Segunda entrega de Amor líquido, en las cuales Bauman trata, a nivel psicológico y afectivo, las naturalezas del amor y del deseo. Por cierto, los epígrafes son míos, pero las negritas son del autor. Algunos párrafos son muy buenos, dedicadles tiempo…
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Sobre la naturaleza del amor
[Los] estándares [del amor] son ahora más bajos: como consecuencia, el conjunto de experiencias definidas con el término «amor» se ha ampliado enormemente. Relaciones de una noche son descriptas por medio de la expresión «hacer el amor».
Esta súbita abundancia y aparente disponibilidad de «experiencias amorosas» llega a alimentar la convicción de que el amor (enamorarse, ejercer el amor) es una destreza que se puede aprender, y que el dominio de esa materia aumenta con el número de experiencias y la asiduidad del ejercicio. Incluso se puede llegar a creer (y con frecuencia se cree) que la capacidad amorosa crece con la experiencia acumulada, que el próximo amor será una experiencia aún más estimulante que la que se disfruta actualmente, aunque no tan emocionante y fascinante como la que vendrá después de la próxima.
Sin embargo, sólo es otra ilusión… La clase de conocimiento que aumenta a medida que la cadena de episodios amorosos se alarga es la del «amor» en tanto serie de intensos, breves e impactantes episodios, atravesados a priori por la conciencia de su fragilidad y brevedad. La clase de destreza que se adquiere es la de «terminar rápidamente y volver a empezar desde el principio», en la que, según Sören Kierkegaard, el Don Giovanni* de Mozart era el virtuoso arquetípico. Pero por estar guiado por la compulsión a intentarlo otra vez, y obsesionado con la idea de impedir que cada intento sucesivo interfiriera con los intentos futuros, Don Giovanni era también el «impotente amoroso» arquetípico. Si el propósito de la infatigable búsqueda y experimentación de Don Giovanni hubiera sido el amor, su propia compulsión a experimentar hubiera descalificado ese propósito. Resulta tentador señalar que el efecto de esa ostensible «adquisición de destreza» está destinado a ser, como en el caso de Don Giovanni, el desaprendizaje del amor, una «incapacidad aprendida» de amar.
Ese resultado -la venganza del amor, por así decirlo, contra los que se atreven a desafiar su naturaleza- era de esperar.
(…)
La naturaleza del amor implica —tal como lo observó Lucano dos milenios atrás y lo repitió Francis Bacon muchos siglos más tarde— ser un rehén del destino.
En el Simposio de Platón, Diótima de Mantinea le señaló a Sócrates, con el asentimiento absoluto de éste, que «el amor no se dirige a lo bello, como crees», «sino a concebir y nacer en lo bello». Amar es desear «concebir y procrear», y por eso el amante «busca y se esfuerza por encontrar la cosa bella en la cual pueda concebir». En otras palabras, el amor no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, completas y terminadas, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas. El amor está muy cercano a la trascendencia; es tan sólo otro nombre del impulso creativo y, por lo tanto, está cargado de riesgos, ya que toda creación ignora siempre cuál será su producto final.
En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro. Eso es lo que hace que el amor parezca un capricho del destino, ese inquietante y misterioso futuro, imposible de prever, de prevenir o conjurar, de apresurar o detener. Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse. Abrirse a ese destino significa, en última instancia, dar libertad al ser: esa libertad que está encarnada en el Otro, el compañero en el amor. Como lo expresa Erich Fromm:
«En el amor individual no se encuentra satisfacción […] sin verdadera humildad, coraje, fe y disciplina»; y luego agrega inmediatamente, con tristeza, que en «una cultura en la que esas cualidades son raras, la conquista de la capacidad de amar será necesariamente un raro logro».1
(…)
Sin humildad y coraje no hay amor. Se requieren ambas cualidades, en cantidades enormes y constantemente renovadas, cada vez que uno entra en un territorio inexplorado y sin mapas, y cuando se produce el amor entre dos o más seres humanos, éstos se internan inevitablemente en un terreno desconocido.
Eros, tal como afirma Levinas, es diferente de la posesión y del poder; no es una batalla ni una fusión, y tampoco es conocimiento.
Eros es «una relación con la alteridad, con el misterio, es decir, con el futuro, con lo que está ausente del mundo que contiene a todo lo que es…». «El pathos del amor consiste en la insuperable dualidad de los seres.» Los intentos de superar esa dualidad, de domesticar lo díscolo y domeñar lo que no tiene freno, de hacer previsible lo incognoscible y de encadenar lo errante son la sentencia de muerte del amor. Eros no sobrevive a la dualidad. En lo que al amor se refiere, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En ese punto radica la maravillosa fragilidad del amor, junto con su endemoniada negativa a soportar esa vulnerabilidad con ligereza. Todo amor se debate por concretarse, pero en el momento del triunfo se topa con su derrota última. Todo amor lucha por sepultar las fuentes de su precariedad e incertidumbre, pero si lo consigue, pronto empieza a marchitarse, y desaparece. Eros está poseído por el espectro de Tánatos, que ningún hechizo mágico puede exorcizar. No es que Eros sea precoz, y ninguna dimensión ni intensidad de educación ni de métodos de autoaprendizaje conseguirán liberarlo de su patológica tendencia suicida.
El desafío, la atracción, la seducción que ejerce el Otro vuelve toda distancia, por reducida y minúscula que sea, intolerablemente grande. La brecha se siente como un precipicio. La fusión o la dominación parecen ser los únicos remedios para el tormento resultante. Y sólo hay una delgadísima frontera, que muy fácilmente puede pasarse por alto, entre una caricia suave y tierna y una mano de hierro que aplasta. Eros no puede ser fiel a sí mismo sin practicar la caricia, pero no puede practicarla sin correr el riesgo del dominio. Eros impulsa a las manos a tocarse, pero las manos que acarician también pueden oprimir y aplastar.
(…)
Mientras está vivo, el amor está siempre al borde de la derrota. Disuelve su pasado a medida que avanza, no deja tras de sí trincheras fortificadas a las que podría replegarse para buscar refugio en casos de necesidad. Y no sabe qué le espera ni qué puede depararle el futuro. Nunca adquiere la confianza suficiente para dispersar las nubes y apaciguar la ansiedad. El amor es un préstamo hipotecario a cuenta de un futuro incierto e inescrutable. (Págs. 19-24)
Sobre el amor a uno mismo
Porque lo que amamos en nuestro amor a uno mismo es la personalidad adecuada para ser amada. Lo que amamos es el estado, o la esperanza, de ser amados. De ser objetos dignos de amor, de ser reconocidos como tales, y de que se nos dé la prueba de ese reconocimiento.
En suma: para sentir amor por uno mismo, necesitamos ser amados. La negación del amor -la privación del estatus de objeto digno de ser amado- nutre el autoaborrecimiento. El amor a uno mismo está edificado sobre el amor que nos ofrecen los demás. Si se emplean sustitutos para construirlo, puede haber una semejanza, por fraudulenta que sea, de ese amor. Los otros deben amarnos primero para que podamos empezar a amarnos a nosotros mismos.
¿Y cómo sabemos que no hemos sido desdeñados o considerados un caso perdido, que el amor está llegando, puede llegar, llegará, que somos dignos de él y por lo tanto tenemos derecho a permitirnos el amour de soi, y a gozar de él? Lo sabemos, creemos saberlo, y cuando nos hablan y nos escuchan confirmamos que nuestra convicción era acertada. Cuando se nos escucha atentamente, con un interés que delata y señala la voluntad de responder, suponemos que somos respetados. Es decir, suponemos que lo que pensamos, hacemos o nos proponemos hacer tiene importancia.
Si otros me respetan, obviamente debe haber «en mí» algo que sólo yo puedo ofrecerle a los otros; y obviamente existen esos otros, sin duda, a quienes les gustará y agradecerán el ofrecimiento. Soy importante, y lo que digo y pienso también es importante. No soy un cero, alguien a quien se puede reemplazar y desechar fácilmente. Yo «hago una diferencia», y no sólo para mí mismo. Lo que digo y lo que soy realmente importa, y no se trata tan sólo de una fantasía mía. Sea cual fuere el mundo que me rodea, ese mundo sería más pobre, menos interesante y menos promisorio si yo súbitamente dejara de existir o me marchara a otra parte.
Si eso es lo que nos convierte en adecuados y dignos objetos del amor a uno mismo, entonces la demanda de «ama al prójimo como a ti mismo» (es decir, suponer que el prójimo desea ser amado por las mismas razones que nos inducen a amarnos a nosotros mismos) implica el deseo del prójimo de que se reconozca, admita y confirme su dignidad, su posesión de un valor único, irreemplazable y no desechable. Esa exigencia nos insta a suponer que el prójimo sin duda representa esos valores, al menos mientras no se pruebe lo contrario. Amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos significaría entonces respetar el carácter único de cada uno, el valor de nuestras diferencias que enriquecen el mundo que todos habitamos y que lo convierten en un lugar más fascinante y placentero, ya que amplían aún más su cornucopia de promesas. (Págs. 108-109)
Naturaleza del deseo. Deseo y muerte
El amor puede ser —y suele ser— tan aterrador como la muerte; sólo que, a diferencia de la muerte, encubre la verdad bajo oleadas de deseo y entusiasmo. Es sensato equiparar la diferencia entre el amor y la muerte a la que existe entre la atracción y la repulsión. Si lo pensamos dos veces, sin embargo, ya no podemos estar tan seguros. Las promesas del amor son, generalmente, menos ambiguas que sus ofrendas. De ese modo, la tentación de enamorarse es avasallante y poderosa, pero también lo es la atracción que ejerce la huida. Y el señuelo que nos induce a buscar una rosa sin espinas está siempre presente y resulta difícil de resistir.
Deseo y amor. Hermanos. A veces, mellizos, pero nunca gemelos idénticos.
El deseo es el anhelo de consumir. De absorber, devorar, ingerir y digerir, de aniquilar. El deseo no necesita otro estímulo más que la presencia de alteridad. Esa presencia es siempre una afrenta y una humillación. El deseo es el impulso a vengar la afrenta y disipar la humillación. Es la compulsión de cerrar la brecha con la alteridad que atrae y repele, que seduce con la promesa de lo inexplorado e irrita con su evasiva y obstinada otredad. El deseo es el impulso a despojar la alteridad de su otredad, y por lo tanto, de su poder. A partir de ser explorada, familiarizada y domesticada, la alteridad debe emerger despojada del aguijón de la tentación, sin ningún acicate. Es decir, si es que sobrevive a tal tratamiento. Sin embargo, lo más posible es que, en el curso del proceso, sus restos no digeridos hayan pasado del terreno de lo consumible al de los desechos.
Lo que se puede consumir atrae, los desechos repelen. Después del deseo llega el momento de disponer de los desechos. Según parece, la eliminación de lo ajeno de la alteridad y el acto de deshacerse del seco caparazón se cristalizan en el júbilo de la satisfacción, condenado a desaparecer una vez que la tarea se ha realizado. En esencia, el deseo es un impulso de destrucción. Y, aunque oblicuamente, también un impulso de auto-destrucción; el deseo está contaminado desde su nacimiento por el deseo de muerte. Sin embargo, éste es su secreto mejor guardado y, sobre todo, guardado de sí mismo.
Por otra parte, el amor es el anhelo de querer y preservar el objeto querido. Un impulso centrífugo, a diferencia del centrípeto deseo. Un impulso a la expansión, a ir más allá, a extenderse hacia lo que está «allá afuera». A ingerir, absorber y asimilar al sujeto en el objeto, y no a la inversa como en el caso del deseo. El deseo es ampliar el mundo: cada adición es la huella viva del yo amante; en el amor el yo es gradualmente transplantado al mundo. El yo amante se expande entregándose al objeto amado. El amor es la supervivencia del yo a través de la alteridad del yo. Y por eso, el amor implica el impulso de proteger, de nutrir, de dar refugio, y también de acariciar y mimar, o de proteger celosamente, cercar, encarcelar. Amar significa estar al servicio, estar a disposición, esperando órdenes, pero también puede significar la expropiación y confiscación de toda responsabilidad. Dominio a través de la entrega, sacrificio que paga con engrandecimiento. El amor y el ansia de poder son gemelos siameses: ninguno de los dos podría sobrevivir a la separación.
Si el deseo ansia consumir, el amor ansia poseer. En cuanto la satisfacción del deseo es colindante con la aniquilación de su objeto, el amor crece con sus adquisiciones y se satisface con su durabilidad. Si el deseo es autodestructivo, el amor se autoperpetúa.
Como el deseo, el amor es una amenaza contra su objeto. El deseo destruye su objeto, destruyéndose a sí mismo en el proceso; la misma red protectora que el amor urde amorosamente alrededor de su objeto, lo esclaviza. El amor hace prisionero y pone en custodia al cautivo: arresta para proteger al propio prisionero.
El deseo y el amor tienen propósitos opuestos. El amor es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red. Fiel a su naturaleza, el amor luchará por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, escapará de los grilletes del amor.
«Las miradas se encuentran a través de una habitación atestada; se enciende la chispa de la atracción. Conversan, bailan, se ríen, comparten un trago o una broma y, antes de darse cuenta, uno de los dos dice: ‘¿Tu casa o la mía?’. Ninguno de los dos está en busca de una relación seria, pero de alguna manera una noche puede convertirse en una semana, después en un mes, en un año o más tiempo», señala Catherine Jarvie.
Ese imprevisible resultado del fogonazo del deseo y de una sola noche para sofocarlo es, según Jarvie, «un punto intermedio entre la libertad de los encuentros ocasionales y la seriedad de una relación importante» (aunque la «seriedad», tal como la propia Jarvie recuerda a sus lectores, no sirve para proteger a una «relación importante» ni impide que ésta termine en «dificultades y amarguras» cuando un miembro de la pareja «sigue comprometido con la relación mientras el otro ansia buscar nuevos campos de pastoreo»). Los puntos intermedios -como todos los otros acuerdos «hasta nuevo aviso» dentro de un entorno fluido en el que comprometerse con el futuro es tan imposible como ofensivo- no son necesariamente malos (según la opinión de Jarvie y la doctora Valerie Lamont, una psicóloga colegiada a quien cita en su nota), pero cuando «se comprometa, aun a medias», «recuerde que le está cerrando la puerta a otras posibilidades románticas» (es decir, renunciando al derecho de «buscar nuevos campos de pastoreo», al menos hasta que su pareja reclame primero ese derecho).
Una observación aguda, un cálculo sensato: usted se encuentra ante una elección. Elige el amor o elige el deseo.
Más observaciones agudas: sus miradas se cruzan a través de la habitación y antes de darse cuenta… El deseo de compartir la cama brota de la nada, y no necesita golpear muchas veces a la puerta para que lo dejen entrar. Aunque no es una característica común de nuestro mundo obsesionado por la seguridad, esas puertas tienen pocos cerrojos, o ninguno. Nada de circuito cerrado de televisión para estudiar detalladamente a los intrusos y distinguir a los perversos merodeadores de los visitantes de buena fe. Simplemente, comprobar la compatibilidad de los signos del zodíaco (como ocurre en los comerciales de una marca de teléfonos móviles) será suficiente.
Tal vez decir «deseo» sea demasiado. Como en los shoppings: los compradores de hoy no compran para satisfacer su deseo, como lo ha expresado Harvey Ferguson, sino que compran por ganas. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo según los parámetros de una cultura que aborrece la procrastinación y promueve en cambio la «satisfacción instantánea») sembrar, cultivar y alimentar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. A medida que el «largo plazo» se hace cada vez más corto, la velocidad con que madura el deseo, no obstante, se resiste con terquedad a la aceleración; el tiempo necesario para recoger los beneficios de la inversión realizada en el cultivo del deseo parece cada vez más largo, irritante e insoportablemente largo.
A los gerentes de los shoppings, los accionistas no les han dado ese tiempo, pero tampoco quieren dejar que la decisión de compra sea determinada por motivos que surgen y maduran arbitrariamente, ni abandonar su cultivo en las manos inexpertas y poco confiables de los compradores. Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben surgir de inmediato, mientras caminan por el centro de compras. Y también deben morir de inmediato (gracias a un suicidio asistido, en la mayoría de los casos), una vez que han cumplido su cometido. Su expectativa de vida se reduce al tiempo que le lleva a los compradores recorrer el shopping desde la entrada hasta la salida.
En nuestros días, los centros de compras suelen ser diseñados teniendo en cuenta la rápida aparición y la veloz extinción de las ganas, y no considerando el engorroso y lento cultivo y maduración del deseo. El único deseo que debe emanar de una visita al centro de compras es el de repetir, una y otra vez, el jubiloso momento en que uno «se deja llevar» y permite que su propio anhelo dirija la escena sin ningún libreto prefijado. La breve expectativa de vida de las ganas es una de sus mayores ventajas, que le confiere superioridad sobre los deseos. Rendirse a las propias ganas, en vez de seguir un deseo, es algo momentáneo, que infunde la esperanza de que no habrá consecuencias duraderas que puedan impedir otros momentos semejantes de jubiloso éxtasis. En el caso de las parejas, y especialmente de las parejas sexuales, satisfacer las ganas en vez de un deseo implica dejar la puerta abierta «a otras posibilidades románticas» que, tal como sugiere la doctora Lamont y reflexiona Catherine Jarvie, pueden ser «más satisfactorias y plenas».
Como los actos nacidos de las ganas ya han sido profundamente implantados por los enormes poderes del mercado de consumo, seguir un deseo parece conducirnos, de manera incómoda, lenta y perturbadora, hacia el compromiso amoroso.
En su versión ortodoxa, el deseo necesita atención y preparativos, ya que involucra largos cuidados, complejas negociaciones sin resolución definitiva, algunas elecciones difíciles y algunos compromisos penosos, pero peor aún, implica también una demora de la satisfacción, que es sin duda el sacrificio más aborrecido en nuestro mundo entregado a la velocidad y la aceleración. En su radicalizada, reducida y sobre todo compacta encarnación en las ganas, el deseo ha perdido casi todos esos atributos desalentadores, concentrándose más exclusivamente en el objetivo. Como lo expresaban las publicidades que anunciaban la novedad de las tarjetas de crédito, ahora es posible concretar «el deseo sin demora».
Cuando la relación está inspirada por las ganas («las miradas se encuentran a través de una habitación atestada»), sigue la pauta del consumo y sólo requiere la destreza de un consumidor promedio, moderadamente experimentado. Al igual que otros productos, la relación es para consumo inmediato (no requiere una preparación adicional ni prolongada) y para uso único, «sin perjuicios». Primordial y fundamentalmente, es descartable.
Si resultan defectuosos o no son «plenamente satisfactorios», los productos pueden cambiarse por otros, que se suponen más satisfactorios, aun cuando no se haya ofrecido un servicio de posventa y la transacción no haya incluido la garantía de devolución del dinero. Pero aun en el caso de que el producto cumpla con lo prometido, ningún producto es de uso extendido: después de todo, autos, computadoras o teléfonos celulares perfectamente usables y que funcionan relativamente bien van a engrosar la pila de desechos con pocos o ningún escrúpulo en el momento en que sus «versiones nuevas y mejoradas» aparecen en el mercado y se convierten en comidilla de todo el mundo. ¿Acaso hay una razón para que las relaciones de pareja sean una excepción a la regla?
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Parece que el dilema no tiene solución. Y peor aún, parece plantearnos una paradoja absolutamente injusta: la relación no sólo no cumple en satisfacer una necesidad, tal como se esperaba de ella, sino que además convierte esa necesidad en algo aún más irritante y enloquecedor. Usted buscó esa relación con la esperanza de mitigar la inseguridad que lo acosaba en soledad, pero la terapia sólo ha servido para agudizar los síntomas, y tal vez ahora usted se siente menos seguro que antes, aun cuando la «nueva y agravada» inseguridad emana de otra parte. Si usted pensaba que los intereses de su inversión en la compañía serían pagados con la moneda de la seguridad, evidentemente ha actuado sobre la base de presupuestos equivocados.
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Con la posible excepción de una causa común contra un tercero, no hay nada que promueva tanto una relación cómoda como la mutua adulación». Otra perversión consiste en «querer cambiar a la gente. Tenemos opiniones definidas acerca de cómo hacer las cosas y de cómo deberían ser los otros. Estas opiniones carecen de comprensión, porque cuanto más definitivas son las opiniones, tanto más necesario es que no nos distraigamos comprendiendo demasiado a los que queremos cambiar».
El problema es que ambas perversiones suelen ser hijas del amor. La primera perversión puede ser resultado de mi deseo de comodidad y paz, tal como sugiere Lögstrup. Pero también puede ser —y suele ser así- producto de mi amoroso respeto por el otro: te amo, y por eso te dejo ser como eres y como quieres ser, por más que dude de la sabiduría de tu elección. A pesar del daño que tu obstinación pueda causarte, no me atrevo a contradecirte, para que no te veas obligado a elegir entre tu libertad y mi amor. Puedes contar con mi aprobación, pase lo que pase… Y como el amor sólo puede ser posesivo, mi generosidad amorosa está asistida por la esperanza: este cheque en blanco es un don de mi amor, un don precioso que no se encuentra en otra parte. Mi amor es ese tranquilo refugio que buscabas y que necesitabas aunque no lo buscaras. Ahora puedes descansar y dejar de buscar…
Es la posesividad del amor en acción, pero una clase de posesividad que se manifiesta en la contención y el autodominio.
La segunda perversión es la de la posesividad del amor dejada en libertad sin ninguna restricción. El amor es una de las respuestas paliativas a la bendición/maldición de la individualidad humana (…).
A veces resulta difícil distinguir la adoración del amado de la adoración a uno mismo; se puede atisbar el rastro de un ego expansivo pero inseguro, desesperado por confirmar sus inciertos méritos por medio de su reflejo en el espejo o, mejor aún, de un adulador retrato, laboriosamente retocado. ¿No es cierto, acaso, que algo de mi valor único se le ha contagiado a la persona que yo (repito: que yo mismo, ejerciendo mi soberana voluntad y capacidad) he elegido -la que he elegido entre la multitud de personas comunes y corrientes para que sea mi —y sólo mi- compañera? En el deslumbrante brillo de la elegida, mi propia incandescencia encuentra su reflejo centelleante. Eso aumenta mi gloria, la confirma y la respalda, transmite la noticia y la prueba de mi gloria a cualquier parte donde vaya.
¿Pero puedo estar seguro? Lo estaría, si no fuera por las dudas que hacen sonar sus grilletes en el oscuro calabozo de lo no-pensado, donde las encerré con la vana esperanza de no volver a oír jamás de ellas. Reparos, recelos, la aprensión de que la virtud pueda ser defectuosa y la gloria pura fantasía… de que la distancia entre yo tal como soy y el yo verdadero que pugna por salir, pero que aún no lo ha logrado todavía, debe ser franqueada, y eso es algo muy difícil.
Mi amada podría ser una tela donde pintar mi perfección en toda su magnificencia y esplendor, ¿pero no aparecerán también manchas y borrones? Para limpiarlos, o para ocultarlos en caso de que estén muy adheridos y sea imposible eliminarlos, hay que limpiar y preparar el lienzo antes de empezar a pintar, y luego estar muy atento para asegurarse de que los rastros de la antigua imperfección no emergerán de su escondite bajo sucesivas capas de pintura. Cada momento de descanso tiene un precio, hay que restaurar y repintar sin descanso… (Págs. 24-35)
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* Sobre el mito de Don Juan ya se ha hablado anteriormente al hablar sobre El mito del andrógino.
1 Erich Fromm, The Art of Loving (1957), Londres, Thorsons, 1995, p. VII [trad. esp.: El arte de amar, Buenos Aires, Paidós, 1999]. 2 Emmanuel Levinas, Le Temps et l’autre, París, Presses Universitaires de France, 1991, pp. 81 y 78 [trad. esp.: El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993].3 Guardian Weekend, 12 de enero de 2002.