Cabalgando al Tigre

lunes, 30 julio, 2007

Amor líquido (III): acerca del sexo

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 8:57 am

sexo-transistorizado.jpg

Tercera hidrólisis del Amor líquido. Como en la anterior entrega, los epígrafes son míos, pero las negritas son del autor.

———————————-

Sexo con desconocidos

Anticipándose al esquema que habría de prevalecer en nuestros tiempos, Erich Fromm intentó explicar la atracción por el «sexo en sí mismo» (el sexo «por derecho propio», la práctica del sexo sepa­rada de sus funciones ortodoxas), caracterizándolo como una res­puesta (equívoca) al siempre humano «anhelo de fusión completa» a través de una «ilusión de unión».1

Unión, ya que eso es exactamente lo que hombres y mujeres bus­can denodadamente en su intento por escapar de la soledad que sienten o temen sentir. Ilusión, ya que la unión alcanzada durante el breve instante del orgasmo «deja a los desconocidos tan alejados como lo estaban antes» de modo tal que «sienten su extrañamiento aún más profundamente que antes». Al cumplir ese rol, el orgasmo sexual «cumple una función no demasiado diferente del alcoholis­mo o la adicción a las drogas». Como ellos, es intenso, pero «tran­sitorio y periódico».2

La unión es ilusoria y la experiencia está condenada finalmente a la frustración, dice Fromm, porque esa unión está separada del amor (separada, permítanme explicarlo, de una relación de tipo fürsein, de una relación que se pretende como un compromiso in­definido y duradero con respecto al bienestar del otro). Según esta visión de Fromm, el sexo sólo puede ser un instrumento de fusión genuina -y no una impresión efímera, artera y en definitiva autodestructiva de fusión— en conjunción con el amor. Toda capacidad generadora de unión que el sexo pueda tener se desprende de su conjunción con el amor.

Desde la época en que Fromm escribió sus textos, el sexo se ha ais­lado progresivamente de los otros aspectos de la vida como nunca antes.

Hoy el sexo es el epítome mismo, y quizás el arquetipo secreto y si­lencioso, de la «relación pura» (sin lugar a duda un oxímoron, ya que las relaciones humanas tienden a llenar, contaminar y modificar hasta el último rincón, por remoto que sea, de la Lebenwelt, y por lo tanto no son precisamente «puras») que, como sugiere Anthony Giddens, se ha convertido en el modelo predominante, en la meta ideal de las relaciones humanas. Actualmente se espera que el sexo sea autosuficiente y autónomo, que se «sostenga sobre sus propios pies», y es sólo valuable en razón de la gratificación que aporta por sí mismo (si bien por lo general no alcanza a colmar las expectati­vas de satisfacción que nos prometen los medios). No es raro, en­tonces, que su capacidad para generar frustración y para exacerbar esa misma sensación de extrañamiento que supuestamente debía sanar haya crecido enormemente. La victoria del sexo en la gran guerra de la independencia ha sido, a lo sumo, una victoria pírrica. La pócima maravillosa parece estar produciendo dolores y sufri­mientos no menos numerosos y probablemente más agudos que aquellos que prometía remediar.

La orfandad y el desconsuelo fueron celebrados brevemente en cuanto liberación definitiva del sexo de la prisión en que la socie­dad patriarcal, puritana, aguafiestas, pacata, hipócrita y rígida­mente victoriana lo habían encerrado.

Por fin había una relación pura de toda pureza, un encuentro que no servía a otro propósito que el del placer y el goce. Un sueño de felicidad sin ataduras, una felicidad sin temor a efectos secundarios y alegremente despreocupada de sus consecuencias, una felicidad de tipo «si no está completamente satisfecho, devuelva el producto y su dinero le será reembolsado»: la encarnación misma de la liber­tad, tal como lo han definido la sabiduría popular y las prácticas de la sociedad de consumo.

Está bien, y quizás sea incluso excitante y maravilloso, que el se­xo se haya liberado hasta tal punto. El problema es cómo sostener­lo en su lugar una vez que hemos arrojado el contrapeso por la borda, cómo hacer que no se desmadre cuando ya no existen mar­cos disponibles. Volar liviano produce alegría, volar a la deriva es angustiante. El cambio es embriagador, la volatilidad es preocu­pante. ¿La insoportable levedad del sexo?

Volkmar Sigusch practica la psicología: atiende a diario a vícti­mas del «sexo puro». Lleva un registro de sus quejas, y la lista de heridos que acuden en busca de la ayuda de expertos no deja de cre­cer. El resumen de sus hallazgos es sobrio y sombrío.

Todas las formas de relaciones íntimas en boga llevan la misma másca­ra de falsa felicidad que en otro tiempo llevó el amor marital y luego el amor libre… A medida que nos acercamos para observar y retiramos la máscara, nos encontramos con anhelos insatisfechos, nervios destroza­dos, amores desengañados, heridas, miedos, soledad, hipocresía, egoís­mo y repetición compulsiva… El rendimiento ha reemplazado al éxta­sis, lo físico está de moda, lo metafísico no… Abstinencia, monogamia y promiscuidad están alejadas por igual de la libre vida de la sensuali­dad que ninguno de nosotros conoce. 3

Las consideraciones técnicas no se llevan bien con las emociones. Preocuparse por el rendimiento no deja ni lugar ni tiempo para el éxtasis. El camino de lo físico no conduce hacia la metafísica. El poder seductor del sexo solía emanar de la emoción, el éxtasis y la metafísica, tal y como lo haría hoy, pero el misterio ha desa­parecido y, por lo tanto, los anhelos sólo pueden quedar insatis­fechos…

Cuando el sexo significa un evento fisiológico del cuerpo y la «sensualidad» no evoca más que una sensación corporal placentera, el sexo no se libera de sus cargas supernumerarias, superfluas, inú­tiles y agobiantes. Muy por el contrario, se sobrecarga. Se desborda sin ninguna expectativa que no sea la de simplemente cumplir.

Las íntimas conexiones del sexo con el amor, la seguridad, la permanencia, la inmortalidad gracias a la continuación del linaje, no eran al fin y al cabo tan inútiles y restrictivas como se creía, se sentía y se alegaba. Esas viejas y supuestamente anticuadas compañeras del sexo eran quizás sus apoyos necesarios (necesarios no en cuanto a la perfección técnica del rendimiento, sino por su potencial de gratificación). Quizás las contradicciones que la sexualidad entraña endémicamente no sean más fáciles de resolver (mitigar, diluir, neutralizar) en ausencia de sus «ataduras». Quizás esas ataduras no eran pruebas del malentendido o el fracaso cultural, sino logros del ingenio cultural. (Pág. 67-70)

Swingers

Los parisinos son famosos justamente por esto, por esforzarse más que nadie y con recursos más ingeniosos. En París, el échangisme (un novedoso término y, dada la nueva igualdad entre los sexos, más políticamente correcto para denominar el concepto bastante más viejo y con cierto resabio patriarcal de «intercambio de espo­sas») parece haberse puesto de moda, convirtiéndose en el juego en boga y en tema favorito de conversación de todos.

Les échangistes matan dos pájaros de un tiro. Para empezar, aflo­jan un poco el cepo del compromiso marital gracias a un acuerdo que hace de las consecuencias algo menos relevante y, por lo tanto, de la incertidumbre generada por su oscuridad endémica, algo me­nos temible. En segundo lugar, hallan cómplices confiables en sus esfuerzos por esquivar las acechantes y, por lo tanto, potencialmente molestas consecuencias de un encuentro sexual, ya que todos los interesados, habiendo participado del evento, unen sus esfuerzos por evitar que el episodio se desborde de su marco.

Como estrategia para luchar contra el espectro de la incertidum­bre que todo episodio sexual entraña, el échagisme ostenta una ven­taja distintiva por sobre las «camas de una noche» y otros encuen­tros ocasionales y de corta vida por el estilo. Aquí, la protección contra las consecuencias indeseables es responsabilidad y preocupa­ción de otra persona, y en el peor de los casos no es una empresa solitaria, sino una tarea compartida con aliados poderosos y com­prometidos. La ventaja del échangisme por sobre el simple «adulte­rio extramatrimonial» es notoriamente ostensible. Ninguno de los échangistes es traicionado, los intereses de nadie se ven amenazados, y según el modelo ideal de «comunicación no distorsionada» de Habermas, todos son participantes. El ménàge à quatre (o six, huit, etc., cuantos más sean mejor) está a salvo de todas las pestes y defi­ciencias que, como sabemos, son la ruina del ménage à trois.

Tal como podría esperarse cuando una empresa se propone ahu­yentar el fantasma de la inseguridad, el échangisme busca el amparo de las instituciones contractuales y el apoyo de la ley. Uno se con­vierte en échangiste uniéndose a un club, firmando un formulario, prometiendo obedecer las reglas (con la esperanza de que todos los demás hayan hecho lo mismo) y obteniendo un carné de membresía que franquea la entrada y asegura que quienes están adentro son jugadores y juego a la vez. Como probablemente todos los que se encuentran en el interior están al tanto del objetivo de ese club y de sus reglas, y se han comprometido a seguirlas, toda discusión o uso de la fuerza, toda búsqueda de consentimiento, los azares de la seducción y demás torpezas y precariedades preliminares de resul­tado incierto se vuelven redundantes.

O así lo parece, por lo menos durante un tiempo. Las conven­ciones del échangisme, como lo prometían en una época las tarjetas de crédito, pueden facilitar el deseo sin demora. Al igual que las más recientes innovaciones tecnológicas, acortan la distancia entre las ganas y su satisfacción, y aceleran y facilitan el pasaje de una a otra. Pueden también impedir que uno de los miembros reclame beneficios que excedan los de un encuentro episódico.

¿Pueden sin embargo defender al homo sexualis de sí mismo? Los anhelos insatisfechos, las frustraciones amorosas, el temor a la sole­dad y a ser herido, la hipocresía y la culpa, ¿pueden dejarse atrás después de haber visitado este club? ¿Pueden encontrarse allí inti­midad, alegría, ternura, afecto y amor propio? Bueno, uno de los miembros podría decir y de buena fe: «esto es sexo, estúpido, aquí nada de todo eso importa». Pero si él o ella tienen razón, ¿acaso el sexo importa? O más bien, y citando a Sigusch, si la esencia de la actividad sexual es producir placer instantáneo, «entonces, ya no es importante lo que se hace, sino simplemente que suceda».

(…)

La indefinición, incompletud y revocabilidad de la identidad se­xual (así como de todos los otros aspectos de la identidad en un moderno entorno líquido) son a la vez el veneno y su antídoto combinados en una superpoderosa droga antitranquilizante.

La conciencia de esta ambivalencia es enervante y entraña ansiedades sin límite: es la madre de una incertidumbre que sólo puede ser apa­ciguada temporalmente pero nunca extinguida por completo. Toda condición elegida/alcanzada se ve corroída por dudas acerca de su pertinencia o sensatez. Pero a la vez protege contra la humillación de la mediocridad y el fracaso. Si la felicidad prevista no llega a materia­lizarse, siempre está la posibilidad de echarle la culpa a una elección equivocada antes que a nuestra incapacidad para vivir a la altura de las oportunidades que se nos ofrecen. Siempre está la posibilidad de salirse del camino antes escogido para alcanzar la dicha y volver a empezar, incluso desde cero, si el pronóstico nos parece favorable.

El efecto combinado de veneno y antídoto mantiene al homo sexualis en perpetuo movimiento, empujándolo («este tipo de sexuali­dad no logró llevarme al clímax de la experiencia que supuestamente debía alcanzar») y tirando de él («he oído hablar de otros tipos de se­xualidad, y están al alcance de la mano; sólo es cuestión de decidirse y tener ganas»).

El homo sexualis no es un estado y menos aún un estado perma­nente e inmutable, sino un proceso, minado de ensayos y errores, de azarosos viajes de descubrimiento y hallazgos ocasionales, salpicado de incontables traspiés, de duelos por las oportunidades desperdicia­das y de la alegría anticipada de los suculentos platos por venir.

(…)

Cuando la calidad nos defrauda, buscamos la salvación en la can­tidad. Cuando la duración no funciona, puede redimirnos la ra­pidez del cambio. (Págs. 76-80)

——————————–

1 Erich Fromm, The Art of Loving (1957), Londres, Thorsons, 1995 [trad. esp.: El arte de amar, Buenos Aires, Paidós, 2000].

2 Ibid.,pp. 41-43; 9-11.

3 Volkmar Sigusch, “The neosexual revolution”, en Archives of Sexual Behavior,4, 1989.

martes, 24 julio, 2007

Amor líquido (II): sobre el amor y el deseo

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 9:28 am

baumanzygmunt1.jpg

Segunda entrega de Amor líquido, en las cuales Bauman trata, a nivel psicológico y afectivo, las naturalezas del amor y del deseo. Por cierto, los epígrafes son míos, pero las negritas son del autor. Algunos párrafos son muy buenos, dedicadles tiempo…

———————————-

Sobre la naturaleza del amor

[Los] estándares [del amor] son ahora más ba­jos: como consecuencia, el conjunto de experiencias definidas con el término «amor» se ha ampliado enormemente. Relaciones de una noche son descriptas por medio de la expresión «hacer el amor».

Esta súbita abundancia y aparente disponibilidad de «experien­cias amorosas» llega a alimentar la convicción de que el amor (ena­morarse, ejercer el amor) es una destreza que se puede aprender, y que el dominio de esa materia aumenta con el número de expe­riencias y la asiduidad del ejercicio. Incluso se puede llegar a creer (y con frecuencia se cree) que la capacidad amorosa crece con la ex­periencia acumulada, que el próximo amor será una experiencia aún más estimulante que la que se disfruta actualmente, aunque no tan emocionante y fascinante como la que vendrá después de la próxima.

Sin embargo, sólo es otra ilusión… La clase de conocimiento que aumenta a medida que la cadena de episodios amorosos se alarga es la del «amor» en tanto serie de intensos, breves e impac­tantes episodios, atravesados a priori por la conciencia de su fragili­dad y brevedad. La clase de destreza que se adquiere es la de «ter­minar rápidamente y volver a empezar desde el principio», en la que, según Sören Kierkegaard, el Don Giovanni* de Mozart era el virtuoso arquetípico. Pero por estar guiado por la compulsión a in­tentarlo otra vez, y obsesionado con la idea de impedir que cada intento sucesivo interfiriera con los intentos futuros, Don Giovan­ni era también el «impotente amoroso» arquetípico. Si el propósito de la infatigable búsqueda y experimentación de Don Giovanni hubiera sido el amor, su propia compulsión a experimentar hubiera descalificado ese propósito. Resulta tentador señalar que el efecto de esa ostensible «adquisición de destreza» está destinado a ser, co­mo en el caso de Don Giovanni, el desaprendizaje del amor, una «incapacidad aprendida» de amar.

Ese resultado -la venganza del amor, por así decirlo, contra los que se atreven a desafiar su naturaleza- era de esperar.

(…)

La naturaleza del amor implica tal como lo observó Lucano dos milenios atrás y lo repitió Francis Bacon muchos siglos más tar­de— ser un rehén del destino.

En el Simposio de Platón, Diótima de Mantinea le señaló a Sócra­tes, con el asentimiento absoluto de éste, que «el amor no se dirige a lo bello, como crees», «sino a concebir y nacer en lo bello». Amar es desear «concebir y procrear», y por eso el amante «busca y se es­fuerza por encontrar la cosa bella en la cual pueda concebir». En otras palabras, el amor no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, completas y terminadas, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas. El amor está muy cercano a la trascendencia; es tan sólo otro nombre del impulso creativo y, por lo tanto, está cargado de riesgos, ya que toda creación ignora siem­pre cuál será su producto final.

En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro. Eso es lo que hace que el amor parezca un capricho del destino, ese inquietante y miste­rioso futuro, imposible de prever, de prevenir o conjurar, de apre­surar o detener. Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse. Abrirse a ese destino significa, en última ins­tancia, dar libertad al ser: esa libertad que está encarnada en el Otro, el compañero en el amor. Como lo expresa Erich Fromm:

«En el amor individual no se encuentra satisfacción […] sin verda­dera humildad, coraje, fe y disciplina»; y luego agrega inmediata­mente, con tristeza, que en «una cultura en la que esas cualidades son raras, la conquista de la capacidad de amar será necesariamente un raro logro».1

(…)

Sin humildad y coraje no hay amor. Se requieren ambas cualida­des, en cantidades enormes y constantemente renovadas, cada vez que uno entra en un territorio inexplorado y sin mapas, y cuando se produce el amor entre dos o más seres humanos, éstos se internan inevitablemente en un terreno desconocido.

Eros, tal como afirma Levinas, es diferente de la posesión y del poder; no es una batalla ni una fusión, y tampoco es conocimiento.

Eros es «una relación con la alteridad, con el misterio, es decir, con el futuro, con lo que está ausente del mundo que contiene a todo lo que es…». «El pathos del amor consiste en la insuperable duali­dad de los seres.» Los intentos de superar esa dualidad, de domesti­car lo díscolo y domeñar lo que no tiene freno, de hacer previsible lo incognoscible y de encadenar lo errante son la sentencia de muerte del amor. Eros no sobrevive a la dualidad. En lo que al amor se refiere, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.

En ese punto radica la maravillosa fragilidad del amor, junto con su endemoniada negativa a soportar esa vulnerabilidad con ligereza. Todo amor se debate por concretarse, pero en el momento del triunfo se topa con su derrota última. Todo amor lucha por sepultar las fuentes de su precariedad e incertidumbre, pero si lo consigue, pronto empieza a marchitarse, y desaparece. Eros está poseído por el espectro de Tánatos, que ningún hechizo mágico puede exorcizar. No es que Eros sea precoz, y ninguna dimensión ni intensidad de educación ni de métodos de autoaprendizaje conseguirán liberarlo de su patológica tendencia suicida.

El desafío, la atracción, la seducción que ejerce el Otro vuelve toda distancia, por reducida y minúscula que sea, intolerablemente grande. La brecha se siente como un precipicio. La fusión o la do­minación parecen ser los únicos remedios para el tormento resul­tante. Y sólo hay una delgadísima frontera, que muy fácilmente puede pasarse por alto, entre una caricia suave y tierna y una mano de hierro que aplasta. Eros no puede ser fiel a sí mismo sin practi­car la caricia, pero no puede practicarla sin correr el riesgo del do­minio. Eros impulsa a las manos a tocarse, pero las manos que aca­rician también pueden oprimir y aplastar.

(…)

Mientras está vivo, el amor está siempre al borde de la derrota. Di­suelve su pasado a medida que avanza, no deja tras de sí trincheras fortificadas a las que podría replegarse para buscar refugio en casos de necesidad. Y no sabe qué le espera ni qué puede depararle el fu­turo. Nunca adquiere la confianza suficiente para dispersar las nu­bes y apaciguar la ansiedad. El amor es un préstamo hipotecario a cuenta de un futuro incierto e inescrutable. (Págs. 19-24)

Sobre el amor a uno mismo

Porque lo que amamos en nuestro amor a uno mismo es la per­sonalidad adecuada para ser amada. Lo que amamos es el estado, o la esperanza, de ser amados. De ser objetos dignos de amor, de ser reconocidos como tales, y de que se nos dé la prueba de ese reconoci­miento.

En suma: para sentir amor por uno mismo, necesitamos ser amados. La negación del amor -la privación del estatus de objeto digno de ser amado- nutre el autoaborrecimiento. El amor a uno mismo está edificado sobre el amor que nos ofrecen los demás. Si se emplean sustitutos para construirlo, puede haber una semejanza, por fraudulenta que sea, de ese amor. Los otros deben amarnos pri­mero para que podamos empezar a amarnos a nosotros mismos.

¿Y cómo sabemos que no hemos sido desdeñados o considera­dos un caso perdido, que el amor está llegando, puede llegar, llegará, que somos dignos de él y por lo tanto tenemos derecho a per­mitirnos el amour de soi, y a gozar de él? Lo sabemos, creemos sa­berlo, y cuando nos hablan y nos escuchan confirmamos que nues­tra convicción era acertada. Cuando se nos escucha atentamente, con un interés que delata y señala la voluntad de responder, supo­nemos que somos respetados. Es decir, suponemos que lo que pen­samos, hacemos o nos proponemos hacer tiene importancia.

Si otros me respetan, obviamente debe haber «en mí» algo que sólo yo puedo ofrecerle a los otros; y obviamente existen esos otros, sin duda, a quienes les gustará y agradecerán el ofrecimiento. Soy importante, y lo que digo y pienso también es importante. No soy un cero, alguien a quien se puede reemplazar y desechar fácilmente. Yo «hago una diferencia», y no sólo para mí mismo. Lo que digo y lo que soy realmente importa, y no se trata tan sólo de una fantasía mía. Sea cual fuere el mundo que me rodea, ese mundo sería más pobre, menos interesante y menos promisorio si yo súbitamente dejara de existir o me marchara a otra parte.

Si eso es lo que nos convierte en adecuados y dignos objetos del amor a uno mismo, entonces la demanda de «ama al prójimo co­mo a ti mismo» (es decir, suponer que el prójimo desea ser amado por las mismas razones que nos inducen a amarnos a nosotros mismos) implica el deseo del prójimo de que se reconozca, admita y confirme su dignidad, su posesión de un valor único, irreempla­zable y no desechable. Esa exigencia nos insta a suponer que el prójimo sin duda representa esos valores, al menos mientras no se pruebe lo contrario. Amar al prójimo como nos amamos a noso­tros mismos significaría entonces respetar el carácter único de cada uno, el valor de nuestras diferencias que enriquecen el mundo que todos habitamos y que lo convierten en un lugar más fascinante y placentero, ya que amplían aún más su cornucopia de promesas. (Págs. 108-109)

Naturaleza del deseo. Deseo y muerte

El amor puede ser —y suele ser— tan aterrador como la muerte; sólo que, a diferencia de la muerte, encubre la verdad bajo oleadas de deseo y entusiasmo. Es sensato equiparar la diferencia entre el amor y la muerte a la que existe entre la atracción y la repulsión. Si lo pensamos dos veces, sin embargo, ya no podemos estar tan segu­ros. Las promesas del amor son, generalmente, menos ambiguas que sus ofrendas. De ese modo, la tentación de enamorarse es ava­sallante y poderosa, pero también lo es la atracción que ejerce la huida. Y el señuelo que nos induce a buscar una rosa sin espinas está siempre presente y resulta difícil de resistir.

Deseo y amor. Hermanos. A veces, mellizos, pero nunca gemelos idénticos.

El deseo es el anhelo de consumir. De absorber, devorar, ingerir y digerir, de aniquilar. El deseo no necesita otro estímulo más que la presencia de alteridad. Esa presencia es siempre una afrenta y una humillación. El deseo es el impulso a vengar la afrenta y disi­par la humillación. Es la compulsión de cerrar la brecha con la al­teridad que atrae y repele, que seduce con la promesa de lo inex­plorado e irrita con su evasiva y obstinada otredad. El deseo es el impulso a despojar la alteridad de su otredad, y por lo tanto, de su poder. A partir de ser explorada, familiarizada y domesticada, la alteridad debe emerger despojada del aguijón de la tentación, sin ningún acicate. Es decir, si es que sobrevive a tal tratamiento. Sin embargo, lo más posible es que, en el curso del proceso, sus restos no digeridos hayan pasado del terreno de lo consumible al de los desechos.

Lo que se puede consumir atrae, los desechos repelen. Después del deseo llega el momento de disponer de los desechos. Según pa­rece, la eliminación de lo ajeno de la alteridad y el acto de desha­cerse del seco caparazón se cristalizan en el júbilo de la satisfacción, condenado a desaparecer una vez que la tarea se ha realizado. En esencia, el deseo es un impulso de destrucción. Y, aunque oblicua­mente, también un impulso de auto-destrucción; el deseo está contaminado desde su nacimiento por el deseo de muerte. Sin em­bargo, éste es su secreto mejor guardado y, sobre todo, guardado de sí mismo.

Por otra parte, el amor es el anhelo de querer y preservar el ob­jeto querido. Un impulso centrífugo, a diferencia del centrípeto deseo. Un impulso a la expansión, a ir más allá, a extenderse hacia lo que está «allá afuera». A ingerir, absorber y asimilar al sujeto en el objeto, y no a la inversa como en el caso del deseo. El deseo es ampliar el mundo: cada adición es la huella viva del yo amante; en el amor el yo es gradualmente transplantado al mundo. El yo amante se expande entregándose al objeto amado. El amor es la su­pervivencia del yo a través de la alteridad del yo. Y por eso, el amor implica el impulso de proteger, de nutrir, de dar refugio, y también de acariciar y mimar, o de proteger celosamente, cercar, encarcelar. Amar significa estar al servicio, estar a disposición, es­perando órdenes, pero también puede significar la expropiación y confiscación de toda responsabilidad. Dominio a través de la en­trega, sacrificio que paga con engrandecimiento. El amor y el ansia de poder son gemelos siameses: ninguno de los dos podría sobre­vivir a la separación.

Si el deseo ansia consumir, el amor ansia poseer. En cuanto la satisfacción del deseo es colindante con la aniquilación de su obje­to, el amor crece con sus adquisiciones y se satisface con su durabi­lidad. Si el deseo es autodestructivo, el amor se autoperpetúa.

Como el deseo, el amor es una amenaza contra su objeto. El de­seo destruye su objeto, destruyéndose a sí mismo en el proceso; la misma red protectora que el amor urde amorosamente alrededor de su objeto, lo esclaviza. El amor hace prisionero y pone en custo­dia al cautivo: arresta para proteger al propio prisionero.

El deseo y el amor tienen propósitos opuestos. El amor es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red. Fiel a su naturaleza, el amor lu­chará por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, escapará de los grilletes del amor.

«Las miradas se encuentran a través de una habitación atestada; se enciende la chispa de la atracción. Conversan, bailan, se ríen, comparten un trago o una broma y, antes de darse cuenta, uno de los dos dice: ‘¿Tu casa o la mía?’. Ninguno de los dos está en busca de una relación seria, pero de alguna manera una noche puede convertirse en una semana, después en un mes, en un año o más tiempo», señala Catherine Jarvie.

Ese imprevisible resultado del fogonazo del deseo y de una sola noche para sofocarlo es, según Jarvie, «un punto intermedio entre la libertad de los encuentros ocasionales y la seriedad de una rela­ción importante» (aunque la «seriedad», tal como la propia Jarvie recuerda a sus lectores, no sirve para proteger a una «relación im­portante» ni impide que ésta termine en «dificultades y amarguras» cuando un miembro de la pareja «sigue comprometido con la rela­ción mientras el otro ansia buscar nuevos campos de pastoreo»). Los puntos intermedios -como todos los otros acuerdos «hasta nuevo aviso» dentro de un entorno fluido en el que comprometerse con el futuro es tan imposible como ofensivo- no son necesaria­mente malos (según la opinión de Jarvie y la doctora Valerie Lamont, una psicóloga colegiada a quien cita en su nota), pero cuan­do «se comprometa, aun a medias», «recuerde que le está cerrando la puerta a otras posibilidades románticas» (es decir, renunciando al derecho de «buscar nuevos campos de pastoreo», al menos hasta que su pareja reclame primero ese derecho).

Una observación aguda, un cálculo sensato: usted se encuentra ante una elección. Elige el amor o elige el deseo.

Más observaciones agudas: sus miradas se cruzan a través de la habitación y antes de darse cuenta… El deseo de compartir la cama brota de la nada, y no necesita golpear muchas veces a la puerta pa­ra que lo dejen entrar. Aunque no es una característica común de nuestro mundo obsesionado por la seguridad, esas puertas tienen pocos cerrojos, o ninguno. Nada de circuito cerrado de televisión para estudiar detalladamente a los intrusos y distinguir a los perver­sos merodeadores de los visitantes de buena fe. Simplemente, com­probar la compatibilidad de los signos del zodíaco (como ocurre en los comerciales de una marca de teléfonos móviles) será suficiente.

Tal vez decir «deseo» sea demasiado. Como en los shoppings: los compradores de hoy no compran para satisfacer su deseo, como lo ha expresado Harvey Ferguson, sino que compran por ganas. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo según los parámetros de una cultura que aborrece la procrastinación y promueve en cambio la «satisfacción instantánea») sembrar, cultivar y alimentar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. A medida que el «largo plazo» se hace cada vez más corto, la veloci­dad con que madura el deseo, no obstante, se resiste con terquedad a la aceleración; el tiempo necesario para recoger los beneficios de la inversión realizada en el cultivo del deseo parece cada vez más largo, irritante e insoportablemente largo.

A los gerentes de los shoppings, los accionistas no les han dado ese tiempo, pero tampoco quieren dejar que la decisión de compra sea determinada por motivos que surgen y maduran arbitrariamente, ni abandonar su cultivo en las manos inexpertas y poco confiables de los compradores. Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben surgir de inmediato, mientras cami­nan por el centro de compras. Y también deben morir de inmedia­to (gracias a un suicidio asistido, en la mayoría de los casos), una vez que han cumplido su cometido. Su expectativa de vida se redu­ce al tiempo que le lleva a los compradores recorrer el shopping des­de la entrada hasta la salida.

En nuestros días, los centros de compras suelen ser diseñados te­niendo en cuenta la rápida aparición y la veloz extinción de las ga­nas, y no considerando el engorroso y lento cultivo y maduración del deseo. El único deseo que debe emanar de una visita al centro de compras es el de repetir, una y otra vez, el jubiloso momento en que uno «se deja llevar» y permite que su propio anhelo dirija la es­cena sin ningún libreto prefijado. La breve expectativa de vida de las ganas es una de sus mayores ventajas, que le confiere superiori­dad sobre los deseos. Rendirse a las propias ganas, en vez de seguir un deseo, es algo momentáneo, que infunde la esperanza de que no habrá consecuencias duraderas que puedan impedir otros mo­mentos semejantes de jubiloso éxtasis. En el caso de las parejas, y especialmente de las parejas sexuales, satisfacer las ganas en vez de un deseo implica dejar la puerta abierta «a otras posibilidades ro­mánticas» que, tal como sugiere la doctora Lamont y reflexiona Catherine Jarvie, pueden ser «más satisfactorias y plenas».

Como los actos nacidos de las ganas ya han sido profundamente implantados por los enormes poderes del mercado de consumo, seguir un deseo parece conducirnos, de manera incómoda, lenta y perturbadora, hacia el compromiso amoroso.

En su versión ortodoxa, el deseo necesita atención y preparativos, ya que involucra largos cuidados, complejas negociaciones sin resolu­ción definitiva, algunas elecciones difíciles y algunos compromisos penosos, pero peor aún, implica también una demora de la satisfac­ción, que es sin duda el sacrificio más aborrecido en nuestro mundo entregado a la velocidad y la aceleración. En su radicalizada, reduci­da y sobre todo compacta encarnación en las ganas, el deseo ha per­dido casi todos esos atributos desalentadores, concentrándose más exclusivamente en el objetivo. Como lo expresaban las publicidades que anunciaban la novedad de las tarjetas de crédito, ahora es posi­ble concretar «el deseo sin demora».

Cuando la relación está inspirada por las ganas («las miradas se encuentran a través de una habitación atestada»), sigue la pauta del consumo y sólo requiere la destreza de un consumidor promedio, moderadamente experimentado. Al igual que otros productos, la relación es para consumo inmediato (no requiere una preparación adicional ni prolongada) y para uso único, «sin perjuicios». Primor­dial y fundamentalmente, es descartable.

Si resultan defectuosos o no son «plenamente satisfactorios», los productos pueden cambiarse por otros, que se suponen más satisfactorios, aun cuando no se haya ofrecido un servicio de posventa y la transacción no haya incluido la garantía de devolución del di­nero. Pero aun en el caso de que el producto cumpla con lo prome­tido, ningún producto es de uso extendido: después de todo, autos, computadoras o teléfonos celulares perfectamente usables y que funcionan relativamente bien van a engrosar la pila de desechos con pocos o ningún escrúpulo en el momento en que sus «versiones nuevas y mejoradas» aparecen en el mercado y se convierten en comidilla de todo el mundo. ¿Acaso hay una razón para que las re­laciones de pareja sean una excepción a la regla?

(…)

Parece que el dilema no tiene solución. Y peor aún, parece plan­tearnos una paradoja absolutamente injusta: la relación no sólo no cumple en satisfacer una necesidad, tal como se esperaba de ella, sino que además convierte esa necesidad en algo aún más irritante y enlo­quecedor. Usted buscó esa relación con la esperanza de mitigar la in­seguridad que lo acosaba en soledad, pero la terapia sólo ha servido para agudizar los síntomas, y tal vez ahora usted se siente menos se­guro que antes, aun cuando la «nueva y agravada» inseguridad ema­na de otra parte. Si usted pensaba que los intereses de su inversión en la compañía serían pagados con la moneda de la seguridad, evi­dentemente ha actuado sobre la base de presupuestos equivocados.

(…)

Con la posible excepción de una causa común contra un tercero, no hay nada que promueva tanto una relación cómoda como la mutua adulación». Otra perversión consiste en «querer cambiar a la gente. Tenemos opiniones definidas acerca de cómo hacer las cosas y de cómo deberían ser los otros. Estas opiniones carecen de comprensión, porque cuanto más definitivas son las opiniones, tanto más necesario es que no nos distraigamos com­prendiendo demasiado a los que queremos cambiar».

El problema es que ambas perversiones suelen ser hijas del amor. La primera perversión puede ser resultado de mi deseo de comodi­dad y paz, tal como sugiere Lögstrup. Pero también puede ser —y suele ser así- producto de mi amoroso respeto por el otro: te amo, y por eso te dejo ser como eres y como quieres ser, por más que du­de de la sabiduría de tu elección. A pesar del daño que tu obstina­ción pueda causarte, no me atrevo a contradecirte, para que no te veas obligado a elegir entre tu libertad y mi amor. Puedes contar con mi aprobación, pase lo que pase… Y como el amor sólo puede ser posesivo, mi generosidad amorosa está asistida por la esperanza: este cheque en blanco es un don de mi amor, un don precioso que no se encuentra en otra parte. Mi amor es ese tranquilo refugio que buscabas y que necesitabas aunque no lo buscaras. Ahora pue­des descansar y dejar de buscar…

Es la posesividad del amor en acción, pero una clase de posesividad que se manifiesta en la contención y el autodominio.

La segunda perversión es la de la posesividad del amor dejada en libertad sin ninguna restricción. El amor es una de las respuestas paliativas a la bendición/maldición de la individualidad humana (…).

A veces resulta difícil distin­guir la adoración del amado de la adoración a uno mismo; se pue­de atisbar el rastro de un ego expansivo pero inseguro, desesperado por confirmar sus inciertos méritos por medio de su reflejo en el espejo o, mejor aún, de un adulador retrato, laboriosamente reto­cado. ¿No es cierto, acaso, que algo de mi valor único se le ha contagiado a la persona que yo (repito: que yo mismo, ejerciendo mi soberana voluntad y capacidad) he elegido -la que he elegido entre la multitud de personas comunes y corrientes para que sea mi —y sólo mi- compañera? En el deslumbrante brillo de la elegida, mi propia incandescencia encuentra su reflejo centelleante. Eso au­menta mi gloria, la confirma y la respalda, transmite la noticia y la prueba de mi gloria a cualquier parte donde vaya.

¿Pero puedo estar seguro? Lo estaría, si no fuera por las dudas que hacen sonar sus grilletes en el oscuro calabozo de lo no-pensa­do, donde las encerré con la vana esperanza de no volver a oír ja­más de ellas. Reparos, recelos, la aprensión de que la virtud pueda ser defectuosa y la gloria pura fantasía… de que la distancia entre yo tal como soy y el yo verdadero que pugna por salir, pero que aún no lo ha logrado todavía, debe ser franqueada, y eso es algo muy difícil.

Mi amada podría ser una tela donde pintar mi perfección en to­da su magnificencia y esplendor, ¿pero no aparecerán también manchas y borrones? Para limpiarlos, o para ocultarlos en caso de que estén muy adheridos y sea imposible eliminarlos, hay que lim­piar y preparar el lienzo antes de empezar a pintar, y luego estar muy atento para asegurarse de que los rastros de la antigua imper­fección no emergerán de su escondite bajo sucesivas capas de pin­tura. Cada momento de descanso tiene un precio, hay que restau­rar y repintar sin descanso… (Págs. 24-35)

—————————–

* Sobre el mito de Don Juan ya se ha hablado anteriormente al hablar sobre El mito del andrógino.

1 Erich  Fromm, The Art of Loving (1957), Londres, Thorsons, 1995, p. VII [trad. esp.: El arte de amar, Buenos Aires, Paidós, 1999]. 2 Emmanuel Levinas, Le Temps et l’autre, París, Presses Universitaires de France, 1991, pp. 81 y 78 [trad. esp.: El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993].3 Guardian Weekend, 12 de enero de 2002.

miércoles, 18 julio, 2007

El niño predicador

Filed under: Notas "editoriales" — by Aspirante a domador @ 11:10 am

Señoooras y señooress, con ustedes lo más salchichero que sobre un escenario imaginarse puedaaa, lo más friki de los Tres Mundosss, lo más casposo del universo espiritualoide: con ustedes, desde el mismo centro del infierno,… el maravilloso,… el inigualable,… el prodigiosooooo… niñooooo… ¡predicadorrrrrrrrr! 

Nuestro grotesco héroe, evangelista para más señas, aparece en este incunable echando venablos contra el evolucionismo con frases tan memorables como «dicen que somos de la evolución, (…), parientes del mono» (sic). Yo personalmente soy del Pepito, el de la Fuensanta, y a esa tal Evolución no la conozco, no debe ser del pueblo.

Está claro que el abominable chaval no tiene ni la más remota idea de lo que está diciendo, pero debe sonarle coherente a la par que eufónico y lo grita sin pudor a voz en cuello mientras pega saltitos de primate de un extremo a otro del escenario, moviendo amenazantes sus manitas de ninja prepúber. ¿De dónde habrán sacado a este esperpento, este hiato de la naturaleza? ¿Quién le ha metido en su pequeño melón de agua las chorradas que dice y que no entiende? Y aún más sorprendente, ¿quién le ha enseñado todos esas ‘katas’ de Kung Fu a este saltimbanqui acondroplásico? Verle me provoca una sensación visceral de malestar difuso, me obliga a recorrer un carrusel emocional que me lleva de la risa al pánico pasando por la naúsea. Es aun más desasosegante que una pesadilla por indigestión de garbanzos. Por supuesto, no quería joderme solo, así que ahora compartimos pesadilla, amigos. Para los morbosos, masocas y demás fauna a los que os gusta el hardcore, hay más madera en YouTube.

Algo más en serio, los que pasáis por aquí con cierta asiduidad sabéis que he dejado ya clara las muchas prevenciones que tengo en relación al evolucionismo, y en especial a las tesis Neodarwinistas, pero un mínimo de rigor al criticar algo en semejante foro y en nombre de Dios es lo menos que se debe exigir, me parece. Desde luego, los adultos que están detrás de la manipulación de esta cría de póngido deberían hacer examen de conciencia. Aunque seguro que este fenómeno circense resulta de lo más reconfortante desde el punto de vista crematístico, ¿a que sí?

Y para colmo, va el bicho y dice que a él lo ha creado Dios; eso me ha tocado, mi fe se tambalea…

 Gracias, Marius, por el vídeo-joya. Cosas veredes, amigo Sancho.

Página siguiente »

Blog de WordPress.com.