Cabalgando al Tigre

miércoles, 31 octubre, 2007

Jung y sus recuerdos, sueños y pensamientos (V): Freud a la luz de Jung

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 10:48 am

freud.jpgOtra entrega de los Recuerdos… de Jung; veremos ahora a Freud a través de sus ojos. Las notas entre corchetes son mías.

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No hallé mucha comprensión para las ideas expresa­das en Die Psychologie der Dementia praecox, y mis colegas se burlaron de mí. Pero por este trabajo me encontré con Freud. Me invitó a visitarle y en febrero de 1907 tuvo lu­gar nuestro primer encuentro en Viena. Nos encontramos a la una del mediodía y hablamos durante trece horas ininterrumpidamente, por así decirlo. Freud era el primer hombre realmente importante que yo conocía. Ningún otro hombre de los que entonces conocía podía equipa­rársele. En su actitud no había nada de trivial. Le encon­tré extraordinariamente inteligente, penetrante e intere­sante en todos los aspectos. Y pese a ello mis primeras impresiones sobre él fueron poco claras y en parte incomprendidas.

Lo que me decía acerca de su teoría sexual me impre­sionó. Sin embargo sus palabras no lograron disipar mis dudas y reflexiones. Se las planteé más de una vez, pero siempre me objetaba mi falta de experiencia. Freud llevaba razón: entonces no poseía yo la experiencia suficiente para fundamentar mis argumentos. Vi que su teoría sexual era extraordinariamente importante para él, tanto en el sentido personal como filosófico. Ello me impresionó, pero no podía explicarme exactamente hasta qué punto esta valoración positiva dependía en él de premisas subje­tivas y hasta qué punto de experiencias concluyentes.

En especial, la posición de Freud respecto al espíritu me pareció muy cuestionable. Siempre que en un hombre o en una obra de arte se manifestaba el lenguaje de la espiritualidad, le parecía sospechoso y dejaba entrever una «sexualidad reprimida». Lo que no podía explicarse direc­tamente como sexualidad, lo caracterizaba como «psicosexualidad». Yo objetaba que su hipótesis, llevada a sus lógi­cas conclusiones, conducía a un juicio demoledor sobre la cultura. La cultura aparecía como una mera farsa, como fruto morboso de la sexualidad reprimida. «Ciertamente -concedía él-, así es. Ello es una maldición del destino contra la cual nada podemos.» Yo no estaba dispuesto en absoluto a darle la razón. Sin embargo, no me sentía ma­duro todavía para entablar una polémica.

Hay todavía algo en este primer encuentro que me re­sultó significativo. Concierne a cosas que, sin embargo, sólo logré comprender y meditar después del fin de nues­tra amistad. Era evidente que la teoría sexual de Freud re­sultaba singularmente sugestiva. Cuando Freud hablaba de ello, su voz se hacía imperiosa, angustiosa casi, y ya no se notaba nada de su actitud crítica y escéptica. Una expre­sión extrañamente agitada, una causa que no lograba yo aclarar, animaba su rostro. Me impresionó profundamen­te que la sexualidad significara para él un numinosum. Mi impresión quedó confirmada por una conversación que tuvo lugar unos tres años después (1910), nuevamen­te en Viena.

Recuerdo todavía muy vivamente cómo me dijo Freud:

«Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, de­bemos hacer de ello un dogma, un bastión inexpugnable.» Me dijo esto apasionadamente y en un tono como si un padre dijera: «Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos los domingos irás a misa!» Algo extrañado le pregunté: «Un bastión ¿contra qué?» A lo que respondió: «Contra la negra avalancha», aquí vaciló un instante y añadió: «del ocultismo». En primer lugar fueron el «dogma» y el «bas­tión» lo que me asustó; pues un dogma, es decir, un credo indiscutible, se postula sólo allí donde se quiere reprimir una duda de una vez para siempre. Pero esto ya no tiene nada que ver con una opinión científica, sino sólo con un afán de poder personal.

Esto constituyó un rudo golpe para nuestra amistad. Yo sabía que nunca podría aceptar esto. Lo que Freud pa­recía entender por «ocultismo» era, más o menos, todo lo que la filosofía y la religión, incluyendo la parapsicolo­gía, que por entonces estaba de moda, tenían que decir so­bre el alma. Para mí la teoría sexual era igualmente «ocul­ta», es decir, indemostrable, pura hipótesis posible, como muchas otras concepciones especulativas. Una verdad cien­tífica era para mí una hipótesis satisfactoria por el mo­mento, pero no un artículo de fe para todos los tiempos.

Sin poder entonces comprender esto correctamente, había observado en Freud una secuela de factores religio­sos inconscientes. Manifiestamente quería alistarme para una defensa común contra amenazadores signos incons­cientes.

La huella que me dejó esta conversación contribuyó a mi confusión; pues hasta entonces no había atribuido a la sexualidad el alcance de una cuestión indecisa a la que se debe prestar fidelidad porque pudiera perderse. Para Freud la sexualidad significaba, por lo visto, más que para los demás. Era para él una res religiose observanda. Bajo la influencia de tales ideas y cuestiones se incurre, por regla general, en la desconfianza y la reserva. Así, nuestras conversaciones terminaron pronto, tras algunos balbucientes intentos por mi parte.

Yo estaba profundamente impresionado, confuso y desconcertado. Tenía la sensación de haber lanzado una ojeada a un país nuevo y desconocido, de donde me llega­ban volando bandadas de nuevas ideas. Una cosa estaba clara para mí: Freud, que siempre hacía hincapié en su irreligiosidad, se había construido un dogma, mejor di­cho, en lugar del Dios celoso que había perdido, había puesto una imagen forzosa, concretamente a la sexualidad; una imagen que no era menos apremiante, exigente, des­pótica, amenazadora y ambivalente moralmente. Del mis­mo modo que al más fuerte psíquicamente y por lo tanto, terrible, corresponden los atributos de «divino» o «diabó­lico», la «libido sexual» había adoptado en él el papel de un deus absconditus, de un Dios oculto. La ventaja de esta mutación consistía para Freud en que el nuevo principio numinoso le parecía irreprochable científicamente y libre de todo lastre religioso. Pero en el fondo subsiste la numinosidad como propiedad psicológica de los principios an­tagónicos inconmensurables racionalmente: Jehová y se­xualidad. Sólo había variado la denominación y con ello ciertamente también el punto de vista: no era en lo alto donde había que buscar lo perdido, sino abajo. Pero ¿qué le importa, al fin y al cabo, al más fuerte, si se le define de éste o de otro modo? Si no existiera psicología alguna sino sólo objetos concretos, se habría en efecto destruido a uno, para colocar a otro en su lugar. En la realidad, es de­cir, en el campo de la experiencia psicológica, no ha desa­parecido empero nada en absoluto de la urgencia, angus­tia, coacción, etc. Como antes, se plantea la cuestión de cómo aparece o desaparece el miedo, el remordimiento, la culpa, la coacción, la inconsistencia y la impulsividad. Si no proviene del lado diáfano, idealista, entonces quizá lo haga del oscuro, del biológico.

Como llamas momentáneamente oscilantes pasaron por mi cabeza estos pensamientos. Mucho más tarde, cuando medité sobre el carácter de Freud, se me hicieron importantes y revelaron su significado. Un rasgo de su ca­rácter me preocupaba en especial: la amargura de Freud. Ya me llamó la atención en nuestro primer encuentro. Du­rante mucho tiempo no logré comprenderlo hasta que pude relacionarlo con su actitud respecto a la sexualidad. Para Freud la sexualidad significaba ciertamente un numi­noso, pero en su teoría se expresa exclusivamente como función biológica. Sólo la inquietud con que hablaba de ello permitía deducir que en él resonaba más profunda­mente. En última instancia quería enseñar -así por lo menos me lo pareció a mí- que, vista desde dentro, la se­xualidad implicaba también espiritualidad o tenía sentido. Su terminología concreta era, sin embargo, demasiado li­mitada para poder expresar esta idea. Así pues, me daba la impresión de que trabajaba contra su propio objetivo y contra sí mismo; y no existe amargura peor que la de un hombre convertido en el más encarnizado enemigo de sí mismo. Según su propia expresión, se sentía amenazado por la «negra avalancha», él, que había propuesto princi­palmente vaciar las oscuras profundidades.

Freud no se preguntó nunca por qué debía hablar constantemente sobre el sexo, por qué este pensamiento le poseía. Nunca tendría consciencia de que en la «monoto­nía del significado» se expresaba la huida de sí mismo, o de aquella otra parte suya que quizás pudiera definirse como «mística». Sin reconocer esta parte no podía sentir­se acorde consigo mismo. Era ciego frente a la paradoja y la ambigüedad de los significados del inconsciente, y no sabía que todo cuanto emerge del inconsciente posee algo superior e inferior, algo interno y externo. Cuando se ha­bla de lo externo -y esto hizo Freud- se considera sólo la mitad de ello y, consiguientemente, surge en el incons­ciente una fuerza antagónica.

Contra esta parcialidad de Freud no había nada que hacer. Quizás una íntima experiencia personal le hubiera podido abrir los ojos; pero a lo mejor su mente lo hubiera reducido también a «mera sexualidad» o «psicosexualidad». Fue prisionero de un punto de vista y justamente por ello veo en él una figura trágica, pues era un gran hombre.

[…]

Me interesaba oír las opiniones de Freud sobre la pre­cognición y sobre parapsicología en general. Cuando le vi­sité en 1909 en Viena le pregunté qué pensaba acerca de ello. De acuerdo con su prejuicio materialista, rechazó ra­dicalmente la cuestión como algo absurdo, basándose en un positivismo tan superficial, que me fue difícil no res­ponderle con acritud. Transcurrieron todavía algunos años hasta que Freud reconoció la importancia de la pa­rapsicología y la autenticidad de los fenómenos «ocultos».

Mientras Freud exponía sus argumentos, yo sentí una extraordinaria sensación. Me pareció como si mi diafrag­ma fuera de hierro y se pusiera incandescente -una cavi­dad diafragmática incandescente. Y en este instante sonó un crujido tal en la biblioteca, que se hallaba inmediata­mente junto a nosotros, que los dos nos asustamos. Creí­mos que el armario caía sobre nosotros. Tan fuerte fue el crujido. Le dije a Freud: «Esto ha sido un fenómeno de exteriorización de los denominados catalíticos.»

«¡Bah -dijo él-, esto sí que es un absurdo!»

«Pues no», le respondí, «se equivoca usted, señor pro­fesor. Y para probar que llevo razón le predigo ahora que volverá inmediatamente a oírse otro crujido». Y, efectiva­mente: ¡apenas había pronunciado estas palabras se oyó el mismo crujido en la biblioteca!

No sé aún hoy por qué tenía tal certeza. Pero sabía con toda exactitud que el crujido iba a repetirse. Freud me miró horrorizado. No sé qué pensaba o qué miraba. En todo caso, este hecho despertó su desconfianza hacia mí y yo tuve la sensación de haberle hecho algo. Nunca más volví a hablarle de esto.

El año 1909 fue un año decisivo en nuestras relacio­nes. Fui invitado a la Clark University (Worcester, Mass.) para dar unas conferencias sobre el ensayo de asociación. Independientemente de mí, Freud recibió también una in­vitación y decidimos viajar juntos. Nos encontramos en Bremen, nos acompañaba Ferenczi. En Bremen sucedió el incidente tan discutido del desmayo de Freud. Fue provo­cado -indirectamente- por mi interés por las «momias del pantano». Yo sabía que en ciertas regiones del norte de Alemania se habían hallado los llamados cadáveres de los pantanos. Son en parte cadáveres de hombres prehistóri­cos que se ahogaron en los pantanos o fueron enterrados allí. El agua del pantano contiene ácidos húmicos que ata­can a los huesos, a la vez que curten la piel de tal modo que ésta, al igual que los cabellos, quedan [queda] perfectamente conservados [conservada]. De este modo se realiza un proceso natural de momificación en el que, sin embargo, por la acción del peso del fango los cadáveres han quedado aplanados por completo. Se les encuentra ocasionalmente en las tumberas [?] de Holstein, Dinamarca y Suecia.

Estas momias de los pantanos, sobre las cuales había yo leído algo, me vinieron a la memoria cuando estába­mos en Bremen, pero estaba algo «confundido» y ¡los ha­bía tomado por las momias de las cámaras de plomo de Bremen! Mi interés irritó a Freud. «Pues ¿qué le pasa a usted con estos cadáveres?», me preguntó varias veces. Se disgustó mucho y durante una conversación sobre ello en la mesa sufrió un mareo. Después me dijo que estaba convencido de que esta charla sobre cadáveres significaba que yo le deseaba la muerte. Quedé más asombrado por esta opinión suya. Quedé asustado y [?] ciertamente por el poder de sus fantasías que podían llegar a ocasionarle un desmayo.

De modo parecido, Freud padeció un desmayo en otra ocasión en mi presencia. Fue durante el Congreso psicoanalítico en Munich [Múnich] en 1912. Alguien guió la conversación hacia Amenofis IV. Se recalcó que su actitud hostil respec­to a su padre le llevó a destruir las inscripciones en las es­telas funerarias y que detrás de su gran intuición de una religión monoteísta se ocultaba su complejo de padre. Esto me irritó e intenté explicar que Amenofis fue un hombre genial y profundamente religioso, cuyos hechos no pueden explicarse por antagonismos personales contra su padre. Por el contrario, honró la memoria de su padre y su celo destructor se orientó exclusivamente contra el nombre del dios Amón, que hizo suprimir en todas partes, y naturalmente quitó también de las inscripciones funera­rias de su padre la palabra Amón-hotep. Además, también otros faraones hicieron sustituir en los monumentos y en las estatuas los nombres de sus antepasados, divinos o au­ténticos, por el suyo propio, dado que se sentían, con jus­to título, encarnaciones del mismo Dios. Pero no habían instaurado ni una nueva religión ni un nuevo estilo.

En este instante Freud cayó desmayado de la silla. To­dos le rodearon azorados. Entonces le tomé en brazos y le llevé a la habitación contigua donde le deposité en un sofá. Ya mientras le llevaba en brazos comenzó a volver en sí y la mirada que me dirigió no la olvidaré nunca. En su im­potencia me miró como si yo fuera su padre. Lo que con­tribuyó a provocar este desmayo -la atmósfera estaba muy tensa- fue, igual que en el caso anterior, la fantasía sobre el asesinato del padre.

[…]

Nuestro viaje a los Estados Unidos, que emprendimos en 1909 en Bremen, duró siete semanas. Estuvimos juntos todos los días y analizábamos nuestros sueños. Tuve en­tonces sueños importantes, con los que Freud no supo qué hacer. No le hice por ello censura alguna, pues al mejor analista le puede suceder que no pueda descifrar el acertijo de un sueño. Era un fallo humano y nunca me hubiera in­clinado a interrumpir nuestros análisis y nuestra relación me resultaba sobremanera valiosa. Consideraba a Freud una personalidad de más edad, más madura y de mayor experiencia, y a mí como a un hijo. Sin embargo, sucedió algo que supuso un duro golpe a nuestras relaciones.

Freud tuvo un sueño cuyo contenido no estoy autori­zado a exponer. Lo interpreté lo mejor que supe, pero aña­dí que se podían deducir muchas más cosas si quería co­municarme algunos detalles de su vida privada. A estas palabras, Freud me miró extrañado -su mirada estaba llena de desconfianza- y dijo: «El caso es que no puedo arriesgar mi autoridad.» En este instante la perdió. Esta frase se me grabó en la memoria. En ella estaba escrito el final de nuestra relación. Freud colocaba la autoridad per­sonal por encima de la verdad. (Págs. 181-191)

miércoles, 24 octubre, 2007

Jung y sus recuerdos, sueños y pensamientos (IV): Algunos casos psiquiátricos

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 11:37 am

psicoanalisis.jpgContinuando con los Recuerdos… de Jung, os dejo abajo unos cuantos casos que menciona. Muy interesante la idea de neurosis como desacuerdo con uno mismo. Las notas entre corchetes son mías.

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Recuerdo muy bien la paciente en cuya historia logré ver claro el trasfondo psicológico de la psicosis y princi­palmente de las «absurdas ideas fijas». Comprendí en este caso por vez primera el lenguaje de los esquizofrénicos, hasta entonces tenido por absurdo. Se trataba de Babette S., cuya historia he publicado. En 1908 di una conferen­cia en el Ayuntamiento de Zurich [Zúrich] sobre este caso.

La paciente procedía de los barrios antiguos de la ciu­dad de Zurich [Zúrich], de los estrechos y sucios callejones, donde nació y creció en míseras condiciones. La hermana era una prostituta, el padre un bebedor. Enfermó a los treinta y nueve años en forma paranoica de demencia precoz con la típica megalomanía. Cuando la conocí, hacía ya veinte años que estaba internada. Varios centenares de estudian­tes de medicina pudieron observar con este caso el cuadro del trágico proceso de la desintegración psíquica. Constituía uno de los clásicos casos demostrativos en clínica. Babette estaba completamente loca y decía cosas que no po­dían comprenderse en absoluto. Pacientemente emprendí el intento de comprender el contenido de las abstrusas manifestaciones. Por ejemplo ella decía: «Soy la Loreley» y ciertamente porque [?] el médico, cuando intentaba explicár­selo, decía: «No sé lo que esto significa.» O profería excla­maciones como: «Soy la personificación de Sócrates», lo que debía significar, como deduje: «Soy acusada tan injus­tamente como Sócrates.» Necias expresiones como: «Soy el doble politécnico insustituible», «Soy pasteles de ciruela elaborados con harina de maíz», «Soy Germania y Helvetia de sólo mantequilla dulce», «Nápoles y yo debemos proveer al mundo de fideos», significaban plusvalías, es decir, compensaciones de un sentimiento de inferioridad. El ocuparme de Babette y de otros casos semejantes me convenció de que mucho de lo que había considerado absurdo en los enfermos mentales no era en modo alguno tan «loco» como parecía. Me di cuenta más de una vez que en tales pacientes se oculta en el trasfondo una «persona» que debe definirse como normal y que en cierta medida es testigo. En ciertas ocasiones esta personalidad oculta -la mayoría de las veces a través de voces o sueños- puede también hacer objeciones y observaciones enteramente ra­cionales y puede incluso suceder que vuelva al primer pla­no, por ejemplo a causa de una enfermedad física, y el pa­ciente se muestre casi normal.

Tuve que tratar una vez una antigua esquizofrenia en la cual vi muy claramente la persona «normal» oculta. No era un caso a curar, sino sólo a cuidar. Como todo médi­co, tenía yo también pacientes que hay que acompañar hasta la muerte sin esperanzas de curación. Esta mujer oía voces que se repartían por todo el cuerpo, y una voz que se hallaba en el centro del tórax era la «voz de Dios». «No­sotros deberíamos confiar en ella», le dije yo y quedó asombrada de mi propio valor. Por regla general esta voz hacía observaciones muy razonadas y con su ayuda me en­tendí bien con la paciente. Una vez la voz dijo: «Él te es­cuchará si lees la Biblia.» Trajo una vieja y gastada Biblia y cada vez tenía que indicarle un capítulo que ella tenía que leer. La próxima vez debía yo preguntarle sobre ello. Al principio me sentía algo extraño por cierto en este papel, pero al cabo de cierto tiempo comprendí lo que significa­ba el ejercicio: de este modo se mantenía despierta la aten­ción de la paciente y así no caía más profundamente en el sueño desgarrador del inconsciente. El resultado fue que al cabo de seis años, aproximadamente, las diversas voces, re­partidas por todo el cuerpo, se centraron exactamente y de modo exclusivo en la mitad izquierda del cuerpo. La in­tensidad del fenómeno no se había duplicado en el costa­do izquierdo, sino que era igual que antes. Se podía decir que la paciente estaba por lo menos «unilateralmente cu­rada». Esto constituyó un éxito inesperado, pues no me había imaginado que nuestras lecturas de la Biblia pudie­ran actuar terapéuticamente.

Al ocuparme de la paciente vi claro que las ideas de persecución y las alucinaciones contenían un núcleo ra­cional. Vi que detrás se hallaba una personalidad, una his­toria humana, una esperanza y un deseo. La culpa es sólo nuestra si no sabemos comprenderlo. Me resultó claro por vez primera que en la psicosis se oculta una psicología ge­neral de la personalidad, que aquí recae nuevamente en los viejos conflictos de la humanidad. Incluso en los pa­cientes que actúan de modo apático, estúpido o imbécil ocurren más cosas y más razonables de lo que parecen. En el fondo no descubrimos nada nuevo o desconocido en los enfermos mentales, sino que hallamos el fondo de nuestra propia esencia. Este conocimiento fue entonces para mí una formidable experiencia sensible.

(Págs. 155-157)

Recuerdo muy bien el caso de una judía que había perdido la fe. Comenzó con un sueño que tuve en el que se me presentaba una muchacha desconocida. Me expuso su caso y mientras hablaba pensé: no comprendo nada de lo que ella me dice. ¡No comprendo de qué se trata! Pero de repente comprendí que ella tenía un extraño complejo paterno. Tal fue el sueño.

Al día siguiente en mi agenda constaba: consulta, a las cuatro. Apareció una muchacha. Una judía, hija de un rico banquero, bonita, elegante y muy inteligente. Se había so­metido ya a un análisis, pero el médico se sintió atraído por ella y le rogó finalmente que no le visitara más, de lo contrario peligraba su matrimonio.

La muchacha padecía desde hacía tiempo una grave neurosis de angustia que después de esta experiencia, na­turalmente, se agravó. Comencé la anamnesia [anamnesis], pero no lo­gré descubrir nada especial. Era una judía adaptada al oc­cidente, profundamente instruida. Al principio no logré entender su caso. De repente recordé mi sueño y pensé: ¡Dios mío, es la misma persona! Pero puesto que no podía comprobar en ella ninguna huella de complejo de padre le pregunté, como acostumbro a hacer en tales casos, por su abuelo. Entonces vi cómo cerró los ojos por un instante y supe inmediatamente: ¡Ahí está! Le rogué, pues, que me hablara de su abuelo y me enteré de que era un rabino que perteneció a una secta judía. Pregunté nuevamente: «Si era un rabino, ¿era quizás un zaddiquim?» «Sí, se dice que fue una especie de santo y que poseía el don de la segunda vi­sión. ¡Pero todo esto no son más que estupideces! Tal cosa no existe.»

Con ello concluí la anamnesia [anamnesis] y comprendí la historia de su neurosis, que le expliqué: «Ahora voy a decirle algo que quizás usted no pueda aceptar. Su abuelo fue un zaddiquim. Su padre renegó de la fe judaica. Traicionó el se­creto y olvidó a Dios. Y usted tiene esta neurosis porque siente temor de Dios.» ¡Quedó como fulminada por el rayo!

La noche siguiente tuve otro sueño. En mi casa se daba una fiesta y he aquí que la muchacha estaba también presente. Vino hacia mí y me preguntó: «¿Tiene usted un paraguas? ¡Llueve tanto!» Encontré efectivamente un para­guas, lo hice girar para abrirlo y quise dárselo. ¿Pero qué sucedió en lugar de esto? Se lo entregué de rodillas como si fuera una divinidad.

Le expliqué el sueño y a los ocho días la neurosis ha­bía desaparecido. El sueño me había mostrado que ella no era una persona superficial, sino que tras ella se ocultaba una santa. Pero ella no tenía una imaginación mitológica y por ello lo esencial no encontraba en ella expresión al­guna. Todas sus intenciones giraban en torno a coqueteos, vestidos y «sexualidad» porque no conocía nada más que esto. No conocía sino el intelecto y su vida era un absur­do. En realidad era una criatura de Dios que debía cum­plir sus secretos designios. Tuve que despertar en ella ideas mitológicas y religiosas, pues pertenecía al tipo de perso­nas a las que se exige una dedicación a las cosas del espíri­tu. ¡Gracias a ello su vida adquirió sentido y perdió todo rastro de neurosis!

En este caso no empleé ningún «método», sino que vi la presencia del Numen. Se lo expliqué a la paciente y ello determinó la curación. Aquí no existió método alguno; aquí imperó el temor de Dios.

He visto con mucha frecuencia que los hombres se vuelven neuróticos cuando se conforman con respuestas insatisfactorias o falsas a las cuestiones de la vida. Buscan una buena situación, matrimonio, reputación y éxitos externos y dinero, y permanecen desgraciados y neuróticos, incluso cuando han conseguido lo que buscaban. Tales hombres se sumen las más de las veces en una excesiva estrechez espiri­tual. Su vida no tiene contenido satisfactorio alguno, nin­gún sentido. Cuando pueden desarrollar una más amplia personalidad, deja de existir la neurosis en la mayoría de los casos. Es por ello que para mí, desde un principio, fueron de suma importancia las ideas de desarrollo.

[…]

Entre los pacientes de nuestros días denominados neuróticos existen no pocos que en épocas más antiguas no se hubieran vuelto neuróticos, es decir, en desacuerdo consigo mismos. Si hubieran vivido en una época y en un ambiente en el que el hombre estaba vinculado a través del mito con el mundo del misterio, y por éste con la natura­leza viva y no meramente contemplada desde fuera, se hu­bieran ahorrado la desavenencia consigo mismos. Se trata de hombres que no soportan la pérdida del mito y no ha­llan el camino a un mundo meramente externo, es decir, a la concepción de las ciencias, de la naturaleza, ni puede sa­tisfacerles el fantástico juego de palabras intelectual que no tiene que ver lo más mínimo con la sabiduría.

[…]

A los pacientes más difíciles y desagradecidos pertene­cen, según mi experiencia, junto a los habituales mentiro­sos, los denominados intelectuales, pues en ello una mano ignora lo que hace la otra. Cultivan una psicología à compartiments. Con un intelecto no controlado por senti­miento alguno, todo se puede solucionar y, sin embargo, se tiene una neurosis. (Págs. 170-177)

miércoles, 17 octubre, 2007

Entrevista a Agustín López Tobajas: “La información no es más que la corrupción de la sabiduría, su inversión exacta.”

Filed under: Entrevistas — by Aspirante a domador @ 7:35 am

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Agenda Viva, órgano de comunicación de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente, acaba de publicar su noveno número, (todos ellos están disponibles en pdf aquí), entre cuyos contenidos destaca esta interesante entrevista a Agustín López Tobajas. No es la primera vez que este destacado personaje aparece en el blog: su Manifiesto contra el progreso fue ya brevemente comentado aquí cuando se publicó en español, y ahora es inminente su publicación en inglés por la editorial Indica Books. Además, colgué en su momento una entrevista que le realizó The Ecologist. La presente está realizada por Dionisio Romero.

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Agustín López Tobajas

Traductor, ensayista y especialista en tradiciones espirituales

Agustín López Tobajas habla como vive, o por precisar mejor la expresión, su palabra no es ajena a su vivir, lo cual es una novedad en un mundo habitado por personalidades escindidas, donde el pensar y el existir se han vuelto antagonistas. Nos interesa su perspectiva por esto y por su larga trayectoria como estudioso y traductor de las ciencias de las religiones, con estos materiales puede proyectar su reflexión más allá de intereses segmentados o ideológicos. Ha traducido a autores como H. Corbin, L. Massignon, A. K. Coomaraswamy, F Schuon, S. Weil, R. Guénon, S. Krarnrisch, A. M. Schimmel, M. Idel, G, Durand, etc. Fue durante varios años codirector de la colección «Orientalia» (Ed. Paidós), y fue creador y director de la revista Axis Mundi. Ha colaborado en varias obras colectivas -entre otras, Dossier H: Frithjof Schuon, Lausana, 2001- y es autor de Manifiesto contra el progreso, Palma de Mallorca, Olañeta, 2005. Coordina actualmente el Círculo de Estudios Espirituales Comparados.

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La ecología es como una plaza pública donde se puede entrar por diversas puertas. Hemos escuchado en esta sección a economistas, biólogos, activistas, artistas, profesores, etc. Con Agustín López nos encontramos en la tesitura de no poder recurrir a una clasificación tan fácil, su acercamiento a la naturaleza, al contrario que todos los anteriores es de total proximidad, reflexiona sobre ella en la medida que vive inmerso en un bosque, en una sencilla casa construida con sus manos y con un estilo de vida atento y sobrio.

Usted escribe -ocasionalmente, como le gustaba precisar a Samuel Beckett- y traduce libros sobre metafísica, espiritualidad y conocimiento tradicional, ¿es para usted la naturaleza un libro, una suerte de texto que se traduce o se reescribe?

Podemos entender la naturaleza como libro, en el sentido de que es una fuente continua de enseñanza; esa enseñanza será eficaz en la medida en que uno se coloque ante ella en situación de aprender, lo que quizá no es tan simple como en principio pueda pare­cer. Por ejemplo, quienes hemos dejado la ciudad para ir a vivir al campo, hemos cometido, práctica­mente sin excepción, los mismos errores. Cuando uno llega al campo, se pone a «organizarlo» todo, en lugar de dejar que sea la naturaleza la que le organi­ce a uno. Antes de cambiar una piedra de sitio, habría que sentarse tranquilamente durante muchas horas y dedicarse a contemplar la piedra y el lugar en que se encuentra.

El problema es que creemos saberlo todo sobre la naturaleza y en lugar de leer el libro nos dedicamos a corregirlo y a escribir nuestro nom­bre en cada página; cuando nos queremos dar cuenta, el libro está tan lleno de garabatos que la lectu­ra es imposible. Como libro, exige una actitud receptiva por parte del lector: mantenerse a la escucha, en silencio, a ver qué nos cuenta. Pero con la maldita manía de la interactividad no hay sitio en el que no metamos las narices. Uno puede haber dedicado toda su vida al estu­dio de la naturaleza, estar al tanto de las costumbres sexuales de los escarabajos o conocer el número exacto de buitres que hay en una comarca, e ignorar, sin embargo, todo lo esencial. Son los fundamen­tos mismos de nuestra relación con la naturaleza, todo aquello de lo que no hablan los libros de ciencias naturales ni parece interesar a los grupos ecologistas, lo que es esen­cial plantearse.

Ahora bien, ¿un libro que hay que traducir? No sé. Creo más bien que la naturaleza tiene un lenguaje universal. En ese sentido la natura­leza es más como la música; no precisa traducción, sino escucha. Quienes la traducen son precisamente los que quieren dar cuenta de ella con categorías científicas y sociológicas, con cifras y rendimientos, los que hacen censos de árboles o ani­males, los que pregonan la gestión eficaz de los recursos, la planificación racional de los espacios y el desarrollo sostenible. Si la naturaleza es un libro es, desde luego, un libro de poesía, no de economía, ni siquiera de biología, y, además, es anterior a la Torre de Babel.

En su libro Manifiesto contra el progreso, plantea las relaciones que existen entre los graves problemas ambientales y los fundamentos vitales y filosóficos del hombre moderno, nos recuerda que el adagio «lo que es afuera, es adentro» tiene en nuestro mundo actual una gran evidencia ¿Nos podría dar un bosquejo de lo que significaría una visión espiritual de la naturaleza?

Desde el punto de vista de las culturas tradicionales, diríamos que la naturaleza es una teofanía, una mani­festación de Dios. Y como toda expresión que sale de Dios, es también posibilidad en tanto que camino de retorno hacia Dios.

Saber eso está bien, pero quizá sea algo que hay que saber y, en cierto sentido, olvidar. No niego esa idea, ni mucho menos, pero es fácil enlazar unas cuan­tas frases rimbombantes acerca de Dios y su presencia en la naturaleza, y eso también tiene sus peligros. Sin duda, cada elemento de la naturaleza es una puerta que se abre hacia las profundidades. Si conseguimos penetrar con la mirada un poquito más allá de ese aspecto frontal e intuir de algún modo que realmente hay algo más por detrás, estaremos ahondando en lo real. Eso ya es mucho. Tengo mis reticencias respecto a pretender ver a Dios en deslumbrante majestad detrás de cada árbol o cada roca… Al hacerlo, podemos estar levantando en nuestra mente una imagen falsa de Dios, un ídolo que nos impedirá ver tanto a Dios como al árbol. Veamos el árbol en su sencillez, dejemos que nos muestre su hondura, su misterio, pero sin dema­siadas solemnidades ni aspavientos, y dejemos en paz a Dios, que aparecerá cuando tenga que aparecer. Tener una visión espiritual de la naturaleza puede ser, creo yo, saber mirarla desde el interior de uno mismo, desde la propia alma, y dejarse fascinar por su belleza, que no está sólo en sus aspectos más espectaculares, sino en las piedras o las hierbas más corrientes, en los sonidos más comunes… Me parece que la visión cientí­fica es un gran obstáculo para acceder en algún grado a esa vivencia «cósmica», que, por otra parte, a nivel colectivo, tal vez sea ya irrecuperable…

¿Por qué la visión científica es un obstáculo? ¿No podría haber concordancia con visiones de carácter más cualitativo o intangible como aseguran algunas autores?

Supongo que se refiere a los últi­mos desarrollos de la física cuánti­ca y su posible convergencia con planteamientos de índole metafísi­ca o religiosa. La verdad es que sé muy poco de eso y prefiero no hablar de lo que no conozco, tanto más cuanto que me parece un asunto muy complejo. De todos modos, no le oculto mis reticen­cias: sustituir la materia por ener­gía o apelar a las abstracciones de los modelos matemáticos para dar cuenta de lo que nos rodea no creo que tenga mucho que ver con la «intangibilidad» que se plantea desde esos otros ámbitos.

En todo caso, yo me estaba refi­riendo, más bien, a la visión científica en su conjunto y a la valoración de la ciencia como tal en nuestra cultura. Por supuesto, es legítimo estu­diar las particularidades morfológicas de un bicho o una planta, pero el problema está en el estatuto de objetividad absoluta, de Verdad con mayúscula, que axiomáticamente se atribuye a las formulaciones científicas. La ciencia parte de un determinado mode­lo de la realidad, fijado de antemano y que no pone en cuestión. Es ese modelo, con la materia corno funda­mento de toda realidad, lo que es esencial plantearse; lo menos que se puede decir es que no es el único posible, ni el único razonable; y está determinando de forma decisiva toda nuestra existencia concreta, nuestra vida.

El problema con la ciencia moderna occidental, como en general con el llamado «progreso», no es tanto lo que nos da cuanto lo que nos quita. Nos da una especie de caramelo -que encima está envenena­do- y en su inmadurez infantil la sociedad lo acepta con euforia, sin que casi nadie se dé cuenta de que se le está arrebatando al mismo tiempo todo un universo de riqueza espiritual al que ya no se podrá tener acce­so. En ese sentido, la ciencia moderna es una estafa de dimensiones cósmicas.

Me parece que la consecuencia más nefasta de los planteamientos científicos es haber producido una incapacidad generalizada para percibir el misterio insondable que late en todo lo real, el misterio que nos envuelve por todas partes y con el que indefecti­blemente nos topamos cada vez que nos cuestionamos radicalmente la existencia; ahí la ciencia no podrá penetrar jamás, pues, con toda su arrogancia y todas sus pretensiones, no traspasa la capa más exte­rior de la realidad. Su conocimiento podrá ser todo lo detallado y exacto que se quiera, pero es literal y estrictamente superficial; y lo seguirá siendo por mucho que conozca la materia, pues la materia es, en sí misma, la superficie. En cuanto a la realidad pro­funda de la naturaleza, cualquier chamán siberiano estaba probablemente mucho más cerca de la verdad que todos los científicos modernos.

En un texto suyo, expone con su estilo claro y rotundo que «la catástrofe no es que Occidente se hunda, sino que subsista». Antes que ningún lector fácilmente impresionable saque precipitadas conclusiones, ¿nos podría explicar esta afirmación?

Sin duda la frase es más bien efectista y provocadora. Lo que quería decir ahí es, más o menos, que no se trataría de andar poniendo remiendos parciales para perpetuar el actual sistema de vida, sino de cambiar radicalmente sus mismos fundamentos. La decaden­cia espiritual de nuestro mundo moderno me parece demasiado obvia como para tener que explicarla; ya se sabe que no hay nada más engorroso de explicar que lo obvio.

Es verdad que más allá del nivel de las supuestas evidencias, subsisten varias dudas: ¿no habrá un orden subyacente detrás de todo esto que lo justifi­que? ¿Podían las cosas haber sido de otra forma? ¿Tiene, entonces, algún sentido lamentarse? ¿Es que hay alguien o algo responsable, en particular, de esta situación?

Yo no sé responder a esas preguntas, pero no pue­do evitar la impresión de que, a partir de la revolución industrial, nuestro mundo es muy escasamente inte­resante desde un punto de vista espiritual, y tantos esfuerzos por prolongar la vida de una cultura manifiestamente putrefacta le hacen pensar a uno en aquello de la muerte digna. Aunque tampoco hay que ser tan frívolos como para olvidar que, en este momento, y cada vez más, Occidente y el mundo son casi lo mismo, y que si Occidente se hunde, probable­mente el mundo entero se hunde.

Por otra parte, no sé si no estaremos demasiado obsesionados con lo mal que anda todo. Todo es un desastre, de acuerdo, pero en contra de las ideas de esos ciudadanos ejemplares que pretenden salvar el mundo reciclando cosas que nunca debieron haber alcanzado el nivel de la existencia, y que se empeñan en convencernos de que todos somos responsables de todo, uno no puede hacer apenas nada por arreglar el mundo, suponiendo que el mundo pueda y merezca ser arreglado. Pero eso es normal: sólo el orgullo titánico de nuestra cultura nos puede llevar a pensar que uno está aquí para arreglar el mundo. Lo que sí está al alcance de cada cual (y lo que habitualmente no se hace, porque con tanta responsabilidad social no queda tiempo para nada) es ocuparse un poco de la propia alma. La gran amenaza que se cierne sobre nosotros no es que se nos acabe el petróleo (yo lo veo más bien como una esperanzadora posibilidad) sino que se nos está acabando el alma; el mun­do está muy probablemente más cerca que nunca de convertirse en un mundo sin alma. Y eso si que es grave, y no lo del petróleo.

Antes hablaba de contemplar la naturaleza desde la propia alma y ahora nos advierte sobre un mundo sin alma. Para muchos este concepto de «alma» se ha transformado en un sinónimo de buenas intenciones o tal vez de inspiración emocional. Pero usted nos recuerda que el alma es capaz da hondura y de desvelar misterios ¿qué es entonces ese alma que hemos olvidado?

Seguramente hay cosas que se entienden mejor por intuición que mediante una definición. Teniendo en cuenta que quizá no sea éste el momento oportuno de meternos en sutiles distingos metafísicos que, por lo demás, tampoco yo sería capaz de improvisar, tendremos que conformarnos con manejar una aproximación intuitiva. Un filósofo contemporáneo, Henry Corbin, dice que el alma es -en la doble posibilidad de la expresión- el rostro que Dios ofrece a cada hombre: es decir, el rostro que el hom­bre ve en Dios y el rostro que Dios ha concedido al hombre. De ahí se deriva que el alma es, pues, nues­tra realidad más profunda y, a la vez, la única posibili­dad de conocer la realidad en su profundidad. Por algún motivo, estamos escindidos de nuestra propia alma y es preciso volver a recuperar la unidad perdi­da. En la medida en que se produce esa unidad, se produce la transfiguración, aparece una nueva dimen­sión de la realidad, una dimensión de luz, el mundo se «reencarna», aparece, literalmente, un mundo nuevo, del que la ciencia, por cierto, no sabe absolutamente nada. Y ese mundo es mucho más real que el que comúnmente se considera «mundo real». Pero el alma hay que buscarla, hay que cultivarla, de lo contrario muere por inanición.

En su crítica al ecologismo con piel de cordero o acomodado a solucionas de carácter tecnológico y a hacer el trabajo más digerible al progresismo reinante, usted aclara «que no hay que hacer compatible al equilibrio natural con el desarrollo y la riqueza, sino con la austeridad y la santa pobreza». Hablar hoy en día de ser pobres no sólo produce indiferencia, sino seguramente sarcasmo y rechazo. Nadie puede considerar la pobreza un mérito o un logro, sino todo lo contrario. ¿Nos podría recordar a los lectores qué es la santa pobreza y cómo ésta puede ser la «tecnología» más fiable para una solución a nuestros males?

No sé si la austeridad y la pobreza son la solución a nues­tros males (ni siquiera sé si «nuestros males», socialmente hablando, tienen solución), pero, sin apuntar tan alto, me parece que es simplemente el único camino sensato para vivir con dignidad, que no es poco. No estoy hablando de que haya que vivir en la miseria ni pasar hambre. Estoy hablando sim­plemente de ceñirse a lo esen­cial. Todo lo que no es esencial es secundario, y lo secundario nos desvía de lo esencial y nos lleva a perdernos en la nada.

Hay algo así como una ley espiritual de conservación de la energía, en virtud de la cual para añadir algo a una parte, hay que quitarlo de otra. Sólo podemos acu­mular riqueza material a costa de un empobrecimien­to espiritual. Y aquí estamos otra vez ante el molesto problema de tener que explicar lo obvio. Pero me pare­ce que son los que piensan lo contrario los que tendrí­an que explicarse. Si alguien cree que la felicidad está en tener varios coches y marcharse de vacaciones al Caribe, pues vale. Hace tiempo que renuncié a conven­cer a nadie de lo contrario.

Nuestra cultura ha sustituido la fe en Dios por la fe en el «progreso», un dogma mucho más incuestionado ahora de lo que lo fue nunca la idea de Dios. Se da por supuesto que todos los problemas se arreglan mediante la acumulación, que todo se resuelve con más medios, más energía, más ciencia, más tecnolo­gía, más progreso… Se da por supuesto que el des­arrollo económico es siempre bueno. Pero esa manía de acumular no es más que la forma neurótica de compensar un inmenso vacío interior. Y cuanto más se acumula, mayor se hace el vacío. A partir de un cierto nivel, cuanto más tenemos, menos somos.

En todo caso, la necesaria pobreza no se refiere sólo a los llamados «bienes de consumo» que se pue­dan acumular a nivel personal, sino fundamental­mente a todo lo que socialmente ha acumulado nues­tra civilización; pues se puede vivir con un cierto nivel de austeridad personal, pero es prácticamente impo­sible vivir renunciando a eso que llaman «conquistas de nuestro tiempo», por ejemplo, a la tecnología moderna, encarnación social del mal por antonoma­sia. Sencillamente no se te permite vivir sin ella y ya casi ni siquiera morir sin ella. Y me parece que en un mundo dominado por la tecnología y la información apenas hay posibilidades de supervivencia ni para la naturaleza ni para el alma.

Todos los programas políticos de desarrollo quieren convertir a sus ciudadanos en miembros de la «sociedad de la información». Parece que a usted esta expresión la resulta sospechosa…

No, no exactamente sospechosa. Me parece, más bien, abominable. No la expresión, claro está, sino la realidad que designa. La información no es más que la corrupción de la sabiduría, su inversión exacta; y como dijo un Padre de la Iglesia, la corrupción de lo óptimo genera lo pésimo. «Sociedad de la informa­ción» es un sinónimo exacto de lo que algunos han lla­mado de forma más clara «reino de la cantidad», que implica la sustitución metódica y rigurosa de todo lo cualitativo -en definitiva, lo único que importa- por lo cuantitativo. Excluyendo todo lo que pertenece al ámbito de la cualidad, y por tanto de la inteligencia, la sociedad de la información no es más que el grado extremo en la sofisticación de la barbarie.

La sociedad industrial, con toda su mastodóntica brutalidad, y tal vez por ello mismo, permitía, en algún sentido, mantener una cierta distancia mental frente a ella. En la sociedad postindustrial, en eso que ahora llaman «sociedad de la información», esa distancia desaparece porque ya no hay esa violencia explícita por parte del poder; la tensión ha desaparecido; apa­rentemente todo se suaviza y se democratiza; todo se vuelve higiénico y aséptico, light; sobre todo las inteli­gencias. Y, claro, las inteligencias light se sienten feli­ces en un mundo light. Todo está en orden. Hay reac­ciones y desajustes, por supuesto, pero no es descar­table que se puedan resolver. La sociedad de la infor­mación supone la extinción definitiva de los últimos vestigios de vida tradicional que aún sobrevivían en nuestro mundo. Eso me parece extremadamente gra­ve. Quienes han nacido en las últimas décadas no podrán tener ningún recuerdo de un mundo con ras­tros de sentido.

Está por ver si ese modelo social consigue sus objetivos o se derrumba en el empeño. Si se derrum­ba tal vez arrastre al mundo entero en su caída; si triunfa… mejor no pensarlo. ¿Hay posibilidad de cami­nos intermedios que permitan, al menos, seguir tirando? No tengo ni idea. Pero sé que durante milenios y hasta hace bien poco las gentes han vivido sin infor­mación, sin ordenadores, sin móviles, sin internet… Su vida sería feliz o desgraciada, pero era real, inme­diata, humana. Sus esperanzas, sus angustias, sus alegrías y sus tristezas estaban puestas en la familia, en la cosecha, en la fiesta comunal, en el duelo… en cosas reales. Ahora están puestas en el Euribor y en el índice Dow Jones. En la sociedad de la información la vida está en función de unos datos que no tienen rea­lidad ninguna, son como signos trazados en el aire que nos asustan, nos alegran, nos hacen sentirnos de una forma o de otra, como si realmente tuvieran enti­dad. Supongo que a nivel individual, el ser humano siempre tiene algún grado de libertad para orientar su existencia en una dirección o en otra, pero en el plano social, todo es un gigantesco simulacro que ha venido a sustituir a la vida. Imposible no evocar las palabras del jefe Seattle: la vida ha terminado; expulsados de la patria de origen, aquí ya sólo queda la supervivencia.

En el breve esbozo que nos está trazando cualquiera pensaría que su propuesta ante las limitaciones del mundo moderno sería huir de él, pero usted en el cierre de su libro Manifiesto contra el progreso nos advierte de que no se trata de huir de la realidad, sino justamente de huir a la realidad. ¿Cómo sería un trato «realista» con la naturaleza?

Ahí, en principio, no hay mucho que inventar. Una rela­ción realista con la naturaleza estaría en la línea de la que han mantenido siempre todas las culturas tradicionales, que han conservado el mundo casi intacto a lo largo de milenios. Ha bastado la presencia del hom­bre moderno durante unos pocos años, con unos planteamientos radicalmente distintos a los del resto de la humanidad, para producir la catástrofe. Así pues, me parece que está claro hacia dónde hay que apuntar: todas las culturas han partido siempre del reconocimiento de la dimensión espiritual de esa relación, de la consideración de la naturaleza como una realidad sagrada.

Eso implica desligar a la naturaleza del proceso productivo. La naturaleza no puede ser contemplada como depósito de materias primas, por muy racional­mente que se pretenda gestionar. Tampoco me parece que el planteamiento cientifista con su fragmentación analítica y su reduccionismo aporte una visión más profunda. Habría que reaprender a contemplar la naturaleza como Misterio, como lugar de revelación de una presencia superior. Novalis lo expresaba con precisión: «Ver, hasta en sus más recónditas profundi­dades, el Alma del vasto mundo». Cuando se ha visto «el Alma del vasto mundo» es ya imposible referirse a la naturaleza como despensa.

El discurso del ecologismo, miope y estrechamen­te pragmatista, impregnado de sociologismo, economicismo y cientifismo, es ya, en una gran medida, el del poder social dominante. Hace falta un nuevo dis­curso sobre la naturaleza que la revele en lo que tiene de sacralidad, de poesía, de magia, de belleza, de armonía oculta, y que al mismo tiempo, lejos de cual­quier blandenguería, sepa cuestionar de forma impla­cable el progreso, la tecnología, la industrialización, el desarrollo… Esta doble e indisociable perspectiva me parece esencial, y ni lo uno ni lo otro está presente en el planteamiento ecologista.

Por encima de todo, sería preciso recuperar una forma de vida que nos devolviera a una relación inme­diata con la naturaleza; y lo que de forma especial impide esa inmediatez es, en mi opinión, la tecnología moderna. Por supuesto, no es posible renunciar de la noche a la mañana a la tecnología, pero tal vez sería posible desandar lo andado de forma gradual; orien­tar el proceso exactamente en la dirección inversa, decrecer en lugar de crecer, ir cada vez más despacio en lugar de más deprisa, recuperar progresivamente todo lo que la modernidad nos ha arrebatado sin que apenas nos enterásemos. Eso exigiría un cambio de conciencia global de la humanidad que, ciertamente, no tiene visos de producirse. Y, aun en el caso de dar­se, ¿sería técnicamente posible ese proceso? No lo sé. Pero, en todo caso, si todavía existe una posibilidad de escapar a la Babilonia tecnológica en que vivimos, no puede estar más que ahí. Eso es, yo creo, lo único real.

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