Aquí os dejo la incendiaria tercera parte de la Espiritualidad Creativa de Ferrer. Los que, como yo, os encontréis cómodos dentro del marco Tradicional, encontraréis aquí una crítica bien fundamentada que de algún modo obliga a replantearse ciertas aproximaciones. No quiere esto decir, por supuesto, que a la luz de dicha crítica el perennialismo perezca, si se me permite el abuso, sino que aporta una perspectiva desde la cual se presentan debilidades argumentales en su aproximación. Repito: desde mi punto de vista, esto no disminuye su pertinencia, pero sí da un baño de humildad a esta postura al cuestionarla. Si no tenéis tiempo o/y ganas de leerlo todo pero estáis interesados en el tema, id directamente al epígrafe final «Resumen y conclusiones».
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Brevemente quiero destacar que el perennialismo: 1) es una postura filosófica apriorística, 2) favorece una metafísica monista no dual, 3) está orientado hacia una epistemología objetivista, 4) se inclina hacia el esencialismo y, por consiguiente, 5) tiende a caer en el dogmatismo religioso y en la intolerancia a pesar de su alegada postura inclusivista.
El perennialismo es una postura filosófica apriorística
Lo que aquí quiero sugerir es que el núcleo común de la espiritualidad respaldado por la filosofía perenne no es el resultado de la investigación intercultural o del diálogo interreligioso, sino una inferencia deducida de la premisa de que existe una unidad trascendente de la realidad, un único Absoluto subyacente a la multiplicidad fenoménica y hacia el cual se encaminan todas las tradiciones espirituales.
La evidencia que proporcionan los perennialistas para apoyar su idea de una meta común para todas las tradiciones espirituales es tan sorprendente como reveladora. Los perennialistas suelen afirmar que la unidad trascendente de todas las religiones sólo puede ser aprehendida intuitivamente y confirmada mediante un órgano o facultad conocida como el Intelecto (denominado también Ojo del Corazón u Ojo del Alma). Según los pensadores perennialistas, el Intelecto participa de la realidad Divina y, por lo tanto, al ser universal y no estar afectado por limitaciones históricas, es capaz de ver objetivamente las «cosas tal como realmente son» a través de la intuición metafísica directa (gnosis) (véase, por ejemplo, Cutsinger, 1997; Schuon, 1997; H. Smith, 1987, 1993). No cabe duda de que a los perennialistas se les debería reconocer haber dado el atrevido y saludable paso de postular formas intuitivas de conocimiento que trascienden las estructuras ordinarias de la razón centrada en el sujeto y la razón comunicativa. Sin embargo, decir que este conocimiento intuitivo necesariamente revela una metafísica perennialista es una maniobra interesada que no puede escapar de su propia circularidad. Para ser genuinas, nos dicen, las intuiciones metafísicas han de ser universales. Y ello es así, nos aseguran, porque la universalidad es la marca distintiva de lo que es Verdad. En palabras de Schuon (1984a): «Ninguna escuela o persona tiene la exclusiva de las verdades [perennes] que acabamos de expresar; de ser así no serían verdades, pues éstas no se pueden inventar, sino que necesariamente han de ser conocidas en todas las civilizaciones tradicionales integrales» (pág. xxxiii). A esto añade: «La Inteligencia es o individual o universal; o razón o Intelecto» (pág. 152). Pero entonces, el discurso perennialista se reduce a decir que o tu intuición metafísica confirma la Verdad Primordial o es falsa, parcial o pertenece a un nivel inferior de percepción espiritual. La filosofía perenne, a través de su propia lógica circular, se ha hecho invulnerable a toda crítica (cf. Dean, 1984).
En vista de tanta circularidad, una explicación más convincente para la intuición de la unidad trascendente de las religiones es que ésta se origina en un compromiso a priori con la verdad perenne, un compromiso que, tras años de estudio y de práctica espiritual orientados de manera tradicional, se transforma gradualmente en una intuición metafísica directa que concede al creyente un sentimiento de certeza incuestionable. Según Nasr (1996), por ejemplo, la meta de la hermenéutica perennialista no es estudiar lo que dicen las diversas tradiciones espirituales respecto a ellas mismas, sino «ver más allá del velo de la multiplicidad […] esa unidad que es el origen de todas las formas sagradas» (pág. 18) y descubrir «la verdad que brilla dentro de cada universo religioso auténtico manifestando lo Absoluto» (pág. 18). Esta tarea sólo se puede llevar a cabo, afirma Nasr (1996), centrándose en la dimensión esotérica de las tradiciones religiosas, la jerarquía de los niveles de la realidad, la distinción entre fenómeno y noúmeno y otros postulados perennialistas. En otras palabras, la hermenéutica perennialista asume lo que se supone que ha de descubrir y probar. Esta circularidad es evidente en la descripción de Quinn (1997) de la hermenéutica de la tradición: «Por ende, para Guénon y Coomaraswamy, era un requisito indispensable y absoluto creer en una doctrina o principio profundamente religioso o metafísico para comprenderlo» (pág. 25). Ésta quizás sea la razón por la que los pensadores perennialistas suelen calificar la fe como una facultad situada ontológicamente entre la razón ordinaria y el Intelecto (por ejemplo, Schuon, 1984b). Ni que decir tiene que para los pensadores perennialistas «la fe es un «sí» Profundo y total al Uno, que es absoluto e infinito, trascendente e inmanente» (Schuon, 1981, pág. 238).
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El perennialismo favorece una metafísica monista no dual
Como ya hemos visto, los modelos perennialistas suelen dar por supuesta la existencia de una realidad espiritual universal que es el Fundamento de todo lo que existe y del cual las tradiciones contemplativas son una expresión. A pesar de su insistencia en la inefable e incalificable naturaleza de este Fundamento, los autores perennialistas la caracterizan por sistema como No dual, lo Uno, o lo Absoluto. El Fundamento del Ser perennialista se asemeja sorprendentemente a la Divinidad neoplatónica o al Brahmán advaita. Tal como afirma Schuon (1981) «la perspectiva de Sankara es una de las expresiones más adecuadas posibles de la philosophia perennis o del esoterismo sapiencial» (pág. 21). En otras palabras, lo Absoluto de la filosofía perenne, lejos de ser un fundamento neutral y verdaderamente incalificable, es representado como secundando una metafísica monista no dual.
En los estudios transpersonales, la defensa de Grof y de Wilber de una filosofía perenne sigue de cerca esta tendencia. Mientras que Wilber (1995, 1996c, 1997a) sitúa sistemáticamente un fundamento no dual impersonal como el cenit de la evolución espiritual, Grof (1998) describe el epicentro común de todas las tradiciones religiosas como una Conciencia absoluta que, siendo idéntica en esencia a la conciencia humana individual, crea a través de un proceso involutivo un mundo material que en última instancia es ilusorio. Para ambos autores, este reconocimiento confirma la verdad del mensaje esencial de los Upanishads hinduistas: «Tat twam asi» o «Tú eres eso», es decir, la unidad esencial entre el alma individual y lo divino.
Aparte del ya mencionado intuicionismo exclusivista, los argumentos que ofrecen los pensadores perennialistas para justificar este Absoluto único son apriorísticos y circulares. Por ejemplo, los perennialistas suelen afirmar que, puesto que la multiplicidad implica relatividad, una pluralidad de absolutos es un absurdo lógico y metafísico: «Lo absoluto ha de ser necesariamente Uno y, de hecho, el Uno, tal como han afirmado tantos metafísicos en todas las épocas» (Nasr, 1996, pág. 19). Este compromiso con una metafísica monista está íntimamente relacionado con la defensa perennialista de la universalidad del misticismo. Tal como lo expone el filósofo perennialista Perovich (1985a): «La razón de que [los perennialistas] insistieran en la identidad de las experiencias místicas fue, al fin y al cabo, apoyar la reivindicación de que los más diversos místicos han establecido contacto con «la verdad última y única»» (pág. 75).
El perennialismo tiende hacia una epistemología objetivista
Hay que reconocer que acusar a la filosofía perenne de objetivista puede resultar de entrada un tanto sorprendente. A fin de cuentas, ciertas doctrinas perennialistas representan un serio desafío para muchos supuestos objetivistas, y los escritores perennialistas a menudo han criticado el punto de vista científico del conocimiento válido como basado en una racionalidad objetiva y desapegada. Por una parte, la afirmación de una identidad fundamental entre la más profunda subjetividad humana y la naturaleza última de la realidad objetiva representa una formidable objeción al cartesianismo de la ciencia natural. Por otra parte, los perennialistas han enfatizado repetidas veces no sólo la existencia del acto de conocimiento intuitivo (el Ojo del Corazón), sino también la importancia de las dimensiones morales y afectivas del conocimiento. La mayoría de estos retos planteados al cientificismo están bien fundados y a los filósofos perennialistas se les debería reconocer el mérito de haberlos anticipado incluso décadas antes de que el objetivismo fuera desahuciado de las principales corrientes de la ciencia y de la filosofía.
No obstante, la visión perennialista cae de nuevo en el objetivismo con su insistencia en que hay una realidad última pre-dada que el Intelecto humano puede conocer de forma objetiva (conocimiento intuitivo). Tal como afirma Schuon (1981): «La prerrogativa del estado humano es la objetividad, cuyo contenido esencial es lo Absoluto» (pág. 15). Aunque la objetividad no debe entenderse como limitada a lo empírico y externo, Schuon (1981) nos dice que «el conocimiento es «objetivo» cuando es capaz de captar el objeto tal como es y no como puede que haya sido distorsionado por el sujeto» (pág. 15).
Por supuesto, estas suposiciones hacen que la filosofía perenne esté sujeta a todas las ansiedades y aporías de la conciencia cartesiana, como las falsas dicotomías entre el absolutismo y el relativismo, o entre el objetivismo y el subjetivismo. Esta recaída conduce a los perennialistas a demonizar y a combatir lo que ahora, a sus ojos, se ha convertido en los horrores del relativismo y el subjetivismo (por ejemplo, Schuon, 1984b; H. Smith, 1989). En la introducción a una antología perennialista contemporánea, Stoddart (1994) escribe: «El único antídoto para lo relativo y lo subjetivo es lo absoluto y lo objetivo, y éstos son justamente los contenidos de la filosofía tradicional o de la «sabiduría perenne» (Sophia perennis)» (pág. 11). O en palabras de Schuon (1984b):
Hemos de elegir: o bien es posible el conocimiento objetivo, absoluto en su propio orden, con lo cual resulta que el existencialismo [subjetivismo] es falso, o bien el existencialismo es cierto, pero entonces su propia promulgación es imposible, puesto que en el universo existencialista no hay lugar para intelección alguna que sea objetiva y estable (pág. 10).
Paradójicamente, estas rígidas dicotomías entre lo absoluto y lo relativo, entre lo objetivo y lo subjetivo, sólo pueden emerger en el contexto de la propia epistemología cartesiana puesta en tela de juico por la visión perenne.
Con estas premisas, los perennialistas reivindican que el camino espiritual conduce simultáneamente al conocimiento objetivo de las «cosas tal como realmente son» y a la realización de la naturaleza esencial y verdadera de la humanidad. Sobre un trasfondo de supuestos objetivistas, consideran el camino espiritual como un proceso de deconstrucción o descondicionamiento de ciertos esquemas conceptuales, funciones cognitivas y estructuras psicológicas que constituyen una visión engañosa de la identidad personal y de la realidad, una ilusión que es a su vez la causa primordial de la alienación humana. Las palabras clave del discurso perennialista son, pues, realización, conciencia o reconocimiento de lo que «ya está allí», o sea, la naturaleza esencial y objetiva de la realidad y de los seres humanos.
El perennialismo tiende hacia el esencialismo
La atribución perennialista de un mayor poder explicativo o valor ontológico a lo que es común entre las tradiciones religiosas es problemática. La naturaleza de este problema se puede ilustrar a través de la popular historia de la mujer que, al observar cómo su vecino entraba en un estado alterado de conciencia durante tres días consecutivos, primero con ron y agua, luego a través de una respiración rápida y agua, y por último con óxido nitroso y agua, llega a la conclusión de que la razón de su extraña conducta es la ingestión de agua. La moraleja de la historia es, por supuesto, que lo esencial o más explicativo en una serie de fenómenos no es necesariamente lo más obviamente común a los mismos.
Además, incluso aunque pudiéramos hallar un substrato esencial a los diferentes tipos de conciencia mística (por ejemplo, la experiencia pura, la «talidad», o «un sabor»), no necesariamente se ha de deducir que este fundamento común tenga que ser la meta de todas las tradiciones, el objetivo más valioso espiritualmente, o el cénit de nuestros esfuerzos espirituales. Aunque sea posible hallar paralelismos entre las tradiciones religiosas, la clave del poder espiritualmente transformador de una tradición puede encontrarse en sus propias prácticas y visiones distintivas. A pesar de las limitaciones de la siguiente imagen, la agenda perennialista se podría comparar al deseo de una persona que entra en una rústica panadería parisina y al ver la variedad de deliciosos croissants, baguettes y pastas de té, insiste en que quiere probar lo esencial y común a todos ellos, es decir, la harina. Sin embargo, al igual que los muchos sabores suculentos que podemos degustar en una panadería francesa, el valor espiritual y la belleza fundamental de las distintas tradiciones podría proceder precisamente de la singular solución creativa para la transformación de la condición humana que cada una de ellas ofrece. Tal como lo expone Wittgenstein (1968), para saborear la verdadera alcachofa no necesitamos despojarla de sus hojas.
El perennialismo tiende hacia el dogmatismo y la intolerancia
Estas suposiciones universalistas y objetivistas suelen conducir a los filósofos perennialistas hacia el dogmatismo y a la intolerancia frente a diferentes visiones espirituales del mundo. Tal como hemos visto, la filosofía perenne concibe las distintas tradiciones religiosas como caminos que conducen a una única realidad absoluta. A pesar de los distintos universos metafísicos propugnados por las tradiciones contemplativas, los perennialistas insisten en que «sólo existe una metafísica, pero que hay muchos lenguajes tradicionales a través de los cuales se expresa» (Nasr, 1985, pág. 89).
Pero, ¿qué hay de las tradiciones espirituales que no plantean un Absoluto metafísico o una Realidad última trascendente? ¿Qué pasa con las tradiciones espirituales que se resisten a encajar en el esquema perennialista? La solución perennialista para las tradiciones espirituales en conflicto con sus premisas es bien conocida: las doctrinas y tradiciones religiosas que no aceptan la visión perenne no son auténticas, son meramente exotéricas o evidencian niveles inferiores de agudeza intuitiva en una jerarquía de revelaciones espirituales cuya culminación es la Verdad perenne (cf. Hanegraaff, 1998). Por ejemplo, Schuon (1984b) suele distinguir entre lo Absoluto en sí mismo, que trasciende toda forma, y lo absoluto relativo promulgado por cada una de las religiones. En este esquema, los diferentes fundamentos espirituales últimos, aunque absolutos dentro de su propio universo religioso específico, son meramente relativos en relación con el Absoluto único que defienden los perennialistas.
Y puesto que este Absoluto único, lejos de ser neutral o incalificable, está mejor representado por una metafísica monista no dual, los perennialistas suelen considerar como inferiores las tradiciones que no se adaptan al no dualismo o al monismo impersonal: el no dualismo impersonal de Sankara está más cerca de lo Absoluto que Ramanuja y los monoteísmos personalistas semíticos (Schuon, 1981); las tradiciones no duales están más próximas que las teístas (Wilber, 1995) y así sucesivamente.
[…]
La afirmación esoterista de que los místicos de todas las épocas y lugares convergen en lo que a asuntos metafísicos se refiere es un dogma que la evidencia no puede mantener. A diferencia de la visión perennialista, lo que indica la historia espiritual de la humanidad es que las doctrinas e intuiciones espirituales se influyeron, modelaron y transformaron entre ellas, y que esta influencia mutua condujo al despliegue de una variedad de mundos metafísicos en lugar de a una sola metafísica y diferentes lenguajes.
Uno de los problemas principales, con el rígido universalismo de la filosofía perenne es que, cuando uno se cree en posesión de una imagen de «las cosas tal como realmente son», el diálogo con tradiciones que tienen diferentes visiones espirituales a menudo se convierte en un monólogo aburrido y estéril. En el peor de los casos, los puntos de vista conflictivos se consideran como poco evolucionados, incoherentes o sencillamente falsos. En el mejor de los casos, los retos que se presentan son asimilados dentro del esquema perennialista globalizador. En ambos casos, el filósofo perennialista no parece ser capaz de escuchar lo que las otras personas tienen que decir, porque toda la información nueva o conflictiva es pasada por la criba, procesada o asimilada en términos del marco perennialista. Por consiguiente, no es muy probable que se produzca un encuentro genuino y simétrico con el otro donde visiones espirituales opuestas se consideren como opciones reales.
En nombre del ecumenismo y de la armonía universal, los perennialistas pasan por alto el mensaje esencial y la solución soteriológica única que ofrecen las distintas tradiciones espirituales. Al equiparar todas las metas espirituales con una no dualidad al estilo del advaita, la multiplicidad de revelaciones se vuelve accidental y la riqueza creativa de cada vía de salvación se considera un artefacto cultural e histórico. Aunque hay que reconocer que los perennialistas rechazan tanto el exclusivismo de los creyentes exotéricos como el inclusivismo del ecumenismo sentimentalista (Cutsinger, 1997), su compromiso con una metafísica monista no dual que se supone Absoluta, universal y paradigmática para todas las tradiciones es en último término un retorno al exclusivismo dogmático y a la intolerancia. En el fondo de este exclusivismo está la reivindicación de que la Verdad perenne es superior (es decir, la única capaz de incluir a todas las demás). La intolerancia asociada a esta perspectiva no reside en la creencia de los perennialistas de que las otras visiones, como la pluralista y la teísta, sean incorrectas, sino en su convicción de que son menos correctas. Hanegraaff (1998), un historiador de las religiones, expone elocuentemente este problema cuando habla del perennialismo contemporáneo:
El «perennialismo» de la Nueva Era sufre el mismo conflicto interno que en general aqueja a los esquemas universalistas. Se supone que es tolerante e inclusivo porque abarca todas las tradiciones religiosas, diciendo que todas ellas contienen al menos una parte de verdad; pero califica la actual diversidad de credos señalando que, digan lo que digan los creyentes, sólo existe una verdad espiritual fundamental. Sólo esas expresiones religiosas que aceptan las premisas perennialistas se pueden considerar «genuinas». Todo esto se puede reducir a dos formulaciones breves y paradójicas: el «perennialismo» de la Nueva Era (al igual que el perennialismo en general) no puede tolerar la intolerancia religiosa y excluye con dureza todo exclusivismo de su propia espiritualidad […]. La tolerancia religiosa que se apoya sobre una base relativista y acepta otras perspectivas religiosas en toda su «otredad» es inaceptable porque sacrifica la propia idea de que existe una «verdad» fundamental (pág. 329-330). (Págs. 124-132)
Resumen y conclusiones
Los orígenes humanistas de la teoría transpersonal, con el impulso universalista que proporcionó la obra de Maslow, junto con el espíritu ecuménico de los años sesenta y setenta, fueron un buen campo de cultivo para la propagación de las ideas perennialistas en círculos transpersonales. Tal como hemos visto, enfrentados a la pluralidad de visiones espirituales del mundo por una parte, y seducidos por encantos objetivistas por la otra, los transpersonalistas defendieron la unidad espiritual de la humanidad en la forma de un perennialismo experiencial o estructuralista. Para que las afirmaciones transpersonales y espirituales se pudieran reconocer como válidas y científicas, los transpersonalistas creían que se tenía que demostrar que son universales y este consenso espiritual sólo se podría hallar en una experiencia religiosa central construida artificialmente (a lo Maslow) o en estructuras profundas abstractas y anónimas (a lo Wilber). En otras palabras, ciertos supuestos objetivistas hicieron que la legitimación de la psicología transpersonal dependiera de la verdad de la filosofía perenne.
En este capítulo, sin embargo, hemos visto que la visión perenne padece varias tensiones y defectos básicos. Entre éstos se incluyen un compromiso a priori con una metafísica monista no dual, y una visión objetivista y esencialista en sus reivindicaciones de conocimiento sobre la realidad última. También hemos observado que la versión estructuralista de Wilber de la filosofía perenne está sujeta a una serie de problemas y puntos débiles, como el elevacionismo y el esencialismo, la falta de validez estructuralista, una «mala» hermenéutica y la arbitrariedad en su clasificación jerárquica de las tradiciones. En conjunto, estas afirmaciones y presuposiciones no sólo predisponen hacia formas sutiles de exclusivismo religioso y de intolerancia, sino que también dificultan la investigación espiritual y limitan la gama de opciones espirituales fértiles y válidas, a través de las cuales podemos participar creativamente en el Misterio del cual surge todo.
Por estas razones sugiero que el compromiso exclusivo de la teoría transpersonal con la filosofía perenne podría ser perjudicial para su continua vitalidad creativa. Dicho de un modo un tanto dramático, el perennialismo fue durante algún tiempo un hogar confortable para la teoría transpersonal, pero este hogar se ha convertido en una prisión y muchos de sus prisioneros son agorafóbicos. Puede que haya llegado el momento de que la teoría transpersonal se vuelva autocrítica y explore visiones alternativas a la filosofía perenne para contemplar la naturaleza de la espiritualidad humana y de las relaciones interreligiosas.
Antes de finalizar este capítulo me gustaría señalar que no ha sido mi intención refutar la filosofía perenne. Más bien, mi propósito principal ha sido destacar el compromiso tácito de la teoría transpersonal con la filosofía perenne y sugerir las limitaciones potenciales de esta adherencia describiendo los supuestos y los riesgos fundamentales del perennialismo. Espero que la exposición y ventilación de las presuposiciones del perennialismo ayuden a crear un espacio abierto donde la teoría transpersonal no necesite subordinar perspectivas alternativas, sino que pueda entrar en una relación genuina y en un diálogo fértil con ellas.
No obstante, quiero hacer hincapié en que, personalmente, creo que la búsqueda ecuménica de un fundamento común no sólo es una empresa importante y valiosa, sino también que algunas reivindicaciones perennialistas son plausibles y que pueden resultar ser válidas. Al menos, tengo la convicción de que es posible identificar ciertos elementos comunes a la mayoría de las tradiciones contemplativas (alguna forma de entrenamiento de la atención, ciertas directrices éticas, un intento intencionado de alejarse del egocentrismo, un sentido de lo sagrado, etc.).
A pesar de todo, también creo que asumir la unidad esencial del misticismo paradójicamente puede traicionar el mensaje verdaderamente esencial de las diferentes tradiciones espirituales. Quizás la ansiada unidad espiritual de la humanidad sólo pueda hallarse en la multiplicidad de sus voces. Si existe una filosofía perenne, ésta tiene que establecerse sobre una base de investigación y de diálogo interreligioso, en lugar de ser planteada como un axioma irrefutable del cual ha de partir la indagación y al que ha de conducir el diálogo. Y si no hay filosofía perenne, no hay razón para desesperarse. Como veremos en la segunda parte de este libro, una vez abandonamos los supuestos cartesianos de la visión experiencial, emergen de forma natural alternativas al perennialismo que nos permiten ver el proyecto transpersonal con ojos nuevos: unos ojos que disciernen que la teoría transpersonal no necesita la filosofía perenne como marco metafísico fundamental; ojos que aprecian y respetan la multiplicidad de formas en que se puede no sólo conceptualizar el sentido de lo sagrado, sino también intencionalmente cultivarlo, encarnarlo y vivirlo; ojos que, en resumen, reconocen que lo sagrado no necesita ser unívocamente universal para ser sagrado. (Págs. 148-150)