Cabalgando al Tigre

martes, 27 febrero, 2007

Vida líquida (IV): Del mártir a la celebridad pasando por el héroe

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 9:21 am

christ.jpgLa cuarta entrga de Vida líquida gira en torno a la degeneración del modelo más digno de respeto y admiración en una sociedad.

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“En nuestra parte del mundo (sea lo que sea lo que indicamos con ese «nues­tra»), nos resulta difícil (puede que hasta imposible) comprender por qué hay personas en otras latitudes que pueden sacrificar sus vidas por una «causa»: ¿por qué optan por morir para que su sacri­ficio ayude a la supervivencia o al triunfo de esa «causa»? Ése es, precisamente, uno de los motivos por los que concebimos como «otras» las partes de mundo habitadas por esa gente tan incompre­nsible. Cuando oímos hablar de «terroristas suicidas», procuramos ocultar nuestra perplejidad y nuestro desasosiego bajo expresiones sentenciosas como «fanatismo religioso» o «lavado de cerebro» (tér­minos que, lejos de explicar el misterio, indican nuestra impotencia para comprenderlo). O dejamos descansar nuestra desazón (un mo­mento, por lo menos) atribuyendo motivos a quienes perpetran atentados suicidas que, de ese modo, nos resultan más sencillos de entender: como eran unos ingenuos, se dejaron embaucar por pro­mesas falsas —nos decimos, pero, en realidad, como se fiaban to­talmente de esas promesas, lo que los guió para actuar del modo en que lo hicieron fue la búsqueda del beneficio y de la felicidad perso­nales (que, en su caso, consistían en los interminables festines gastro­nómicos y sexuales que aguardan a los mártires en el paraíso), es decir, la misma clase de motivos por los que se nos ha enseñado a guiarnos (y por los que somos propensos a guiarnos gustosos) aquí, en este mundo.” (Págs. 57-58)

“Al acep­tar el martirio, las futuras víctimas de la furia de la turbamulta ponen la lealtad a la verdad por encima de cualquier otro cálculo de ganancias o beneficios mundanos (materiales, tangibles, racionales y pragmáticos), ya sean éstos reales o putativos, individuales o colectivos.
Eso es lo que distingue al mártir del héroe moderno. El máximo beneficio que un mártir podía esperar conseguir con
su acto era la demostración definitiva de su propia probidad moral, el arrepentimiento de sus pecados y la redención de su alma; los héroes, sin embargo, son modernos: calculan ganancias y pérdidas y quieren que su sacrificio sea recompensado. No existe ni puede existir un «martirio inútil». Pero vemos con muy malos ojos, reprobamos y hasta nos tomamos a broma los casos de «heroísmo inútil», es decir, de sacrificios que no reportan provecho alguno…
Cuando digo «provecho» no me refiero a una ganancia económi­ca; como los mártires, los héroes no pueden ser acusados de codicia o de cualquier otra motivación egoísta y mundana. La mayoría de ellos no hacen lo que hacen porque esperen que se les retribuyan sus servi­cios o se les compensen las molestias. No les importan sus propias co­modidades y merecimientos: están listos para llegar al sacrificio final. Pero éste tiene que ser un sacrificio que obtenga un efecto que, de otro modo, no se obtendría: un sacrificio con una finalidad que, de no producirse aquél, sería más difícil de alcanzar. Aproximarse a ese fin hace que su muerte valga la pena.
Para validar la pérdida de la vida, el propósito de la muerte debe ofrecerle al héroe más valor que todas las alegrías que seguir vivien­do en este mundo le pueda reportar. Ese valor, además, debe sobre­vivir a la muerte individual del héroe (admitiendo que su vida es breve y que esa muerte será su final seguro), la cual debe contribuir, a su vez, a dicha supervivencia. Mientras que el sentido del martirio no depende de lo que suceda a partir de entonces en el mundo terrenal, el sentido del heroísmo sí. Renunciar a la vida propia sin obtener con ello efecto palpable alguno (y, por consiguiente, echando por la borda la oportunidad de dotarla de rigor y seriedad) no sería un acto de heroísmo, sino el producto de un error de cálculo o un acto de locura (o, incluso, la prueba de un censurable incumplimiento del deber).” (Págs. 60-61)
the_barons_last_sunset.jpg

“Los mártires de tiempos pretéritos estaban preparados para sufrir, pero no para hacer que otros sufrieran, puesto que la eficacia del mar­tirio voluntario estribaba en la prueba que con él se pretendía ofrecer de la valía inmortal de la creencia en cuya defensa aquellos mártires se inmolaban; el «heroísmo», por su parte, solía medirse por el número de enemigos que el suicidio del héroe lograba destruir. Los mártires de la fe no eran héroes y los héroes de las guerras nacionales habrían re­chazado la etiqueta de mártires por la ineficacia de la muerte de éstos (una ineficacia que tanto los héroes como sus panegiristas habrían ta­chado de lamentable). Pero por virtuosos que los mártires y los héro­es reivindiquen ser o sean reivindicados como tales por otros en sus respectivos y distintos términos, la combinación de sus cualidades produce una mezcla incongruente y ciertamente satánica…
La sociedad moderna líquida de consumo convierte las hazañas de los mártires, los héroes y todas las versiones híbridas de unos y otros en hechos sencillamente incomprensibles e irracionales y, por
consi­guiente, atroces y repulsivos. Esa sociedad promete la felicidad fácil, alcanzable por medios nada heroicos y que, por tanto, debería estar —tentadora y gratificadora— al alcance de todo el mundo (o, mejor dicho, de todos los consumidores). El martirio y, en general, toda cla­se de sufrimiento «por una causa», es ahora re-presentado como el re­sultado de la fechoría de otra persona o como un caso que sólo puede explicarse como una acción dolosa premeditada de los actores (en cuyo caso, los culpables deben ser hallados y castigados) o como un fallo psicológico (en cuyo caso, deberían ser sometidos a terapia con la esperanza de que se curen algún día). A diferencia de otros tipos pasados y presentes de la sociedad, la que aquí nos ocupa puede ser adecuadamente descrita sin necesidad de recurrir a las categorías del «martirio» y el «heroísmo», pero necesita, eso sí, de dos categorías relativamente nuevas que esta misma socieldad ha situado en el centro de la atención público: las de la víctima y el famoso (o la celebridad)” (Págs. 66-67). [He dejado de lado lo que Bauman dice sobre la víctima, a pesar de su interés, para mantener un foco menos disperso. Quien esté interesado, no tendrá dificultades en encontrarlo en el original a continuación del párrafo transcrito más arriba.]

 

eminem.jpg“Según la ingeniosa defi­nición de Daniel J. Boorstin, elaborada ya en 1961, «el famoso es una persona conocida por ser muy conocida» (veinte años después, Boors­tin probablemente habría escrito «el famoso o la famosa»).

A diferencia de los mártires y de los héroes, cuya fama derivaba de sus actos y cuya llama era luego mantenida viva a fin de conmemorar aquellos hechos y a fin de repetir y reafirmar su duradera importancia, los motivos que llevaron a los famosos a estar en el candelero público son las causas menos importantes de su «celebridad». El factor decisi­vo en ese sentido es su notoriedad, la abundancia de imágenes suyas y la frecuencia con la que se mencionan sus nombres en los programas de radio y televisión y en las conversaciones que siguen a éstos. Las ce­lebridades están en boca de todos; sus nombres son familiares en to­das las familias. Como los mártires y los héroes, proporcionan una es­pecie de aglutinante que aúna lo que, de otro modo, serían conjuntos difusos y dispersos de personas; me siento tentado a afirmar incluso que, hoy en día, serían estas celebridades los principales factores ge­neradores de comunidades, si no fuera porque las comunidades en cuestión son no sólo imaginadas, como ocurría con la sociedad de la era moderna sólida, sino también imaginarias (a modo de aparicio­nes), pero, sobre todo, particularmente desunidas, frágiles y volátiles, y reconocidamente efímeras. Es principalmente por ese motivo por el que las celebridades se sienten tan a gusto en el contexto moderno lí­quido: la modernidad líquida es su nicho ecológico natural.

A diferencia de la fama, la notoriedad es tan episódica como la vida misma en un entorno moderno líquido; el desfile de celebrida­des, que brotan como de la nada para perderse luego rápidamente en el olvido, resulta perfectamente adecuado para marcar la sucesión de episodios en los qué se dividen nuestras vidas. Y, a diferencia de las comunidades «imaginadas» de la era moderna sólida (las cuales, una vez imaginadas, tendían a concretarse en realidades sólidas y, por ese motivo, necesitaban del recuerdo eterno de sus mártires y héroes para cimentarlas), las comunidades imaginarias arrebujadas en torno a es­tas celebridades en extremo mudables (hasta el punto de que casi nunca aguantan en el candelero más allá de su momentánea acogida pública inicial) no exigen compromiso alguno, para cuánto más uno de carácter «permanente» o, siquiera, duradero. Por masivo que sea el culto, por estridente que resulte el entusiasmo y por sincera que pue­da ser la adoración que los fans sienten por una celebridad, el futuro de los adoradores no está en absoluto hipotecado por ello: todo el mun­do mantiene sus opciones abiertas y la congregación de fieles puede disolverse y dispersarse en cualquier momento, permitiendo así a cada celebrante sumarse al culto de otra celebridad de su elección.

Además, el culto que rodea a una celebridad (a diferencia de la adoración de los mártires o de los héroes, que limita la libre elección de los adoradores) no tiene aspiraciones monopolistas. Por competiti­vas que sean, las celebridades no compiten realmente entre sí. La per­tenencia al culto a una celebridad no excluye (y, ni mucho menos, im­pide) unirse a la comitiva de otra. Todas las combinaciones están permitidas y son, en realidad, bien recibidas, porque cada una de ellas (y, especialmente, la profusión de las mismas) multiplica el encanto del culto a las celebridades en general. La oferta de famosos y famosas es prácticamente infinita, como también lo es el número de combina­ciones posibles entre ellos. Como consecuencia, por muy numerosa que pueda resultar la partida de seguidores, cada uno de ellos puede retener una gratificante sensación de individualidad (incluso de singularidad) asociada a su elección. También ellos pueden correr con la liebre y cazar con los perros (o, como dice otro refrán inglés, seguir te­niendo el pastel después de habérselo comido): en el mismo lote que el sentimiento tranquilizador que sólo puede ofrecer un culto de ma­sas viene también la satisfacción de estar a la altura de los estándares fijados por la sociedad de individuos para sus miembros individuales.Pues, bien, éste es el punto en el que nos encontramos actualmen­te. ¿Hasta cuándo permaneceremos en él?

Supongo que los ciudadanos del mundo que se arrodillaban ante los mártires y se sentían sobrecogidos por su inmolación difícilmente podían imaginarse un mundo que veneraría a los héroes de la nueva era moderna que les sucedería. Del mismo modo, ese nuevo mundo inconcebible desde el anterior tampoco podía dejar presagiar fácil­mente la posterior era de víctimas y celebridades. La prudencia acon­seja, pues, no caer en la tentación de realizar extrapolaciones simplis­tas y de dar respuestas apresuradas a la pregunta anterior. De lo que sí podemos estar seguros, en cualquier caso, es de que la historia de la larga transición desde los mártires hasta las celebridades no debe ser vista como una manifestación de unas supuestas leyes inextricables (o de una tendencia irreversible) de la historia, ni mucho menos aún como otra proclamación del «fin de ésta», sino como una especie de biografía de un proceso que dista mucho aún de haber terminado y que, en buena medida, se halla todavía in statu nascendi.” (Págs. 69-71)

jueves, 22 febrero, 2007

Vida líquida (III): El arte en el mundo moderno

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 8:29 am

koons.jpgContinuando con la Vida líquida, un muy breve apunte sobre el arte como objeto de consumo. En la foto os dejo esta «preciosidad» firmada por Jeff Koons para acompañar al monumental libro de Taschen GOAT, tributo a Muhammad Ali que, por gentileza de Discoplay, he tenido la suerte de hojear: es una obra impresionante, más allá de sus 34 kilos de peso. Pero al tema, que ahora llega el humor: el libro cuesta unos nada despreciables 3.600$ (unos 3.000€), pero si quieres la versión «pata negra», que incluye la «escultura/instalación/soporte» que veis, fabricada añadiéndole a un taburete costroso un par de flotadores salchicheros disponibles en el chiringo playero más casposo que encontrarse pueda, la broma pasa a costar 12.500$ (unos 10.000€). No está nada mal por echarle una firmita famosa (la «marca», de la que habla Bauman más abajo) a un batiburrillo delirante, ¿eh?

Estamos ya alcanzando un grado desintegración tal que hasta lo grotesco (o mejor, especialmente lo grotesco) puede alcanzar lugar preeminente.

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“El equivalente contemporáneo de la buena fortuna o del golpe de suerte sería que Charles Saatchi* detuviera su coche frente a una recóndita tienda de un callejón secundario en la que se vendieran una serie de baratijas cuyos recónditos fabricantes soñaran y ansiaran ver proclamadas como obras de arte. Los objetos se transforman en obras de arte (de la noche a la mañana) en cuanto son expuestos en una gale­ría cuya entrada separa el arte bueno (es decir, aquél que hay que ad­mirar y comprar para luego presumir de él) del arte malo (o, lo que es lo mismo, aquél del que es mejor no saber nada y que cualquiera se avergonzaría de adquirir), así como el arte del no arte. El nombre de la galería contagia su gloria a los nombres de los artistas en ella expues­tos. En un mundo desconcertantemente confuso y de normas flexibles y valores oscilantes como el nuestro, la anterior es una tendencia uni­versal, aunque no es de extrañar que lo sea. Como sucintamente expu­so Naomi Klein, «muchos de los más conocidos fabricantes actuales ya no producen productos de los que luego hacen publicidad, sino que compran productos y les ponen su propia marca».1 La marca y el lo­gotipo asociados (la bolsa de la compra en la que figura el nombre de la galería es la que da significado a las adquisiciones que transporta en su interior) no añaden valor, sino que son valor: el valor de mercado, que es el único valor que cuenta, el valor como tal.” (Págs. 83-84)

 

* Charles Saatchi (n. en 1943), además de fundador de la conocida agencia pu­blicitaria Saatchi & Saatchi, es un destacado coleccionista de arte y dueño de la gale­ría Saatchi de Londres, especializada en arte contemporáneo. (N. del t.)

1. Naomi Klein, No Logo, Flamingo, 2001, pág. 5 (trad. cast.: No logo: el poder de las marcas, Barcelona, Paidós, 2002)

 

 

viernes, 16 febrero, 2007

Vida líquida (II). Consumo, deseo y marketing

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 11:00 am

 

bauman.jpgAquí os dejo la segunda entrega de la selección de citas de Vida líquida, esta vez en torno la sociedad de consumo, sus mecanismos y algunas de sus implicaciones. En mi opinión, el mejor resumen de la situación actual queda magistralmente plasmado en el fragmento del relato de Georges Perec citado en el último párrafo, así que, si no tienes tiempo o ánimo de leer todo el texto, te servirá para extraer la idea central sobre la que Bauman gira en su desarrollo.

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“La sociedad de consumo justifica su existencia con la promesa de satisfacer los deseos humanos como ninguna otra sociedad pasada lo­gró hacerlo o pudo siquiera soñar con hacerlo. Sin embargo, esa pro­mesa de satisfacción sólo puede resultar seductora en la medida en que el deseo permanece insatisfecho o, lo que aún es más importante, en la medida en que se sospecha que ese deseo no ha quedado plena y verdaderamente satisfecho. Si se fijaran unas expectativas bajas a fin de asegurarse un fácil acceso a los productos que puedan colmarlas, o si se creyera en la existencia de unos límites objetivos a unos deseos «auténticos» y «realistas», sería el fin de la sociedad, la industria y los mercados de consumo. Precisamente, la no satisfacción de los de­seos y la firme y eterna creencia en que cada acto destinado a satisfa­cerlos deja mucho que desear y es mejorable son el eje del motor de la economía orientada al consumidor.

La sociedad de consumo consigue hacer permanente esa insatis­facción. Una de las formas que tiene de lograr tal efecto es denigran­do y devaluando los productos de consumo poco después de que ha­yan sido promocionados a bombo y platillo en el universo de los deseos del consumidor. Pero hay otra vía (más eficaz todavía) oculta de la atención pública: el método de satisfacer cada necesidad/deseo/carencia de manera que sólo pueda dar pie a nuevas necesidades/deseos/carencias. Lo que empieza como una necesidad debe con­vertirse en una compulsión o en una adicción. Y en eso se acaba transformando, gracias a que el impulso de buscar en los comercios (y sólo en los comercios) soluciones a los problemas y alivio para el do­lor y la ansiedad es un aspecto de la conducta cuya materialización en hábito no sólo está permitida, sino que es activa y vehementemente alentada. Pero también deviene una compulsión por otro motivo. Como el ya fallecido Ivan Illich mostró en su momento, la mayoría de las dolencias que reclaman tratamiento médico en la actualidad son enfermedades «iatrogénicas», es decir, afecciones patológicas causa­das por terapias pasadas: el «residuo», por así decirlo, de la industria médica. Pero ésa es una tendencia fácilmente apreciable también en la industria de consumo en general. Hazel Curry ofreció recientemente un ejemplo excelente de una tendencia universal: la profesión médica ha detectado auténticas epidemias de «piel irritable» que se han ex­tendido a un ritmo vertiginoso y que, hasta el momento, han afectado ya a un 53% de los occidentales. Sólo algunos de esos casos pueden ser atribuidos al fenómeno (genéticamente determinado) de la llama­da «piel sensible». La mayoría, sin embargo, son casos de piel sensibi­lizada, es decir, de una piel que se ha vuelto sensible «por influencia de un severo régimen de cuidado de la piel». En una sociedad de con­sumidores, la expansión del acné en la población adulta sólo puede obedecer a una expansión de la demanda de dichos consumidores y del mercado de productos de consumo. «Las marcas de productos di­rigidos a calmar la piel, como Chantecaille, Liz Earle o Dr. Hauschka, han gozado de un enorme éxito en los últimos años. De resultas de ello, otras marcas más grandes y establecidas, como Dermalogica, Jurlique o, más recientemente, Carita, han lanzado gamas similares».1 Susan Harmsforth, una de las más destacadas expertas en ese campo y fundadora, además, de una de las marcas, aconseja actualmente a las víctimas de estas epidemias «que usen uno o dos productos de una lí­nea más suave durante un mes» y que luego «introduzcan un produc­to o tratamiento durante un mes más y bajo vigilancia de un terapeu­ta». Es de esperar, pues, que en el breve plazo de unos pocos años, cuando los efectos de las presentes terapias contra los restos de tera­pias anteriores se hagan visibles y la profesión médica declare la llega­da de una nueva epidemia, vuelvan a ofrecerse nuevas gamas de pro­ductos y consejos similares a los actuales.

Para que la búsqueda de realización personal no se detenga y para que las nuevas promesas sigan resultando seductoras y contagiosas, hay que romper las que se hayan hecho anteriormente y hay que frus­trar las esperanzas de realización. Para un adecuado funcionamiento de la sociedad de consumidores es condición sine qua non que entre las creencias populares y las realidades de los consumidores se extien­da un ámbito de hipocresía. Toda promesa debe ser engañosa o, cuan­do menos, exagerada para que prosiga la búsqueda. Sin esa frustra­ción reiterada de deseos, la demanda de los consumidores podría agotarse rápidamente y la economía orientada al consumidor perdería fuelle. Es el excedente resultante de la suma total de promesas el que neutraliza la frustración causada por el exceso de cada una de ellas y el que impide que la acumulación de experiencias frustrantes mine la confianza en la eficacia final de la búsqueda.

El consumismo es, por ese motivo, una economía de engaño, ex­ceso y desperdicio. Pero el engaño, el exceso y el desperdicio no son síntomas de su mal funcionamiento, sino garantía de su salud y el úni­co régimen bajo el que se puede asegurar la supervivencia de una so­ciedad de consumidores. El amontonamiento de expectativas trunca­das viene acompañado paralelamente de montañas cada vez más altas de artículos arrojados a la basura, productos de ofertas anteriores con los que los consumidores habían esperado en algún momento satisfa­cer sus deseos (o con los que se les había prometido que podrían sa­tisfacerlos). El índice de mortalidad de las expectativas es elevado y, en una sociedad de consumo que funcione adecuadamente, debe mantener una progresión ascendente constante. La expectativa de vida de las esperanzas es mínima y sólo una tasa de fertilidad desme­suradamente alta puede evitar que se consuman y se apaguen. Para mantener vivas las expectativas y para que las nuevas esperanzas ocu­pen enseguida el vacío dejado por las ya desacreditadas y descartadas, el trecho desde el comercio hasta el cubo de basura debe ser corto y la transición muy rápida.” (Págs. 109-111)

“Como ya se ha mencionado, contrariamente a las promesas decla­radas (y creídas por muchos) de los anuncios publicitarios, el consu­mismo no gira en torno a la satisfacción de deseos, sino a la incitación del deseo de deseos siempre nuevos (con preferencia, de aquéllos que, en principio, sean imposibles de saciar). Para el consumidor, un deseo satisfecho debería resultar así tan placentero y excitante como una flor marchita o una botella de plástico vacía; para el mercado de consumo, por su parte, un deseo satisfecho significaría igualmente un presagio de catástrofe inminente. La mejor forma de imaginarse al «consumidor ideal» que persigue el mercado de consumo es como una especie de fábrica funcionando a pleno rendimiento las veinti­cuatro horas del día y los siete días de la semana para garantizar una sucesión ininterrumpida de deseos efímeros, puntuales y esencial­mente desechables. Para que ese «ciclo del deseo» rote más deprisa, el mercado ofrece un volumen continuamente creciente de habilida­des y conocimientos y diseña un número cada vez mayor de artilugios para ponerlos en práctica. Así se entiende la respuesta que dio Chris St. George, un respetadísimo asesor en temas defitness que trabaja en uno de los establecimientos del ramo más conocidos de Londres, a un hombre que se quejaba de que le gustaba comer bien, pero no podía compatibilizar ese impulso con la tarea de mantener su línea a raya: «venga a hacer ejercicio al gimnasio con más frecuencia y acelerará su metabolismo».” (Pág. 124)


“El homo eligens y el mercado de artículos de consumo conviven en una perfecta simbiosis: ni el uno ni el otro verían la luz de un nuevo día si no contaran con el apoyo y el alimento que supone su compañía mutua. El mercado no sobreviviría si los consumidores se aferraran a las cosas. Por su propia supervivencia, no puede soportar a los clien­tes que se muestran comprometidos o leales a algo, o que, simple­mente, mantienen una trayectoria coherente y cohesionada que se re­siste a las distracciones y descarta los arranques aventureros (salvo, claro está, aquéllos comprometidos con comprar y leales a las trayec­torias que les llevan hasta los centros comerciales). El mercado recibi­ría un golpe mortal si el estatus de los individuos les aportara una sen­sación de seguridad, si sus logros y sus objetos personales estuvieran a buen recaudo, si sus proyectos fuesen finitos y si el final de sus traba­josos esfuerzos estuviese a su alcance. El arte del marketing está dedi­cado a impedir que se cierren las opciones y se realicen los deseos. En contra de las apariencias y de las declaraciones oficiales (así como del sentido común, que se mantiene fiel a ambas), el énfasis recae no so­bre la generación de nuevos deseos, sino sobre la extinción de los «an­tiguos» (léase: los de hace un momento) para dejar sitio para nuevas escapadas consumistas. […].

Los ciudadanos del mundo moderno líquido no precisan de mayores enseñanzas para explorar obsesivamente los comercios con la esperanza de hallar chapas identificativas ya preparadas, fáciles de consumir y públicamente legibles. Deambulan por los laberínticos pa­sillos de los centros comerciales impulsados y guiados por la esperan­za semiconsciente de dar con la chapa o el símbolo identificativo pre­ciso para ponerse al día, y por la aprensión lacerante a no haberse dado cuenta de que la chapa que hasta entonces habían llevado con orgullo ha podido pasar a convertirse en motivo de vergüenza. Como les guía la motivación de no agotarse nunca, a los directivos de los cen­tros comerciales les basta con seguir el principio descubierto por Percival Bardebooth, uno de los protagonistas de la monumental novela de Georges Perec, La vie mode d’emploi (La vida: instrucciones de uso), que es el de procurar que el último pedazo a la venta no encaje con el resto del rompecabezas identitario, de manera que su montaje tenga que volver a empezar una y otra vez desde el principio y cada nuevo inicio no pueda tener final. La vida de Bardebooth terminó inacabada como el propio inquietante relato de Perec:

Sentado ante el puzzle, Bartlebooth acaba de morir. Sobre el man­tel, en algún lugar del cielo crepuscular de ese puzzle número cuatro­cientos treinta y nueve, el hueco negro de la única pieza aún por colo­car tiene la forma de una X casi perfecta. Pero lo irónico (aunque era ya de prever desde mucho antes) es que la pieza que el muerto sostie­ne entre los dedos tiene forma de W.2” (Págs. 49-51)

1. Véase «Irritable skin syndrome», Guardian Weekend, 9 de octubre de 2004, pág. 57.
2. Georges Perec, La vie mode d’emploi, traducción al inglés: Life: A User’s Ma­nual, Collins Harvill, 1988, pág. 497 (trad, cast: La vida: instrucciones de uso, Barce­lona, Anagrama, 1988).

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