Último fragmento de El pensamiento del corazón: veamos las consecuencias que, según Hillman, se extraen de la «despersonalización» del mundo. Qué fuerza tiene este texto…
————-
La respuesta estética no es un panteísmo confuso, una adoración generalizada de la naturaleza o incluso de la ciudad. Es más bien esa gozosa contemplación de los detalles, esa intimidad mutua que tan bien conocen los enamorados. […]
Un mundo sin alma no ofrece intimidad. Las cosas quedan fuera, al fresco; cada objeto, por definición, es desechado antes incluso de concluir su fabricación: es basura; son desperdicios desprovistos de vida que reciben su valor únicamente de mi deseo consumista de poseer y retener, dependiendo por completo del sujeto que les da vida con su propio deseo. Cuando los detalles no tienen ningún valor esencial, entonces mi propia virtud como detalle depende úínica y exclusivamente de mi subjetividad o de tu deseo de mí (o temor a mí): debo ser deseable y atractivo, debo ser un objeto sexual o adquirir poder e importancia. Pues también yo -sin estas contribuciones a mi persona concreta, tanto si proceden de tu subjetividad como de la mía- no soy más que una cosa muerta entre las cosas muertas, potencialmente solo para siempre.
Si los detalles -ya sean las imágenes, las cosas o los sucesos del día- deben adquirir significado, recaerá entonces sobre el sujeto la tarea de mantener las catexis libidinales, de «relacionarse», para que la despersonalización y la desrealización no se produzcan. Corresponde a nosotros mantener viva la llama del mundo. Y sin embargo estos síndromes, la despersonalización y la desrealización, están latentes en la teoría del mundo exterior desprovisto de alma. Ciertamente estoy solo, sin relaciones, y mi existencia es un puro despilfarro. Ciertamente la terapia debe centrarse entonces en las relaciones en vez de en los contenidos, en las sustancialidades, en las cosas que importan, porque, cuando el mundo está muerto, la conexión se convierte en la tarea principal de la terapia: la psicología del yo se hace inevitable, pues el paciente debe encontrar la forma de conectar la psique del sueño y del sentimiento con el mundo muerto, a fin de reanimarlo. ¡Qué tensión, qué esfuerzo supone vivir en un cementerio! ¡Qué tremenda fuerza de voluntad hace falta! Ciertamente soy presa de las ideologías y los cultos que alivian el peso de esa subjetividad. Ciertamente tengo una necesidad desesperada de narcisismo, no porque haya sido desatendido o siga desatendiendo yo mi subjetividad más recóndita, sino porque un mundo sin alma no puede ofrecer intimidad, no puede devolverme la mirada, no puede mirarme con interés, con gratitud, ni aliviar el aislamiento esencial de mi subjetividad.
Pero en el momento en que cada cosa, cada suceso, se presenta de nuevo como una realidad psíquica -y para ello no se necesita la magia de la sincronicidad, el fetichismo religioso, ni ningún acto simbólico especial-, entonces estoy atrapado en una duradera e íntima conversación con la materia. Entonces la gramática se distiende: sujeto y objeto, personal e impersonal, yo y tú, masculino y femenino, encuentran nuevos modos de entrelazarse; los verbos en plural pueden no concordar con sus respectivos nombres en singular, pues la imaginación de las cosas le habla en su lengua al corazón. Entonces Eros desciende desde su condición de principio universal, de abstracción del deseo, hasta la verdadera erótica de las cualidades sensibles de las cosas: materiales, formas, movimientos, ritmos. […]
La tecnología no es necesariamente el enemigo del corazón; no está desprovista intrínsecamente de alma. El peligro no procede tanto de los datos irracionales de la tecnología como tal -ya sea nuclear, genética, informática o química- cuanto de la manera irracional y anestesiada de concebir esos inventos técnicos como mecanismos carentes de alma; al haber sido concebidos dentro de la fantasía cartesiano-cristiana, se vuelven objetivos, irracionales y mudos. Los hallazgos de la técnica se han convertido en los grandes esclavos reprimidos que obedecen a leyes mecánicas y a los cuales no les está permitido fallar; por eso los tememos. Queremos sacar el máximo partido de ellos con el mínimo esfuerzo. Dado que el paradigma de nuestra actitud mental reserva el alma sólo para las personas subjetivas, la tecnología no es considerada como parte integrante de lo que Whitehead denomina «naturaleza viva» -un mundo de objetos parlantes con rostro- y se convierte, por tanto, en un temible monstruo de Frankenstein. La tecnología se vuelve psicopatológica cuando, al igual que cualquier otro fenómeno, le arrebatan el alma, como hicieron las primeras afirmaciones teóricas de las que surgió. Fue concebida de manera monstruosa. Ahora el alegre y atrevido R2D2 ha sustituido a Boris Karloff. El monstruo se hunde junto con el mecanicismo newtoniano. Se puede reconsiderar la tecnología y volver a imaginar todas las cosas a la luz del anima mundi. (Págs. 174-180)