Otra entrega de los Recuerdos… de Jung; veremos ahora a Freud a través de sus ojos. Las notas entre corchetes son mías.
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No hallé mucha comprensión para las ideas expresadas en Die Psychologie der Dementia praecox, y mis colegas se burlaron de mí. Pero por este trabajo me encontré con Freud. Me invitó a visitarle y en febrero de 1907 tuvo lugar nuestro primer encuentro en Viena. Nos encontramos a la una del mediodía y hablamos durante trece horas ininterrumpidamente, por así decirlo. Freud era el primer hombre realmente importante que yo conocía. Ningún otro hombre de los que entonces conocía podía equiparársele. En su actitud no había nada de trivial. Le encontré extraordinariamente inteligente, penetrante e interesante en todos los aspectos. Y pese a ello mis primeras impresiones sobre él fueron poco claras y en parte incomprendidas.
Lo que me decía acerca de su teoría sexual me impresionó. Sin embargo sus palabras no lograron disipar mis dudas y reflexiones. Se las planteé más de una vez, pero siempre me objetaba mi falta de experiencia. Freud llevaba razón: entonces no poseía yo la experiencia suficiente para fundamentar mis argumentos. Vi que su teoría sexual era extraordinariamente importante para él, tanto en el sentido personal como filosófico. Ello me impresionó, pero no podía explicarme exactamente hasta qué punto esta valoración positiva dependía en él de premisas subjetivas y hasta qué punto de experiencias concluyentes.
En especial, la posición de Freud respecto al espíritu me pareció muy cuestionable. Siempre que en un hombre o en una obra de arte se manifestaba el lenguaje de la espiritualidad, le parecía sospechoso y dejaba entrever una «sexualidad reprimida». Lo que no podía explicarse directamente como sexualidad, lo caracterizaba como «psicosexualidad». Yo objetaba que su hipótesis, llevada a sus lógicas conclusiones, conducía a un juicio demoledor sobre la cultura. La cultura aparecía como una mera farsa, como fruto morboso de la sexualidad reprimida. «Ciertamente -concedía él-, así es. Ello es una maldición del destino contra la cual nada podemos.» Yo no estaba dispuesto en absoluto a darle la razón. Sin embargo, no me sentía maduro todavía para entablar una polémica.
Hay todavía algo en este primer encuentro que me resultó significativo. Concierne a cosas que, sin embargo, sólo logré comprender y meditar después del fin de nuestra amistad. Era evidente que la teoría sexual de Freud resultaba singularmente sugestiva. Cuando Freud hablaba de ello, su voz se hacía imperiosa, angustiosa casi, y ya no se notaba nada de su actitud crítica y escéptica. Una expresión extrañamente agitada, una causa que no lograba yo aclarar, animaba su rostro. Me impresionó profundamente que la sexualidad significara para él un numinosum. Mi impresión quedó confirmada por una conversación que tuvo lugar unos tres años después (1910), nuevamente en Viena.
Recuerdo todavía muy vivamente cómo me dijo Freud:
«Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un bastión inexpugnable.» Me dijo esto apasionadamente y en un tono como si un padre dijera: «Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos los domingos irás a misa!» Algo extrañado le pregunté: «Un bastión ¿contra qué?» A lo que respondió: «Contra la negra avalancha», aquí vaciló un instante y añadió: «del ocultismo». En primer lugar fueron el «dogma» y el «bastión» lo que me asustó; pues un dogma, es decir, un credo indiscutible, se postula sólo allí donde se quiere reprimir una duda de una vez para siempre. Pero esto ya no tiene nada que ver con una opinión científica, sino sólo con un afán de poder personal.
Esto constituyó un rudo golpe para nuestra amistad. Yo sabía que nunca podría aceptar esto. Lo que Freud parecía entender por «ocultismo» era, más o menos, todo lo que la filosofía y la religión, incluyendo la parapsicología, que por entonces estaba de moda, tenían que decir sobre el alma. Para mí la teoría sexual era igualmente «oculta», es decir, indemostrable, pura hipótesis posible, como muchas otras concepciones especulativas. Una verdad científica era para mí una hipótesis satisfactoria por el momento, pero no un artículo de fe para todos los tiempos.
Sin poder entonces comprender esto correctamente, había observado en Freud una secuela de factores religiosos inconscientes. Manifiestamente quería alistarme para una defensa común contra amenazadores signos inconscientes.
La huella que me dejó esta conversación contribuyó a mi confusión; pues hasta entonces no había atribuido a la sexualidad el alcance de una cuestión indecisa a la que se debe prestar fidelidad porque pudiera perderse. Para Freud la sexualidad significaba, por lo visto, más que para los demás. Era para él una res religiose observanda. Bajo la influencia de tales ideas y cuestiones se incurre, por regla general, en la desconfianza y la reserva. Así, nuestras conversaciones terminaron pronto, tras algunos balbucientes intentos por mi parte.
Yo estaba profundamente impresionado, confuso y desconcertado. Tenía la sensación de haber lanzado una ojeada a un país nuevo y desconocido, de donde me llegaban volando bandadas de nuevas ideas. Una cosa estaba clara para mí: Freud, que siempre hacía hincapié en su irreligiosidad, se había construido un dogma, mejor dicho, en lugar del Dios celoso que había perdido, había puesto una imagen forzosa, concretamente a la sexualidad; una imagen que no era menos apremiante, exigente, despótica, amenazadora y ambivalente moralmente. Del mismo modo que al más fuerte psíquicamente y por lo tanto, terrible, corresponden los atributos de «divino» o «diabólico», la «libido sexual» había adoptado en él el papel de un deus absconditus, de un Dios oculto. La ventaja de esta mutación consistía para Freud en que el nuevo principio numinoso le parecía irreprochable científicamente y libre de todo lastre religioso. Pero en el fondo subsiste la numinosidad como propiedad psicológica de los principios antagónicos inconmensurables racionalmente: Jehová y sexualidad. Sólo había variado la denominación y con ello ciertamente también el punto de vista: no era en lo alto donde había que buscar lo perdido, sino abajo. Pero ¿qué le importa, al fin y al cabo, al más fuerte, si se le define de éste o de otro modo? Si no existiera psicología alguna sino sólo objetos concretos, se habría en efecto destruido a uno, para colocar a otro en su lugar. En la realidad, es decir, en el campo de la experiencia psicológica, no ha desaparecido empero nada en absoluto de la urgencia, angustia, coacción, etc. Como antes, se plantea la cuestión de cómo aparece o desaparece el miedo, el remordimiento, la culpa, la coacción, la inconsistencia y la impulsividad. Si no proviene del lado diáfano, idealista, entonces quizá lo haga del oscuro, del biológico.
Como llamas momentáneamente oscilantes pasaron por mi cabeza estos pensamientos. Mucho más tarde, cuando medité sobre el carácter de Freud, se me hicieron importantes y revelaron su significado. Un rasgo de su carácter me preocupaba en especial: la amargura de Freud. Ya me llamó la atención en nuestro primer encuentro. Durante mucho tiempo no logré comprenderlo hasta que pude relacionarlo con su actitud respecto a la sexualidad. Para Freud la sexualidad significaba ciertamente un numinoso, pero en su teoría se expresa exclusivamente como función biológica. Sólo la inquietud con que hablaba de ello permitía deducir que en él resonaba más profundamente. En última instancia quería enseñar -así por lo menos me lo pareció a mí- que, vista desde dentro, la sexualidad implicaba también espiritualidad o tenía sentido. Su terminología concreta era, sin embargo, demasiado limitada para poder expresar esta idea. Así pues, me daba la impresión de que trabajaba contra su propio objetivo y contra sí mismo; y no existe amargura peor que la de un hombre convertido en el más encarnizado enemigo de sí mismo. Según su propia expresión, se sentía amenazado por la «negra avalancha», él, que había propuesto principalmente vaciar las oscuras profundidades.
Freud no se preguntó nunca por qué debía hablar constantemente sobre el sexo, por qué este pensamiento le poseía. Nunca tendría consciencia de que en la «monotonía del significado» se expresaba la huida de sí mismo, o de aquella otra parte suya que quizás pudiera definirse como «mística». Sin reconocer esta parte no podía sentirse acorde consigo mismo. Era ciego frente a la paradoja y la ambigüedad de los significados del inconsciente, y no sabía que todo cuanto emerge del inconsciente posee algo superior e inferior, algo interno y externo. Cuando se habla de lo externo -y esto hizo Freud- se considera sólo la mitad de ello y, consiguientemente, surge en el inconsciente una fuerza antagónica.
Contra esta parcialidad de Freud no había nada que hacer. Quizás una íntima experiencia personal le hubiera podido abrir los ojos; pero a lo mejor su mente lo hubiera reducido también a «mera sexualidad» o «psicosexualidad». Fue prisionero de un punto de vista y justamente por ello veo en él una figura trágica, pues era un gran hombre.
[…]
Me interesaba oír las opiniones de Freud sobre la precognición y sobre parapsicología en general. Cuando le visité en 1909 en Viena le pregunté qué pensaba acerca de ello. De acuerdo con su prejuicio materialista, rechazó radicalmente la cuestión como algo absurdo, basándose en un positivismo tan superficial, que me fue difícil no responderle con acritud. Transcurrieron todavía algunos años hasta que Freud reconoció la importancia de la parapsicología y la autenticidad de los fenómenos «ocultos».
Mientras Freud exponía sus argumentos, yo sentí una extraordinaria sensación. Me pareció como si mi diafragma fuera de hierro y se pusiera incandescente -una cavidad diafragmática incandescente. Y en este instante sonó un crujido tal en la biblioteca, que se hallaba inmediatamente junto a nosotros, que los dos nos asustamos. Creímos que el armario caía sobre nosotros. Tan fuerte fue el crujido. Le dije a Freud: «Esto ha sido un fenómeno de exteriorización de los denominados catalíticos.»
«¡Bah -dijo él-, esto sí que es un absurdo!»
«Pues no», le respondí, «se equivoca usted, señor profesor. Y para probar que llevo razón le predigo ahora que volverá inmediatamente a oírse otro crujido». Y, efectivamente: ¡apenas había pronunciado estas palabras se oyó el mismo crujido en la biblioteca!
No sé aún hoy por qué tenía tal certeza. Pero sabía con toda exactitud que el crujido iba a repetirse. Freud me miró horrorizado. No sé qué pensaba o qué miraba. En todo caso, este hecho despertó su desconfianza hacia mí y yo tuve la sensación de haberle hecho algo. Nunca más volví a hablarle de esto.
El año 1909 fue un año decisivo en nuestras relaciones. Fui invitado a la Clark University (Worcester, Mass.) para dar unas conferencias sobre el ensayo de asociación. Independientemente de mí, Freud recibió también una invitación y decidimos viajar juntos. Nos encontramos en Bremen, nos acompañaba Ferenczi. En Bremen sucedió el incidente tan discutido del desmayo de Freud. Fue provocado -indirectamente- por mi interés por las «momias del pantano». Yo sabía que en ciertas regiones del norte de Alemania se habían hallado los llamados cadáveres de los pantanos. Son en parte cadáveres de hombres prehistóricos que se ahogaron en los pantanos o fueron enterrados allí. El agua del pantano contiene ácidos húmicos que atacan a los huesos, a la vez que curten la piel de tal modo que ésta, al igual que los cabellos, quedan [queda] perfectamente conservados [conservada]. De este modo se realiza un proceso natural de momificación en el que, sin embargo, por la acción del peso del fango los cadáveres han quedado aplanados por completo. Se les encuentra ocasionalmente en las tumberas [?] de Holstein, Dinamarca y Suecia.
Estas momias de los pantanos, sobre las cuales había yo leído algo, me vinieron a la memoria cuando estábamos en Bremen, pero estaba algo «confundido» y ¡los había tomado por las momias de las cámaras de plomo de Bremen! Mi interés irritó a Freud. «Pues ¿qué le pasa a usted con estos cadáveres?», me preguntó varias veces. Se disgustó mucho y durante una conversación sobre ello en la mesa sufrió un mareo. Después me dijo que estaba convencido de que esta charla sobre cadáveres significaba que yo le deseaba la muerte. Quedé más asombrado por esta opinión suya. Quedé asustado y [?] ciertamente por el poder de sus fantasías que podían llegar a ocasionarle un desmayo.
De modo parecido, Freud padeció un desmayo en otra ocasión en mi presencia. Fue durante el Congreso psicoanalítico en Munich [Múnich] en 1912. Alguien guió la conversación hacia Amenofis IV. Se recalcó que su actitud hostil respecto a su padre le llevó a destruir las inscripciones en las estelas funerarias y que detrás de su gran intuición de una religión monoteísta se ocultaba su complejo de padre. Esto me irritó e intenté explicar que Amenofis fue un hombre genial y profundamente religioso, cuyos hechos no pueden explicarse por antagonismos personales contra su padre. Por el contrario, honró la memoria de su padre y su celo destructor se orientó exclusivamente contra el nombre del dios Amón, que hizo suprimir en todas partes, y naturalmente quitó también de las inscripciones funerarias de su padre la palabra Amón-hotep. Además, también otros faraones hicieron sustituir en los monumentos y en las estatuas los nombres de sus antepasados, divinos o auténticos, por el suyo propio, dado que se sentían, con justo título, encarnaciones del mismo Dios. Pero no habían instaurado ni una nueva religión ni un nuevo estilo.
En este instante Freud cayó desmayado de la silla. Todos le rodearon azorados. Entonces le tomé en brazos y le llevé a la habitación contigua donde le deposité en un sofá. Ya mientras le llevaba en brazos comenzó a volver en sí y la mirada que me dirigió no la olvidaré nunca. En su impotencia me miró como si yo fuera su padre. Lo que contribuyó a provocar este desmayo -la atmósfera estaba muy tensa- fue, igual que en el caso anterior, la fantasía sobre el asesinato del padre.
[…]
Nuestro viaje a los Estados Unidos, que emprendimos en 1909 en Bremen, duró siete semanas. Estuvimos juntos todos los días y analizábamos nuestros sueños. Tuve entonces sueños importantes, con los que Freud no supo qué hacer. No le hice por ello censura alguna, pues al mejor analista le puede suceder que no pueda descifrar el acertijo de un sueño. Era un fallo humano y nunca me hubiera inclinado a interrumpir nuestros análisis y nuestra relación me resultaba sobremanera valiosa. Consideraba a Freud una personalidad de más edad, más madura y de mayor experiencia, y a mí como a un hijo. Sin embargo, sucedió algo que supuso un duro golpe a nuestras relaciones.
Freud tuvo un sueño cuyo contenido no estoy autorizado a exponer. Lo interpreté lo mejor que supe, pero añadí que se podían deducir muchas más cosas si quería comunicarme algunos detalles de su vida privada. A estas palabras, Freud me miró extrañado -su mirada estaba llena de desconfianza- y dijo: «El caso es que no puedo arriesgar mi autoridad.» En este instante la perdió. Esta frase se me grabó en la memoria. En ella estaba escrito el final de nuestra relación. Freud colocaba la autoridad personal por encima de la verdad. (Págs. 181-191)