suceda a partir de entonces en el mundo terrenal, el sentido del heroísmo sí. Renunciar a la vida propia sin obtener con ello efecto palpable alguno (y, por consiguiente, echando por la borda la oportunidad de dotarla de rigor y seriedad) no sería un acto de heroísmo, sino el producto de un error de cálculo o un acto de locura (o, incluso, la prueba de un censurable incumplimiento del deber).” (Págs. 60-61)
“Los mártires de tiempos pretéritos estaban preparados para sufrir, pero no para hacer que otros sufrieran, puesto que la eficacia del martirio voluntario estribaba en la prueba que con él se pretendía ofrecer de la valía inmortal de la creencia en cuya defensa aquellos mártires se inmolaban; el «heroísmo», por su parte, solía medirse por el número de enemigos que el suicidio del héroe lograba destruir. Los mártires de la fe no eran héroes y los héroes de las guerras nacionales habrían rechazado la etiqueta de mártires por la ineficacia de la muerte de éstos (una ineficacia que tanto los héroes como sus panegiristas habrían tachado de lamentable). Pero por virtuosos que los mártires y los héroes reivindiquen ser o sean reivindicados como tales por otros en sus respectivos y distintos términos, la combinación de sus cualidades produce una mezcla incongruente y ciertamente satánica…
La sociedad moderna líquida de consumo convierte las hazañas de los mártires, los héroes y todas las versiones híbridas de unos y otros en hechos sencillamente incomprensibles e irracionales y, por consiguiente, atroces y repulsivos. Esa sociedad promete la felicidad fácil, alcanzable por medios nada heroicos y que, por tanto, debería estar —tentadora y gratificadora— al alcance de todo el mundo (o, mejor dicho, de todos los consumidores). El martirio y, en general, toda clase de sufrimiento «por una causa», es ahora re-presentado como el resultado de la fechoría de otra persona o como un caso que sólo puede explicarse como una acción dolosa premeditada de los actores (en cuyo caso, los culpables deben ser hallados y castigados) o como un fallo psicológico (en cuyo caso, deberían ser sometidos a terapia con la esperanza de que se curen algún día). A diferencia de otros tipos pasados y presentes de la sociedad, la que aquí nos ocupa puede ser adecuadamente descrita sin necesidad de recurrir a las categorías del «martirio» y el «heroísmo», pero necesita, eso sí, de dos categorías relativamente nuevas que esta misma socieldad ha situado en el centro de la atención público: las de la víctima y el famoso (o la celebridad)” (Págs. 66-67). [He dejado de lado lo que Bauman dice sobre la víctima, a pesar de su interés, para mantener un foco menos disperso. Quien esté interesado, no tendrá dificultades en encontrarlo en el original a continuación del párrafo transcrito más arriba.]
“Según la ingeniosa definición de Daniel J. Boorstin, elaborada ya en 1961, «el famoso es una persona conocida por ser muy conocida» (veinte años después, Boorstin probablemente habría escrito «el famoso o la famosa»).
A diferencia de los mártires y de los héroes, cuya fama derivaba de sus actos y cuya llama era luego mantenida viva a fin de conmemorar aquellos hechos y a fin de repetir y reafirmar su duradera importancia, los motivos que llevaron a los famosos a estar en el candelero público son las causas menos importantes de su «celebridad». El factor decisivo en ese sentido es su notoriedad, la abundancia de imágenes suyas y la frecuencia con la que se mencionan sus nombres en los programas de radio y televisión y en las conversaciones que siguen a éstos. Las celebridades están en boca de todos; sus nombres son familiares en todas las familias. Como los mártires y los héroes, proporcionan una especie de aglutinante que aúna lo que, de otro modo, serían conjuntos difusos y dispersos de personas; me siento tentado a afirmar incluso que, hoy en día, serían estas celebridades los principales factores generadores de comunidades, si no fuera porque las comunidades en cuestión son no sólo imaginadas, como ocurría con la sociedad de la era moderna sólida, sino también imaginarias (a modo de apariciones), pero, sobre todo, particularmente desunidas, frágiles y volátiles, y reconocidamente efímeras. Es principalmente por ese motivo por el que las celebridades se sienten tan a gusto en el contexto moderno líquido: la modernidad líquida es su nicho ecológico natural.
A diferencia de la fama, la notoriedad es tan episódica como la vida misma en un entorno moderno líquido; el desfile de celebridades, que brotan como de la nada para perderse luego rápidamente en el olvido, resulta perfectamente adecuado para marcar la sucesión de episodios en los qué se dividen nuestras vidas. Y, a diferencia de las comunidades «imaginadas» de la era moderna sólida (las cuales, una vez imaginadas, tendían a concretarse en realidades sólidas y, por ese motivo, necesitaban del recuerdo eterno de sus mártires y héroes para cimentarlas), las comunidades imaginarias arrebujadas en torno a estas celebridades en extremo mudables (hasta el punto de que casi nunca aguantan en el candelero más allá de su momentánea acogida pública inicial) no exigen compromiso alguno, para cuánto más uno de carácter «permanente» o, siquiera, duradero. Por masivo que sea el culto, por estridente que resulte el entusiasmo y por sincera que pueda ser la adoración que los fans sienten por una celebridad, el futuro de los adoradores no está en absoluto hipotecado por ello: todo el mundo mantiene sus opciones abiertas y la congregación de fieles puede disolverse y dispersarse en cualquier momento, permitiendo así a cada celebrante sumarse al culto de otra celebridad de su elección.
Además, el culto que rodea a una celebridad (a diferencia de la adoración de los mártires o de los héroes, que limita la libre elección de los adoradores) no tiene aspiraciones monopolistas. Por competitivas que sean, las celebridades no compiten realmente entre sí. La pertenencia al culto a una celebridad no excluye (y, ni mucho menos, impide) unirse a la comitiva de otra. Todas las combinaciones están permitidas y son, en realidad, bien recibidas, porque cada una de ellas (y, especialmente, la profusión de las mismas) multiplica el encanto del culto a las celebridades en general. La oferta de famosos y famosas es prácticamente infinita, como también lo es el número de combinaciones posibles entre ellos. Como consecuencia, por muy numerosa que pueda resultar la partida de seguidores, cada uno de ellos puede retener una gratificante sensación de individualidad (incluso de singularidad) asociada a su elección. También ellos pueden correr con la liebre y cazar con los perros (o, como dice otro refrán inglés, seguir teniendo el pastel después de habérselo comido): en el mismo lote que el sentimiento tranquilizador que sólo puede ofrecer un culto de masas viene también la satisfacción de estar a la altura de los estándares fijados por la sociedad de individuos para sus miembros individuales.Pues, bien, éste es el punto en el que nos encontramos actualmente. ¿Hasta cuándo permaneceremos en él?
Supongo que los ciudadanos del mundo que se arrodillaban ante los mártires y se sentían sobrecogidos por su inmolación difícilmente podían imaginarse un mundo que veneraría a los héroes de la nueva era moderna que les sucedería. Del mismo modo, ese nuevo mundo inconcebible desde el anterior tampoco podía dejar presagiar fácilmente la posterior era de víctimas y celebridades. La prudencia aconseja, pues, no caer en la tentación de realizar extrapolaciones simplistas y de dar respuestas apresuradas a la pregunta anterior. De lo que sí podemos estar seguros, en cualquier caso, es de que la historia de la larga transición desde los mártires hasta las celebridades no debe ser vista como una manifestación de unas supuestas leyes inextricables (o de una tendencia irreversible) de la historia, ni mucho menos aún como otra proclamación del «fin de ésta», sino como una especie de biografía de un proceso que dista mucho aún de haber terminado y que, en buena medida, se halla todavía in statu nascendi.” (Págs. 69-71)