Cabalgando al Tigre

viernes, 28 marzo, 2008

Espiritualidad Creativa (III): deconstrucción del perennialismo tradicional

Filed under: Pensadores de interés — by Aspirante a domador @ 9:56 am

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Aquí os dejo la incendiaria tercera parte de la Espiritualidad Creativa de Ferrer. Los que, como yo, os encontréis cómodos dentro del marco Tradicional, encontraréis aquí una crítica bien fundamentada que de algún modo obliga a replantearse ciertas aproximaciones. No quiere esto decir, por supuesto, que a la luz de dicha crítica el perennialismo perezca, si se me permite el abuso, sino que aporta una perspectiva desde la cual se presentan debilidades argumentales en su aproximación. Repito: desde mi punto de vista, esto no disminuye su pertinencia, pero sí da un baño de humildad a esta postura al cuestionarla. Si no tenéis tiempo o/y ganas de leerlo todo pero estáis interesados en el tema, id directamente al epígrafe final «Resumen y conclusiones».

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Brevemente quiero destacar que el perennialismo: 1) es una postura fi­losófica apriorística, 2) favorece una metafísica monista no dual, 3) está orientado hacia una epistemología objetivista, 4) se inclina hacia el esencialismo y, por consiguiente, 5) tiende a caer en el dogmatismo religioso y en la intolerancia a pesar de su alegada postura inclusivista.

El perennialismo es una postura filosófica apriorística

Lo que aquí quiero sugerir es que el núcleo común de la espiritualidad respaldado por la filosofía perenne no es el resultado de la investigación intercultural o del diálogo interreligioso, sino una inferencia deducida de la premisa de que existe una unidad trascendente de la realidad, un único Absoluto subyacente a la multiplicidad fenoménica y hacia el cual se en­caminan todas las tradiciones espirituales.

La evidencia que proporcionan los perennialistas para apoyar su idea de una meta común para todas las tradiciones espirituales es tan sorpren­dente como reveladora. Los perennialistas suelen afirmar que la unidad trascendente de todas las religiones sólo puede ser aprehendida intuitiva­mente y confirmada mediante un órgano o facultad conocida como el In­telecto (denominado también Ojo del Corazón u Ojo del Alma). Según los pensadores perennialistas, el Intelecto participa de la realidad Divina y, por lo tanto, al ser universal y no estar afectado por limitaciones históricas, es capaz de ver objetivamente las «cosas tal como realmente son» a través de la intuición metafísica directa (gnosis) (véase, por ejemplo, Cutsinger, 1997; Schuon, 1997; H. Smith, 1987, 1993). No cabe duda de que a los pe­rennialistas se les debería reconocer haber dado el atrevido y saludable paso de postular formas intuitivas de conocimiento que trascienden las es­tructuras ordinarias de la razón centrada en el sujeto y la razón comunica­tiva. Sin embargo, decir que este conocimiento intuitivo necesariamente revela una metafísica perennialista es una maniobra interesada que no pue­de escapar de su propia circularidad. Para ser genuinas, nos dicen, las in­tuiciones metafísicas han de ser universales. Y ello es así, nos aseguran, porque la universalidad es la marca distintiva de lo que es Verdad. En pa­labras de Schuon (1984a): «Ninguna escuela o persona tiene la exclusiva de las verdades [perennes] que acabamos de expresar; de ser así no serían verdades, pues éstas no se pueden inventar, sino que necesariamente han de ser conocidas en todas las civilizaciones tradicionales integrales» (pág. xxxiii). A esto añade: «La Inteligencia es o individual o universal; o razón o Intelecto» (pág. 152). Pero entonces, el discurso perennialista se reduce a decir que o tu intuición metafísica confirma la Verdad Primordial o es falsa, parcial o pertenece a un nivel inferior de percepción espiritual. La filosofía perenne, a través de su propia lógica circular, se ha hecho in­vulnerable a toda crítica (cf. Dean, 1984).

En vista de tanta circularidad, una explicación más convincente para la intuición de la unidad trascendente de las religiones es que ésta se origina en un compromiso a priori con la verdad perenne, un compromiso que, tras años de estudio y de práctica espiritual orientados de manera tradicio­nal, se transforma gradualmente en una intuición metafísica directa que concede al creyente un sentimiento de certeza incuestionable. Según Nasr (1996), por ejemplo, la meta de la hermenéutica perennialista no es estu­diar lo que dicen las diversas tradiciones espirituales respecto a ellas mis­mas, sino «ver más allá del velo de la multiplicidad […] esa unidad que es el origen de todas las formas sagradas» (pág. 18) y descubrir «la verdad que brilla dentro de cada universo religioso auténtico manifestando lo Absoluto» (pág. 18). Esta tarea sólo se puede llevar a cabo, afirma Nasr (1996), centrándose en la dimensión esotérica de las tradiciones religio­sas, la jerarquía de los niveles de la realidad, la distinción entre fenómeno y noúmeno y otros postulados perennialistas. En otras palabras, la herme­néutica perennialista asume lo que se supone que ha de descubrir y probar. Esta circularidad es evidente en la descripción de Quinn (1997) de la her­menéutica de la tradición: «Por ende, para Guénon y Coomaraswamy, era un requisito indispensable y absoluto creer en una doctrina o principio profundamente religioso o metafísico para comprenderlo» (pág. 25). Ésta quizás sea la razón por la que los pensadores perennialistas suelen califi­car la fe como una facultad situada ontológicamente entre la razón ordina­ria y el Intelecto (por ejemplo, Schuon, 1984b). Ni que decir tiene que para los pensadores perennialistas «la fe es un «sí» Profundo y total al Uno, que es absoluto e infinito, trascendente e inmanente» (Schuon, 1981, pág. 238).

[…]

El perennialismo favorece una metafísica monista no dual

Como ya hemos visto, los modelos perennialistas suelen dar por su­puesta la existencia de una realidad espiritual universal que es el Funda­mento de todo lo que existe y del cual las tradiciones contemplativas son una expresión. A pesar de su insistencia en la inefable e incalificable natu­raleza de este Fundamento, los autores perennialistas la caracterizan por sistema como No dual, lo Uno, o lo Absoluto. El Fundamento del Ser pe­rennialista se asemeja sorprendentemente a la Divinidad neoplatónica o al Brahmán advaita. Tal como afirma Schuon (1981) «la perspectiva de Sankara es una de las expresiones más adecuadas posibles de la philosophia perennis o del esoterismo sapiencial» (pág. 21). En otras palabras, lo Ab­soluto de la filosofía perenne, lejos de ser un fundamento neutral y verda­deramente incalificable, es representado como secundando una metafísica monista no dual.

En los estudios transpersonales, la defensa de Grof y de Wilber de una filosofía perenne sigue de cerca esta tendencia. Mientras que Wilber (1995, 1996c, 1997a) sitúa sistemáticamente un fundamento no dual im­personal como el cenit de la evolución espiritual, Grof (1998) describe el epicentro común de todas las tradiciones religiosas como una Conciencia absoluta que, siendo idéntica en esencia a la conciencia humana indivi­dual, crea a través de un proceso involutivo un mundo material que en úl­tima instancia es ilusorio. Para ambos autores, este reconocimiento confir­ma la verdad del mensaje esencial de los Upanishads hinduistas: «Tat twam asi» o «Tú eres eso», es decir, la unidad esencial entre el alma indi­vidual y lo divino.

Aparte del ya mencionado intuicionismo exclusivista, los argumentos que ofrecen los pensadores perennialistas para justificar este Absoluto único son apriorísticos y circulares. Por ejemplo, los perennialistas suelen afirmar que, puesto que la multiplicidad implica relatividad, una plurali­dad de absolutos es un absurdo lógico y metafísico: «Lo absoluto ha de ser necesariamente Uno y, de hecho, el Uno, tal como han afirmado tantos metafísicos en todas las épocas» (Nasr, 1996, pág. 19). Este compromiso con una metafísica monista está íntimamente relacionado con la defensa perennialista de la universalidad del misticismo. Tal como lo expone el fi­lósofo perennialista Perovich (1985a): «La razón de que [los perennialis­tas] insistieran en la identidad de las experiencias místicas fue, al fin y al cabo, apoyar la reivindicación de que los más diversos místicos han esta­blecido contacto con «la verdad última y única»» (pág. 75).

El perennialismo tiende hacia una epistemología objetivista

Hay que reconocer que acusar a la filosofía perenne de objetivista pue­de resultar de entrada un tanto sorprendente. A fin de cuentas, ciertas doc­trinas perennialistas representan un serio desafío para muchos supuestos objetivistas, y los escritores perennialistas a menudo han criticado el pun­to de vista científico del conocimiento válido como basado en una racio­nalidad objetiva y desapegada. Por una parte, la afirmación de una identi­dad fundamental entre la más profunda subjetividad humana y la naturaleza última de la realidad objetiva representa una formidable obje­ción al cartesianismo de la ciencia natural. Por otra parte, los perennialis­tas han enfatizado repetidas veces no sólo la existencia del acto de conoci­miento intuitivo (el Ojo del Corazón), sino también la importancia de las dimensiones morales y afectivas del conocimiento. La mayoría de estos retos planteados al cientificismo están bien fundados y a los filósofos pe­rennialistas se les debería reconocer el mérito de haberlos anticipado in­cluso décadas antes de que el objetivismo fuera desahuciado de las princi­pales corrientes de la ciencia y de la filosofía.

No obstante, la visión perennialista cae de nuevo en el objetivismo con su insistencia en que hay una realidad última pre-dada que el Intelecto hu­mano puede conocer de forma objetiva (conocimiento intuitivo). Tal como afirma Schuon (1981): «La prerrogativa del estado humano es la objetivi­dad, cuyo contenido esencial es lo Absoluto» (pág. 15). Aunque la objeti­vidad no debe entenderse como limitada a lo empírico y externo, Schuon (1981) nos dice que «el conocimiento es «objetivo» cuando es capaz de captar el objeto tal como es y no como puede que haya sido distorsionado por el sujeto» (pág. 15).

Por supuesto, estas suposiciones hacen que la filosofía perenne esté su­jeta a todas las ansiedades y aporías de la conciencia cartesiana, como las falsas dicotomías entre el absolutismo y el relativismo, o entre el objeti­vismo y el subjetivismo. Esta recaída conduce a los perennialistas a de­monizar y a combatir lo que ahora, a sus ojos, se ha convertido en los ho­rrores del relativismo y el subjetivismo (por ejemplo, Schuon, 1984b; H. Smith, 1989). En la introducción a una antología perennialista contem­poránea, Stoddart (1994) escribe: «El único antídoto para lo relativo y lo subjetivo es lo absoluto y lo objetivo, y éstos son justamente los conteni­dos de la filosofía tradicional o de la «sabiduría perenne» (Sophia perennis)» (pág. 11). O en palabras de Schuon (1984b):

Hemos de elegir: o bien es posible el conocimiento objetivo, absoluto en su propio orden, con lo cual resulta que el existencialismo [subjetivis­mo] es falso, o bien el existencialismo es cierto, pero entonces su propia promulgación es imposible, puesto que en el universo existencialista no hay lugar para intelección alguna que sea objetiva y estable (pág. 10).

Paradójicamente, estas rígidas dicotomías entre lo absoluto y lo relati­vo, entre lo objetivo y lo subjetivo, sólo pueden emerger en el contexto de la propia epistemología cartesiana puesta en tela de juico por la visión pe­renne.

Con estas premisas, los perennialistas reivindican que el camino espi­ritual conduce simultáneamente al conocimiento objetivo de las «cosas tal como realmente son» y a la realización de la naturaleza esencial y verda­dera de la humanidad. Sobre un trasfondo de supuestos objetivistas, consi­deran el camino espiritual como un proceso de deconstrucción o descon­dicionamiento de ciertos esquemas conceptuales, funciones cognitivas y estructuras psicológicas que constituyen una visión engañosa de la identi­dad personal y de la realidad, una ilusión que es a su vez la causa primor­dial de la alienación humana. Las palabras clave del discurso perennialis­ta son, pues, realización, conciencia o reconocimiento de lo que «ya está allí», o sea, la naturaleza esencial y objetiva de la realidad y de los seres humanos.

El perennialismo tiende hacia el esencialismo

La atribución perennialista de un mayor poder explicativo o valor on­tológico a lo que es común entre las tradiciones religiosas es problemáti­ca. La naturaleza de este problema se puede ilustrar a través de la popular historia de la mujer que, al observar cómo su vecino entraba en un estado alterado de conciencia durante tres días consecutivos, primero con ron y agua, luego a través de una respiración rápida y agua, y por último con óxido nitroso y agua, llega a la conclusión de que la razón de su extraña conducta es la ingestión de agua. La moraleja de la historia es, por su­puesto, que lo esencial o más explicativo en una serie de fenómenos no es necesariamente lo más obviamente común a los mismos.

Además, incluso aunque pudiéramos hallar un substrato esencial a los diferentes tipos de conciencia mística (por ejemplo, la experiencia pura, la «talidad», o «un sabor»), no necesariamente se ha de deducir que este fun­damento común tenga que ser la meta de todas las tradiciones, el objetivo más valioso espiritualmente, o el cénit de nuestros esfuerzos espirituales. Aunque sea posible hallar paralelismos entre las tradiciones religiosas, la clave del poder espiritualmente transformador de una tradición puede encontrarse en sus propias prácticas y visiones distintivas. A pesar de las li­mitaciones de la siguiente imagen, la agenda perennialista se podría com­parar al deseo de una persona que entra en una rústica panadería parisina y al ver la variedad de deliciosos croissants, baguettes y pastas de té, insiste en que quiere probar lo esencial y común a todos ellos, es decir, la harina. Sin embargo, al igual que los muchos sabores suculentos que podemos de­gustar en una panadería francesa, el valor espiritual y la belleza funda­mental de las distintas tradiciones podría proceder precisamente de la sin­gular solución creativa para la transformación de la condición humana que cada una de ellas ofrece. Tal como lo expone Wittgenstein (1968), para sa­borear la verdadera alcachofa no necesitamos despojarla de sus hojas.

El perennialismo tiende hacia el dogmatismo y la intolerancia

Estas suposiciones universalistas y objetivistas suelen conducir a los fi­lósofos perennialistas hacia el dogmatismo y a la intolerancia frente a dife­rentes visiones espirituales del mundo. Tal como hemos visto, la filosofía perenne concibe las distintas tradiciones religiosas como caminos que con­ducen a una única realidad absoluta. A pesar de los distintos universos me­tafísicos propugnados por las tradiciones contemplativas, los perennialistas insisten en que «sólo existe una metafísica, pero que hay muchos lenguajes tradicionales a través de los cuales se expresa» (Nasr, 1985, pág. 89).

Pero, ¿qué hay de las tradiciones espirituales que no plantean un Abso­luto metafísico o una Realidad última trascendente? ¿Qué pasa con las tra­diciones espirituales que se resisten a encajar en el esquema perennialista? La solución perennialista para las tradiciones espirituales en conflicto con sus premisas es bien conocida: las doctrinas y tradiciones religiosas que no aceptan la visión perenne no son auténticas, son meramente exotéricas o evidencian niveles inferiores de agudeza intuitiva en una jerarquía de revelaciones espirituales cuya culminación es la Verdad perenne (cf. Hanegraaff, 1998). Por ejemplo, Schuon (1984b) suele distinguir entre lo Abso­luto en sí mismo, que trasciende toda forma, y lo absoluto relativo pro­mulgado por cada una de las religiones. En este esquema, los diferentes fundamentos espirituales últimos, aunque absolutos dentro de su propio universo religioso específico, son meramente relativos en relación con el Absoluto único que defienden los perennialistas.

Y puesto que este Absoluto único, lejos de ser neutral o incalificable, está mejor representado por una metafísica monista no dual, los perennia­listas suelen considerar como inferiores las tradiciones que no se adaptan al no dualismo o al monismo impersonal: el no dualismo impersonal de Sankara está más cerca de lo Absoluto que Ramanuja y los monoteísmos personalistas semíticos (Schuon, 1981); las tradiciones no duales están más próximas que las teístas (Wilber, 1995) y así sucesivamente.

[…]

La afirmación esoterista de que los místicos de todas las épocas y luga­res convergen en lo que a asuntos metafísicos se refiere es un dogma que la evidencia no puede mantener. A diferencia de la visión perennialista, lo que indica la historia espiritual de la humanidad es que las doctrinas e in­tuiciones espirituales se influyeron, modelaron y transformaron entre ellas, y que esta influencia mutua condujo al despliegue de una variedad de mundos metafísicos en lugar de a una sola metafísica y diferentes len­guajes.

Uno de los problemas principales, con el rígido universalismo de la fi­losofía perenne es que, cuando uno se cree en posesión de una imagen de «las cosas tal como realmente son», el diálogo con tradiciones que tienen diferentes visiones espirituales a menudo se convierte en un monólogo aburrido y estéril. En el peor de los casos, los puntos de vista conflictivos se consideran como poco evolucionados, incoherentes o sencillamente fal­sos. En el mejor de los casos, los retos que se presentan son asimilados dentro del esquema perennialista globalizador. En ambos casos, el filóso­fo perennialista no parece ser capaz de escuchar lo que las otras personas tienen que decir, porque toda la información nueva o conflictiva es pasada por la criba, procesada o asimilada en términos del marco perennialista. Por consiguiente, no es muy probable que se produzca un encuentro ge­nuino y simétrico con el otro donde visiones espirituales opuestas se con­sideren como opciones reales.

En nombre del ecumenismo y de la armonía universal, los perennialis­tas pasan por alto el mensaje esencial y la solución soteriológica única que ofrecen las distintas tradiciones espirituales. Al equiparar todas las metas espirituales con una no dualidad al estilo del advaita, la multiplicidad de revelaciones se vuelve accidental y la riqueza creativa de cada vía de sal­vación se considera un artefacto cultural e histórico. Aunque hay que re­conocer que los perennialistas rechazan tanto el exclusivismo de los creyentes exotéricos como el inclusivismo del ecumenismo sentimentalista (Cutsinger, 1997), su compromiso con una metafísica monista no dual que se supone Absoluta, universal y paradigmática para todas las tradiciones es en último término un retorno al exclusivismo dogmático y a la intole­rancia. En el fondo de este exclusivismo está la reivindicación de que la Verdad perenne es superior (es decir, la única capaz de incluir a todas las demás). La intolerancia asociada a esta perspectiva no reside en la creen­cia de los perennialistas de que las otras visiones, como la pluralista y la teísta, sean incorrectas, sino en su convicción de que son menos correctas. Hanegraaff (1998), un historiador de las religiones, expone elocuentemen­te este problema cuando habla del perennialismo contemporáneo:

El «perennialismo» de la Nueva Era sufre el mismo conflicto interno que en general aqueja a los esquemas universalistas. Se supone que es to­lerante e inclusivo porque abarca todas las tradiciones religiosas, diciendo que todas ellas contienen al menos una parte de verdad; pero califica la ac­tual diversidad de credos señalando que, digan lo que digan los creyentes, sólo existe una verdad espiritual fundamental. Sólo esas expresiones reli­giosas que aceptan las premisas perennialistas se pueden considerar «genuinas». Todo esto se puede reducir a dos formulaciones breves y paradó­jicas: el «perennialismo» de la Nueva Era (al igual que el perennialismo en general) no puede tolerar la intolerancia religiosa y excluye con dureza todo exclusivismo de su propia espiritualidad […]. La tolerancia religiosa que se apoya sobre una base relativista y acepta otras perspectivas religio­sas en toda su «otredad» es inaceptable porque sacrifica la propia idea de que existe una «verdad» fundamental (pág. 329-330). (Págs. 124-132)

Resumen y conclusiones

Los orígenes humanistas de la teoría transpersonal, con el impulso uni­versalista que proporcionó la obra de Maslow, junto con el espíritu ecu­ménico de los años sesenta y setenta, fueron un buen campo de cultivo para la propagación de las ideas perennialistas en círculos transpersonales. Tal como hemos visto, enfrentados a la pluralidad de visiones espirituales del mundo por una parte, y seducidos por encantos objetivistas por la otra, los transpersonalistas defendieron la unidad espiritual de la humanidad en la forma de un perennialismo experiencial o estructuralista. Para que las afirmaciones transpersonales y espirituales se pudieran reconocer como válidas y científicas, los transpersonalistas creían que se tenía que demos­trar que son universales y este consenso espiritual sólo se podría hallar en una experiencia religiosa central construida artificialmente (a lo Maslow) o en estructuras profundas abstractas y anónimas (a lo Wilber). En otras palabras, ciertos supuestos objetivistas hicieron que la legitimación de la psicología transpersonal dependiera de la verdad de la filosofía perenne.

En este capítulo, sin embargo, hemos visto que la visión perenne pade­ce varias tensiones y defectos básicos. Entre éstos se incluyen un compro­miso a priori con una metafísica monista no dual, y una visión objetivista y esencialista en sus reivindicaciones de conocimiento sobre la realidad úl­tima. También hemos observado que la versión estructuralista de Wilber de la filosofía perenne está sujeta a una serie de problemas y puntos débiles, como el elevacionismo y el esencialismo, la falta de validez estructuralis­ta, una «mala» hermenéutica y la arbitrariedad en su clasificación jerárqui­ca de las tradiciones. En conjunto, estas afirmaciones y presuposiciones no sólo predisponen hacia formas sutiles de exclusivismo religioso y de into­lerancia, sino que también dificultan la investigación espiritual y limitan la gama de opciones espirituales fértiles y válidas, a través de las cuales po­demos participar creativamente en el Misterio del cual surge todo.

Por estas razones sugiero que el compromiso exclusivo de la teoría transpersonal con la filosofía perenne podría ser perjudicial para su conti­nua vitalidad creativa. Dicho de un modo un tanto dramático, el perennia­lismo fue durante algún tiempo un hogar confortable para la teoría trans­personal, pero este hogar se ha convertido en una prisión y muchos de sus prisioneros son agorafóbicos. Puede que haya llegado el momento de que la teoría transpersonal se vuelva autocrítica y explore visiones alternativas a la filosofía perenne para contemplar la naturaleza de la espiritualidad humana y de las relaciones interreligiosas.

Antes de finalizar este capítulo me gustaría señalar que no ha sido mi intención refutar la filosofía perenne. Más bien, mi propósito principal ha sido destacar el compromiso tácito de la teoría transpersonal con la filoso­fía perenne y sugerir las limitaciones potenciales de esta adherencia des­cribiendo los supuestos y los riesgos fundamentales del perennialismo. Espero que la exposición y ventilación de las presuposiciones del peren­nialismo ayuden a crear un espacio abierto donde la teoría transpersonal no necesite subordinar perspectivas alternativas, sino que pueda entrar en una relación genuina y en un diálogo fértil con ellas.

No obstante, quiero hacer hincapié en que, personalmente, creo que la búsqueda ecuménica de un fundamento común no sólo es una empresa im­portante y valiosa, sino también que algunas reivindicaciones perennialis­tas son plausibles y que pueden resultar ser válidas. Al menos, tengo la convicción de que es posible identificar ciertos elementos comunes a la mayoría de las tradiciones contemplativas (alguna forma de entrenamiento de la atención, ciertas directrices éticas, un intento intencionado de alejarse del egocentrismo, un sentido de lo sagrado, etc.).

A pesar de todo, también creo que asumir la unidad esencial del misti­cismo paradójicamente puede traicionar el mensaje verdaderamente esen­cial de las diferentes tradiciones espirituales. Quizás la ansiada unidad es­piritual de la humanidad sólo pueda hallarse en la multiplicidad de sus voces. Si existe una filosofía perenne, ésta tiene que establecerse sobre una base de investigación y de diálogo interreligioso, en lugar de ser plan­teada como un axioma irrefutable del cual ha de partir la indagación y al que ha de conducir el diálogo. Y si no hay filosofía perenne, no hay razón para desesperarse. Como veremos en la segunda parte de este libro, una vez abandonamos los supuestos cartesianos de la visión experiencial, emergen de forma natural alternativas al perennialismo que nos permiten ver el proyecto transpersonal con ojos nuevos: unos ojos que disciernen que la teoría transpersonal no necesita la filosofía perenne como marco metafísico fundamental; ojos que aprecian y respetan la multiplicidad de formas en que se puede no sólo conceptualizar el sentido de lo sagrado, sino también intencionalmente cultivarlo, encarnarlo y vivirlo; ojos que, en resumen, reconocen que lo sagrado no necesita ser unívocamente uni­versal para ser sagrado. (Págs. 148-150)

viernes, 14 marzo, 2008

Espiritualidad Creativa (II): tipos de perennialismo

Filed under: Pensadores de interés — by Aspirante a domador @ 3:12 pm

jorgeferrer.jpgVamos a meternos ya en harina con este interesante fragmento de la Espiritualidad Creativa en el que Ferrer establece el marco del pensamiento perennialista en sus diversas modalidades; ¿alguna voz disidente, amigos?

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Pero, ¿cuál es esta Verdad única en torno a la cual supuestamente con­vergen todas las tradiciones? Según los defensores modernos de la versión mística de la filosofía perenne, como Nasr (1989, 1993), Schuon (1984a) y Smith (1976, 1987, 1989), el núcleo doctrinal de la filosofía perenne es la creencia de que el Espíritu, la Conciencia Pura o la Mente Universal es la esencia fundamental de la naturaleza humana y de la totalidad de la realidad. Aunque puedan existir algunas divergencias interpretativas o descriptivas, todas las tradiciones contemplativas consideran la realidad como ontológicamente idéntica a lo que la origina, un Espíritu que es in­manente y trascendente y, en esencia, idéntico a la conciencia humana más profunda. Este Espíritu constituye el referente último de lo que se puede considerar como real, verdadero y valioso. En la visión perennialista, pues, el Espíritu es el fundamento primordial ontológico, epistemológico y axiológico del cosmos.

Otros principios importantes que normalmente se derivan de esta Ver­dad primordial incluyen la cosmología involutiva, la ontología y la axio­logía jerárquicas, y la epistemología jerárquica (véase, por ejemplo, Nasr, 1989,1993; Quinn, 1997; Rothberg, 1986b, H. Smith, 1976,1989; Wilber, 1977, 1990a, 1993a). Veámoslos brevemente uno por uno:

1. La cosmología involutiva es el postulado de que el universo físico es el resultado de un proceso de emanación, restricción o involución del Es­píritu. En otras palabras, el Espíritu es anterior a la materia y ésta ha evo­lucionado a partir del mismo.

2. La ontología y axiología jerárquicas se refieren a la visión de la re­alidad como compuesta por varias capas o niveles de existencia jerárqui­camente organizados (por ejemplo, materia, mente y espíritu), la llamada Gran Cadena del Ser. En esta jerarquía, los niveles superiores están más próximos al Espíritu y son considerados como más reales, causalmente más eficaces y más valiosos que los inferiores.

3. La epistemología jerárquica es la teoría del conocimiento según la cual el conocimiento de los reinos superiores de la ontología jerárquica es más esencial, revela más sobre la realidad y, por consiguiente, tiene auto­ridad sobre el conocimiento de los inferiores. Es decir, el conocimiento del Espíritu (contemplación, gnosis) es más cierto y valioso que el conoci­miento de los planos físico y mental (conocimiento racional y empírico respectivamente).

Tal como veremos, ésta es la versión de la filosofía perenne que Ken Wilber amplió e hizo popular en círculos transpersonales.

Las variedades de perennialismo

Por motivos de claridad he estado hablando del perennialismo místico como un enfoque monolítico. Sin embargo, me gustaría sugerir aquí que se debería contemplar con más exactitud como una familia de modelos interpretativos. En esta sección reviso brevemente los principales mode­los interpretativos perennialistas desarrollados en los campos del misti­cismo comparativo, la filosofía intercultural de la religión y los estudios transpersonales: básico, esotérico, estructuralista, perspectivista y tipoló­gico.

1. Básico

La primera y más simple forma de perennialismo defiende que sólo existe un camino y una meta para el desarrollo espiritual. Según este mo­delo, los caminos y las metas espirituales son las mismas en todas partes y las diferencias descriptivas, o bien reflejan una similitud subyacente, o son el resultado de los diferentes lenguajes, doctrinas religiosas y trasfondos culturales. La cuestión aquí es que, aunque el misticismo sea fenomenoló­gicamente el mismo, variables no experienciales pueden afectar su inter­pretación y descripción (por ejemplo, Huxley, 1945; Smart, 1980).

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2. Esotérico

La segunda forma de perennialismo, a la vez que admite muchos cami­nos, defiende que sólo hay una meta común a todas las tradiciones espiri­tuales. Como en el modelo anterior, esta meta, aunque universal, puede ha­ber sido interpretada de distintos modos y descrita según las doctrinas específicas de las diversas tradiciones místicas. Aunque no sea exclusiva de esta escuela, esta visión se suele asociar a tradicionalistas como Schuon (1984a) o Smith (1976, 1989), que dicen que la unidad espiritual de la hu­manidad sólo se puede hallar en la esencia esotérica o mística de las tradi­ciones religiosas y no en sus formas exotéricas o doctrinales. Las metáfo­ras básicas que representan este modelo son las imágenes de distintos ríos que desembocan en un mismo océano, diferentes caminos que conducen a la cumbre de una montaña o varias cascadas de agua que brotan de una misma fuente.

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3. Estructuralista

Este modelo entiende las múltiples sendas y metas místicas como ma­nifestaciones contextuales (estructuras superficiales) de patrones universa­les subyacentes (estructuras profundas) que en última instancia constituyen un camino y una meta paradigmática para todas las tradiciones espiritua­les. Implícita ya en la distinción de Jung entre los arquetipos nouménicos y fenoménicos, y en los estudios de Eliade sobre el mito, una versión estruc­turalista de dos niveles sobre la religión universal y el misticismo fue pro­puesta explícitamente por primera vez por Anthony y Robbins (Anthony, 1982; Anthony y Robbins, 1975). El enfoque estructuralista del perennia­lismo dio un giro evolutivo en los estudios transpersonales en manos de Wilber. Según Wilber (1984, 1995, 1996b, 1996c), aunque los factores his­tóricos y culturales determinen las manifestaciones superficiales de las for­mas espirituales, la espiritualidad humana es en última instancia universal, pues está constituida por una jerarquía evolutiva de estructuras profundas o niveles de percepción espiritual invariables: psíquico, sutil, causal y no dual. Una metáfora empleada por Wilber para describir este modelo es una escalera cuyos peldaños corresponden a diferentes niveles espirituales. Dada la considerable influencia de las ideas de Wilber en círculos acadé­micos transpersonales, una sección subsiguiente de este capítulo examina este modelo con más profundidad. Otra versión estructuralista de las expe­riencias transpersonales y espirituales es el estructuralismo biogenético propuesto por Laughlin, McManus y d’Aquili (1990).

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4. Perspectivista

La cuarta forma de perennialismo, aunque admite la existencia de mu­chos caminos y de muchas metas en el misticismo, concibe estas metas como perspectivas, dimensiones o manifestaciones diferentes del mismo Fundamento del Ser o Realidad última. Tal como veremos, por ejemplo, Grof (1998) explica la diversidad de fundamentos espirituales últimos (un Dios personal, un Brahman impersonal, sunyata, el Vacío, el Tao, la Con­ciencia Pura, etc.) como distintas formas de experimentar el mismo principio cósmico supremo (pág. 26 y sigs.). El título del ensayo de Nasr (1993), «One is the Spirit and Many Its Human Reflections» (Uno es el es­píritu y muchas las reflexiones humanas), es típico de esta visión. Esta postura puede adoptar la forma de sugerir la complementariedad de las tra­diciones orientales y occidentales, como hicieron algunos de los primeros orientalistas, por ejemplo, Müller en la religión comparada, Northrop en la filosofía o Edmunds en la teología (Clarke, 1997). También puede adoptar un carácter kantiano, como en el caso de Hick (1992), que sugiere que las reivindicaciones de conocimiento y cosmovisiones espirituales en conflic­to son el resultado de diferentes percepciones fenoménicas modeladas por la historia pero referentes a la misma realidad nouménica. La metáfora bá­sica aquí es la popular historia sufí de varios ciegos tocando diferentes par­tes del mismo elefante, cada uno de ellos insistiendo en que su descripción describe con exactitud la totalidad.

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5. Tipológico

Íntimamente relacionado con el perspectivismo universal se halla el postulado de un número limitado de caminos y metas que se encuentran en las diferentes tradiciones místicas, por ejemplo un misticismo externo y otro interno en Otto (1932), uno extrovertido y otro introvertido en Stace (1960) o los misticismos de la naturaleza, monista y teísta en Zaehner (1970). Este modelo también es perennialista en cuanto a que estos tipos de misticismo se consideran independientes del tiempo, del lugar, de la cultura y de la religión. El universalismo tipológico a menudo adopta una postura perspectivista y afirma que las diferentes clases de misticismo son diversas expresiones o manifestaciones de una única realidad espiritual úl­tima.

Al reflexionar sobre la anterior clasificación, el lector deberá tener pre­sente que existe un grado sustancial de superposición entre los modelos y que algunos de los autores citados como representantes de un modelo en particular también se podían haber situado en otros. Esto es porque, en al­gunos casos, el pensamiento de un autor contiene elementos que se pueden aplicar a distintos modelos, y, en otros, porque distintas obras de un mis­mo autor pueden hacer hincapié en un modelo perennialista u otro. Tam­bién es importante observar que existen muchas diferencias destacables entre los autores clasificados bajo un mismo epígrafe. (Págs. 111-116)

viernes, 7 marzo, 2008

Espiritualidad Creativa (I): introducción de Richard Tarnas

Filed under: Pensadores de interés — by Aspirante a domador @ 10:55 pm

espcreat.jpgBueno, pues preparaos. El libro del que en este y sucesivos posts os voy a traer algunos fragmentos se titula Espiritualidad Creativa. Una visión participativa de lo transpersonal, de Jorge N. Ferrer, Ed. Kairós, Barcelona 2003, 324 págs., traducido de Alicia Sánchez. Y digo preparaos porque es, debo decir, algo árido; requiere atención y el conocimiento siquiera somero del mundillo de las ideas tradicionales y de la psicología transpersonal, así como un cierto vocabulario específico de ésta, pero en último término nada que no se pueda suplir con algo de dedicación. Sinceramente, creo que merece la pena, aunque aviso: la aproximación perennialista (en la cual yo me encuentro cómodo) recibirá críticas tan duras como, creo yo, pertinentes. Veréis, los que tengáis la paciencia de leerlo, que Ferrer abre perspectivas muy dignas de tener en cuenta, junto a algún toque que a mí personalmente me resulta sospechosamente New Age, quizá por prejuicio… o quizá no. No importa; en definitiva lo esencial es que el autor se ha batido el cobre en serio, y ha escrito un jugoso compendio de las dos corrientes más importantes de la psicología transpersonal: el perennialismo y el contextualismo, los cuales expone, critica a continuación sus debilidades y por fin propone una visión alternativa: la participativa. Pero antes de dejar el texto, unas palabras sobre la no muy cuidada edición; las fuentes son de buen tamaño y los tipos de letra son claros, por lo que en este aspecto es correcta, mas no se puede decir lo mismo de las hojas de cartulina que hacen las veces de tapas, que mucho antes del otoño se os caerán. También es verdad que no las echaréis de menos, teniendo en cuenta la desasosegante composición con la que va vestida el libro; a la izquierda tenéis la portada, para vuestro solaz. Morado espíritu, eso sí. Y el título, ¿por qué no respetar el original, más apropiado y en consonancia con el contenido, Revisioning Transpersonal Theory («Revisando la Teoría Transpersonal»)? ¿Quizá un movimiento de márquetin de «todo a cien»? Pues se han lucido. Qué lástima, un libro de texto disfrazado de manual de autoayuda. En cuanto a la traducción, pues flojo. Entre errores sintácticos, tipográficos y de coherencia he apuntado una veintena, algunos flagrantes (incluso en algunos párrafos trata al lector de usted y en otros le tutea); no me voy a entretener en eso (aunque si a alguien le interesan los tengo apuntados), pero es un elemento que dificulta la lectura de un libro ya de por sí denso. En fin, a lo que importa: de momento, parte del excelente prólogo con el que Richard Tarnas introduce el libro. Que lo disfrutéis, amigos.

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Pero, tal como ahora nos revela el trabajo de Jorge Ferrer, las propias circunstancias de los orígenes de la psicología transpersonal, nacida tal como fue, de una ciencia moderna enraizada filosóficamente en la Ilustra­ción, llevaron a este campo a construir sus fundamentos y estructuras teó­ricas sobre principios heredados que, aunque cruciales para su éxito inme­diato, demostraron ser profundamente problemáticos a largo plazo. Con el centro de atención de la modernidad puesto sobre el sujeto cartesiano in­dividual como base y punto de partida para cualquier comprensión de la realidad, con la extendida afirmación de la separación epistemológica en­tre el sujeto conocedor y una realidad objetiva independiente y, por último, con el moderno desencantamiento de la naturaleza y el cosmos, era prácti­camente inevitable que la psicología transpersonal emergiera como lo hizo: con un compromiso contundente de legitimar la dimensión espiritual de la existencia mediante la defensa del valor empírico de las experiencias intrasubjetivas individuales y privadas de una realidad espiritual universal independiente. La cosmología moderna, al vaciar de significado o estruc­tura espiritual el universo externo de público acceso, llevó a que la valida­ción empírica de una realidad espiritual fuera buscada en la experiencia in­trasubjetiva y privada. Y dado que la experiencia de dicha realidad espiritual última se consideraba compartida por los místicos de las distin­tas eras, tal experiencia era, al igual que la verdad científica, no sólo inde­pendiente de las interpretaciones y proyecciones humanas, sino también empíricamente replicable por cualquiera que estuviera adecuadamente preparado para implicarse en las prácticas necesarias. A su vez, esta reali­dad suprema validada por consenso se veía como constituyente de una única Verdad absoluta que podía incluir la diversa pluralidad de todas las perspectivas espirituales y culturales posibles dentro de su unidad última. Ésta era la Verdad esencial y trascendente en la que todas las religiones acababan convergiendo en su corazón místico.

El compromiso de la psicología transpersonal con dicha epistemología y ontología, sin duda, también reflejaba el poderoso legado del humanis­mo moderno y de la más antigua tradición humanista occidental que se re­monta al Renacimiento y a la Grecia clásica, la cual exaltaba el valor so­berano del individuo: de la experiencia individual humana, del potencial humano y de la autorrealización. Además, la expansión e intensificación de la subjetividad privada fruto de la experimentación psicodélica, factor clave en la transformación filosófica de toda una generación de pensadores transpersonales, jugó un papel crítico en reforzar el compromiso de la psicología transpersonal con tal empirismo interno.

Menos evidente, aunque no menos influyente, fue el gran drama sub­yacente del yo moderno occidental a medida que se esforzaba por emerger de su matriz histórica religiosa, es decir, a medida que se autodefinía como autónomo diferenciándose así en cierto sentido del cristianismo, el princi­pal contenedor del impulso espiritual de Occidente durante casi dos mile­nios. Todas las figuras más destacadas de la psicología transpersonal trabajaban dentro, y reaccionaban en contra, de una tradición cultural oc­cidental cuya imaginación religiosa había sido profundamente informada y problemáticamente dominada por el cristianismo. Las razones de tales tensiones son muchas y complejas, pero, en general, todo el colectivo transpersonal y el de la contracultura de la cual formaba parte, compartían una respuesta antagónica -a veces sutil, otras explícita- hacia el legado ju­deocristiano en Occidente, y esto a su vez influyó y fomentó su inmensa atracción hacia las riquezas espirituales de Oriente. Más allá de la dimen­sión explícitamente espiritual y religiosa de esta actitud, sin embargo, todos los líderes del movimiento transpersonal compartían el contexto más amplio de la lucha histórica de la Ilustración contra la religión cristia­na por el predominio en la visión moderna del mundo.

El impulso de la Ilustración privilegiaba la verdad universal de una re­alidad objetiva: una verdad independiente y sin ambigüedades que se pu­diera confirmar mediante la experiencia directa y los procedimientos ex­perimentales apropiados, que trascendiera la diversidad de las varias perspectivas culturales y personales, que limpiara la mente de toda distor­sión subjetiva e ilusión supersticiosa, que desmitificara la realidad de toda carga mitológica y proyecciones antropomórficas. Este impulso preponde­rante permitió al proyecto moderno liberar al pensamiento humano de las constricciones percibidas en un cristianismo dogmático.

Pero ahora la psicología transpersonal estaba motivada por el mismo impulso en una nueva conquista, esta vez centrada no en la naturaleza del mundo material sino en la naturaleza de la espiritualidad: a saber, liberar a la espiritualidad de su anterior asociación obligatoria con la ahora cada vez más relativizada religión cristiana y, al mismo tiempo, liberarla de su negación por parte de la ciencia moderna, sin dejar de ser fiel a los princi­pios científicos de comprobación y verificación empírica. A su vez, esta búsqueda se vio profundamente afectada por el difundido encuentro con diversas prácticas y perspectivas místicas asiáticas, por lo general despo­jadas de sus complejos contextos culturales y con el énfasis puesto en una meta contemplativa de trascendencia no dualista. El resultado combinado de todos estos factores fue el compromiso de la teoría transpersonal con una «filosofía perenne» la cual, en esencia, daba prioridad al mismo tipo de verdad en el mundo psicoespiritual que la Ilustración racionalista había fa­vorecido en el mundo físico: una verdad universal impersonal y pre-dada, independiente de toda interpretación cultural y subjetiva, que pudiera ser verificada empíricamente por una comunidad adecuada de investigadores mediante las metodologías apropiadas. Esta Verdad perennialista era la verdad más elevada, superior a todas las demás. Era la única Verdad capaz de incluir y definir a todas las demás verdades.

En cierto sentido, los principales pioneros y teóricos de la psicología transpersonal tenían dos objetivos. Por un lado, querían legitimar su nue­va disciplina y el valor ontológico de la espiritualidad a los ojos de la cien­cia empírica, la fuerza dominante en la visión moderna del mundo. Por otro lado, sin embargo, también pretendían legitimar la espiritualidad y su disciplina ante sus propios ojos, lo cual les exigió que satisficieran ciertos criterios y suposiciones de la ciencia empírica que ellos mismos habían in­ternalizado en el curso de su propio desarrollo intelectual.

La creencia en una realidad objetiva pre-dada -ya sea espiritual o ma­terial- que pudiera ser verificada empíricamente; la convicción adicional de que esta realidad era en última instancia singular y universal, indepen­diente de la diversidad de las interpretaciones humanas, y de que sus es­tructuras profundas podían ser descritas mediante representaciones cada vez más exactas a medida que la historia del pensamiento progresara; la creencia derivada de que sobre esta base se podían hacer evaluaciones cla­ramente bivalentes, ya fueran afirmativas o de rechazo, respecto a todas las perspectivas espirituales y psicológicas «rivales», y que se podían esta­blecer clasificaciones jerárquicas de las distintas tradiciones religiosas y experiencias místicas como más o menos evolucionadas según su exacti­tud relativa en representar tal realidad independiente, en fin, todos estos principios, derivados de la ideología científica de la modernidad, fueron incorporados en el paradigma transpersonal. Y al ser incorporados, ayuda­ron a legitimar el paradigma al mismo tiempo que fueron generando un número cada vez mayor de tensiones internas, incoherencias teóricas e in­cluso conflictos interdepartamentales.

En la práctica -en el nivel básico, por así decirlo, en la realidad coti­diana- el mundo transpersonal fue desde el principio una comunidad de buscadores y de académicos, de estudiantes y de maestros, extraordinaria­mente inclusiva, tolerante y ricamente pluralista. Los multitudinariamente atendidos encuentros periódicos alrededor del mundo de la International Transpersonal Association, fundada por Grof en los años setenta, fueron acontecimientos de una riqueza excepcional, cada uno de ellos caracteri­zado por una combinación de congreso de psicologías de diversas orienta­ciones, festival cultural de la Nueva Era y algo semejante al World Parlia­ment of Religions (Parlamento mundial de las religiones). Pocos encuentros podían ser más fértiles en cuanto a diálogo se refiere. Un ethos similar impregnaba los seminarios, simposios y talleres del Esalen Institu­te, uno de los epicentros del mundo transpersonal durante muchos años.

Pero en el plano teórico, en libros, revistas y clases universitarias, los marcos conceptuales transpersonales más enérgicos y discutidos se carac­terizaban por un compromiso cada vez más intenso con una sola verdad universal absoluta, una lógica rígidamente bivalente y la construcción de metasistemas globalizadores que rechazaban o afirmaban con convenci­miento ciertas tradiciones espirituales y visiones filosóficas según crite­rios abstractos, clasificándolas jerárquicamente en secuencias evolutivas ascendentes. Este hecho ocasionó a su vez controversias y conflictos cada vez más agitados a medida que los representantes de una enorme gama de tradiciones y perspectivas -indígenas y chamánicas, esotéricas y gnósti­cas, románticas y neorrománticas, junguianas y arquetípicas, feministas y ecofeministas, espiritualidades neopaganas y del culto a la Diosa, misti­cismo natural, misticismos cristiano, judío e islámico, antroposofía, tras­cendentalismo americano, ecología profunda, teoría de sistemas, cosmolo­gía evolutiva, teología whiteheadiana del proceso, física bohmiana, entre otras muchas- todos afirmaban el valor intrínseco de sus posturas en con­tra de las superestructuras teóricas por las cuales se sentían marginados, devaluados y mal representados. La situación se complicó adicionalmente debido a que los propios datos de la psicología transpersonal -los descu­brimientos de la investigación moderna sobre la conciencia, las terapias experienciales, los informes psicodélicos, las emergencias espirituales, la investigación sobre los estados de conciencia no ordinarios, la antropolo­gía de campo, la tanatología, los relatos de los místicos de diferentes cul­turas y épocas- sugerían un cuadro mucho más complejo del que los prin­cipales sistemas teóricos podían acomodar. Hacia los años noventa, una especie de guerra civil se había declarado, una crisis que sumió a este cam­po de estudios en la controversia y el cisma.

[…]

Ferrer critica el empiris­mo intrasubjetivo importado de la ciencia experimental que ha dominado este campo y lo ha colonizado con requisitos inadecuados y contraprodu­centes de replicación, verificación y falsación. Y afirma la validez de una multiplicidad de liberaciones espirituales, en la cual las diversas tradicio­nes y prácticas espirituales cultivan y «enactúan» una pluralidad de autén­ticos principios espirituales últimos, engendrados a través de un proceso de participación co-creativa en un poder espiritual dinámico e indeterminado. Con esta intuición crucial sobre la naturaleza participativa, «enactiva» y pluralista de la verdad espiritual, el campo transpersonal se libera a sí mismo para entrar en un nuevo mundo de apertura al Misterio del ser que es su fundamento, una liberación que permite un renovado diálogo respe­tuoso y fructífero entre las diversas religiones, perspectivas metafísicas y prácticas espirituales. Al cortar el nudo gordiano que había ligado invisi­blemente a la teoría transpersonal con la Ilustración, como un cordón um­bilical todavía por caer, los estudios transpersonales pueden ahora abrirse a nuevos horizontes, con su visión ya no dividida por un fútil y tan a me­nudo intolerante debate carente de diálogo.

Aplaudo la afirmación enfática de Ferrer del Misterio que concierne a toda investigación transpersonal y espiritual, la ilimitada libertad creativa del fundamento último, su liberador desafío a todo esquema intelectual que reivindique teorizar sobre la totalidad de la realidad. Y esta afirmación no es alcanzada simplemente mediante declaración apodíctica, sino a tra­vés de un riguroso análisis epistemológico de las teorías transpersonales pertinentes, de una comparación igualmente meticulosa de los informes transculturales religiosos y místicos, y de una crítica incisiva de la prácti­ca espiritual contemporánea. Es un placer el observar aquí cómo una men­te poderosa se consagra al servicio de la apertura del Misterio de la exis­tencia, en lugar de intentar contener, categorizar y jerarquizar al servicio de las necesidades de un sistema teórico global.

[…]

Las realidades transpersonales nunca podrán ser descritas adecuada­mente o con exactitud mediante clasificaciones jerárquicas de los caminos y perspectivas espirituales de la humanidad, establecidas de acuerdo a una realidad universal pre-dada. En contraste, las realidades transpersonales sólo son discernibles a través de una actitud dialógica, dirigida inteligen­temente, y con corazón, hacia el Misterio que es la fuente de todo lo que existe. Una actitud dialógica respetuosa de la diversidad de las autorreve­laciones de la sabiduría, así como de las profundidades irreducibles de su misterio, inteligencia y poder. En resumen, un acto tanto del corazón como de la mente, ambos inextricablemente unidos.

Quizás ahora podamos reconocer la gran tentación a la cual sucumbió temporalmente nuestra disciplina, observable en ciertas etapas de la bús­queda intelectual y espiritual, una tentación que cualquier mente brillante y espiritualmente informada puede encontrar: intentar dominar intelec­tualmente el Misterio, sobrepasar su poder, someter su libre espontanei­dad, demostrar cómo todo encaja en nuestro sistema personal, evitar los miedos y ansiedades psicológicas intrínsecas a hacer frente a lo gran des­conocido, aquello que jamás podrá ser dominado. Este libro ofrece la ma­triz teórica para honrar este reconocimiento, para honrar al Espíritu que, como el viento, sopla «allá donde quiere». (Págs. 13-19)

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