Continuando con El mito del andrógino (de Jean Libis, Ed. Siruela, 2001, trad. de M. Tabuyo y A. López) que ha dado pie a los dos hilos anteriores, os dejo aquí algunos apuntes extraídos en torno al deseo sexual, quizá una de las pasiones más misteriosas y ambivalentes del ser humano, que parece ineludiblemente abocado a la desilusión e incluso a la tragedia. ¿Qué se desea cuando se desea? En ese espacio se plasma un anhelo de otra cosa que nos subyuga, la atracción magnética por algo de orden espiritual; pretender explicar la pujanza del deseo atribuyéndosela al placer, o a un juego de poder, o a cualquier otra consideración de orden sensorial o psicológico es, probablemente, quedarse en el aspecto superficial. En lo que sigue, Libis analiza las dos tendencias que el deseo exacerbado puede tomar, encarnadas en dos mitos bien conocidos: Tristán, arquetipo del amante fiel cuyo amor está destinado al fracaso, pues ama de Isolda lo que ella no puede en realidad ser, y Don Juan, el conquistador perdido en una multiplicidad inagotable que sólo le proporciona decepción y hastío. Completan las citas algunas pinceladas sobre la naturaleza del deseo según Sartre, Evola, Hegel o el psicoanálisis.
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“El deseo del Absoluto que actúa inconscientemente en el fondo de todo deseo -aunque sea tan agudo y perentorio como el deseo sexual- no podría encontrar su contenido ni en la determinación particular de un cuerpo, ni siquiera en la corporeidad en general. Por eso la sexualidad arrastra consigo un lastre inevitable de desencantamiento y de desdicha. […]. Por eso, después del gran momento de entusiasmo del encuentro, la pasión no escapa a una especie de opacidad que le es congénita: «Y hay quienes pasan toda su vida juntos, sin poder decir lo que esperan uno del otro, pues no parece que sea el placer de los sentidos lo que les haga encontrar tanto encanto en la compañía mutua. Es evidente que el alma de los dos desea otra cosa, que no puede decir, pero que adivina y deja adivinar». ¿Cómo esas almas que desean «otra cosa» y no saben el qué, podrían no estar, a pesar del acercamiento reiterado de los cuerpos, radicalmente inquietas? En este sentido, el esquema platónico del deseo podría servir para mostrar que dos héroes fundamentales de nuestra cultura, Tristán y Don Juan, son víctimas, ambos, de una ilusión óptica que hace de ellos personajes trágicos por excelencia. Tristán en primer lugar: si su destino es el sufrimiento y la catástrofe, es porque se hace cómplice del arquetipo andrógino que alimenta su psique y porque se adhiere sin reservas -de ahí el lado «fatal» de la pasión- a una imaginería que se cierra sobre él y le atrapa en la trampa de una fidelidad amorosa que, lejos de ser la de la institución matrimonial, se enraíza en una necesidad pánica de restaurar la unidad perdida. Lo que quiere decir, en otros términos, que Isolda es patológicamente sobrevalorada -como la Diotima de Hölderlin en Hiperión– e investida de un estatuto ontológico que no puede asumir. Tristán ama menos a Isolda que al Amor que consume todos los límites. En primer lugar, no ve que es la búsqueda furiosa de sí mismo la que le ha hecho vulnerable al mecanismo pasional; lo que hace decir a Denis de Rougemont: «Pero la desgracia (para Tristán e Isolda) es que el amor que los «agita» no es el amor al otro tal y como es en su realidad concreta. Se aman mutuamente, pero cada uno ama al otro a partir de sí, no del otro. Su desdicha tiene así su origen en una falsa reciprocidad, máscara de un doble narcisismo». Y en segundo lugar, […], el deseo así polarizado sobre una mujer no puede encontrar satisfacción profunda y enfrenta al héroe legendario con una aporía cuyos «tabiques» se endurecen a medida que el delirio amoroso se exacerba en un círculo cerrado, de modo que la única salida liberadora posible es la muerte. Está luego Don Juan, ese «reflejo invertido de Tristán», como le llama Denis de Rougemont; según un primer planteamiento, este ser impertinente es casi un personaje de comedia, un «burlador», un tramposo. Pero es evidente que este personaje lúdico es susceptible de asumir otra dimensión: así, se le podría interpretar como aquel que ha tomado en serio la palabra iniciática de Sócrates-Diotima según la cual hay que pasar del amor a un solo cuerpo bello al amor de todos los cuerpos bellos. Esta apertura a la pluralidad le dispensa de la ilusión pasional en la que se encierra Tristán, pero no le impide ser engañado a su manera por una trayectoria de deseo de la que le sería imposible -¡más todavía que a Tristán!- alcanzar el final. En primer lugar, la pluralidad a la que se enfrenta está más allá de todo inventario: de ahí el carácter grotesco de la «lista» de víctimas tal como aparece en la ópera de Mozart. Además, si es cierto que vuelve la espalda al mito del andrógino, no por ello está menos fascinado por una cierta idea -o más bien una imagen- de la feminidad que le condena a buscar una abstracción. Además de asumir los riesgos concretos de una existencia basada en la estrategia conquistadora, se expone a la inquietud fundamental del que se consagra a lo interminable. Hay necesariamente angustia -aunque aparezca disfrazada- en el camino de aquel que entra en la dialéctica indefinidamente abierta por Eros. […] Y si Don Juan es engañado es […] no solamente porque está anclado a las etapas inferiores de la ascensión erótica, sino porque, al decir «sí» al eterno retorno del deseo, no deja de ser un servidor involuntario de la naturaleza, de manera que su individualismo aparentemente victorioso palidece singularmente si se le lleva a sus bases biológicas reales.” (Págs. 216-219)
“El análisis freudiano permite subrayar […] el engaño de que es víctima el individuo presa del deseo. Pues, o bien su sexualidad actúa en el sentido -perfectamente inútil- de la procreación y la continuación de la vida […], o bien actúa, naturalmente sin ser consciente de ello, en el sentido de una especie de paralelismo tanatológico regresivo, y en este caso fracasa, pues evidentemente la satisfacción sexual, de naturaleza muy específica, no es más que un simulacro de muerte […]. Por lo demás Freud ha señalado muy bien ese desfase, jamás colmado, entre el «trabajo» del instinto y las posibilidades de adaptación del individuo a ese «trabajo»: «El instinto reprimido no deja de tender jamás a su completa satisfacción, que consistiría en la repetición de una satisfacción primaria; todas las formas sustitutivas y reactivas, todas las sublimaciones, son impotentes para poner fin a su estado de tensión permanente, y la diferencia entre la satisfacción obtenida y la satisfacción buscada constituye esa fuerza motriz, ese aguijón que impide al organismo contentarse con una situación dada, sea cual fuere, y que, para emplear la expresión del poeta, le “empuja sin cesar hacia adelante, siempre hacia delante” (Fausto, I)». Preso en la trampa de la recurrencia del deseo, buscando laboriosamente un equilibrio imposible entre represión, sublimación creadora y satisfacción sexual propiamente dicha, el hombre es así el Sísifo de su propio sexo, descuartizado entre pulsiones cuyo sentido en vano trataría de interpretar (especialmente en Freud, vida y muerte parecen imbricadas a veces e una enigmática tautología). Por lo demás, una teoría de los instintos, por elaborada que sea, no dará jamás satisfacción al individuo. Una fenomenología del deseo vivido no es reductible a una teoría biológica. Sea cual sea la importancia del deseo en cuanto al destino de la especie, el fenómeno se impone al individuo bajo el doble aspecto de extrañeza y coerción. Extrañeza primero, y también carácter de lo que es ajeno, puesto que le deseo se de entrada como el intruso, como lo no pensable. ¿Quién puede entonces decir lo que «quiere» exactamente? Coerción después, puesto que el deseo se trama más acá de la voluntad y, aunque sea hasta cierto punto encauzado por ésta, no por ello deja de perfilar la exuberancia de sus fantasmas, haciendo de San Antonio y de sus célebres tentaciones un caso menos aberrante que paradigmático. Que el deseo sexual no sea objeto de una posible inteligibilidad explica quizás la condescendencia taciturna con la que los filósofos lo han tratado con frecuencia. En este aspecto, el discurso freudiano ha realizado un indudable y saludable trabajo de apertura. Sin embargo, leyendo los textos de Freud, no se puede dejar de experimentar la impresión de que su autor, al mostrar un objeto de reflexión hasta entonces prohibido, no deja de achatar sus contornos y sus implicaciones hasta el punto de que la pulsión sexual parece en él un proceso orquestado por la dialéctica mecanicista de tensión/distensión. Así: «El objetivo de una pulsión es siempre la satisfacción, que no puede ser obtenida más que suprimiendo el estado de excitación en la fuente de la pulsión… El objeto de la pulsión es aquello en lo que, o por lo que, la pulsión puede alcanzar su objetivo». Y, sin querer de ninguna manera esquematizar un pensamiento que no ha dejado de preocuparse por la pertinencia de sus propios conceptos, parece que los modelos epistemológicos del modelo pulsional sean más bien de naturaleza física o fisicoquímica.” (Págs. 223- 224)
“Sartre, a este respecto, realiza un análisis pertinente. Denuncia la tendencia a no ver en el deseo sexual más que la emergencia de un proceso fisiológico determinado por la configuración particular del organismo. Esta concepción dispensaría evidentemente a la meditación filosófica de interesarse por tal fenómeno, devuelto así a la banal contingencia. Pero Sartre parece criticar también un freudismo demasiado estrechamente sometido al imperialismo del «principio del placer». El esquema tensión-dolor/distensión-placer ofrece según él un marco insuficiente para dar cuenta de la fascinación ejercida por el «objeto» sexualmente deseado: «De entrada, hay que renunciar a la idea de que el deseo sería deseo de placer o deseo de hacer cesar un dolor. No está claro cómo podría el sujeto salir de ese estado de inmanencia para “unir” su deseo a un objeto». Es importante por lo tanto tomar en consideración la presencia específica del ser-otro, sobre el que se fija el deseo. Pero ¿se dirá entonces que hay un deseo del cuerpo del otro? En un sentido, sí, pero en un sentido solamente, pues no sólo ese cuerpo es significante, por tanto sugestivo, únicamente si está comprometido en un proceso de deseo […], sino que incluso la posesión efectiva de ese cuerpo no ofrece jamás la certeza de que la alteridad a la que remite deje de ser lo que es, es decir, en tanto que alteridad, un objeto independiente e irreductible al deseo del deseante. «Por consiguiente, el deseo, al no poder plantear su supresión como fin supremo ni elegir como objetivo último un acto particular, es pura y simplemente deseo de un objeto transcendente». Pero esta transcendencia, que no está como en Platón coronada por una hipóstasis suprema, es pura exterioridad; y por consiguiente se manifiesta como provocación-para-nada: eterna presencia no reductible por la que vuelve a aparecer el deseo en tanto se va consumiendo en ella. De manera que la sexualidad es menos consecuencia de la existencia del sexo que a la inversa: el sexo es el lugar que focaliza la relación con el otro en tanto que ésta afronta esencialmente la aporía de la diferencia, ofreciendo esa diferencia una coloración particularmente evidente cuando se trata del hombre y la mujer. El punto de vista de Sartre recuerda oportunamente que el lugar del deseo no se reduce ni a un instinto de reproducción ni a un emergencia de la voluntad de vivir, ni tampoco a una especie de química libidinal. El hombre, andrógino caído, apunta vanamente a amarrar su libertad en la simplicidad cálida y el repliegue de un en-sí: la fascinación sexual parece ofrecerle de manera particular la ocasión de cultivar esta ilusión, que se disipa al mismo tiempo que se autocontrola la conciencia abocada a existir, a proyectarse en el modo del no ser. […] Sería pretencioso un análisis teórico que pretendiese delimitar los términos [de la «fascinación erótica, pero»] algo se trama, en el deseo erótico, que se hurta a todo discurso conceptual. […].” (Págs. 224-225)
“J. Evola, que insiste doblemente y a su manera sobre Platón, tiene razón al recalcar que la pulsión erótica es de naturaleza principalmente metafísica. Sin cesar, el lugar del cuerpo es transgredido hacia «otra parte» no dicha. Por eso las metáforas poéticas del amor sexual son con frecuencia las del viaje, pero éste toma de manera natural las figuraciones inquietantes de la caída o del ahogamiento. Insiste Evola en la extraordinaria atracción ejercida por el espectáculo de la desnudez, particularmente, según él, de la desnudez femenina. Y también ahí volvemos a encontrar la idea según la cual una explicación por el «instinto» sería en sí misma poco satisfactoria. Pero tampoco el criterio estético, alegado por Platón, es fundamentalmente operativo. Así, nos dice J. Evola, «no se trata de “belleza” o de atracción animal carnal; en la fascinación del desnudo femenino hay un aspecto de vértigo semejante al provocado por el vacío, por lo sin fondo en el signo de la hyle, substancia primera de la creación y de la ambigüedad de su no ser».” (Pág 226)
“Es como si el individuo presa del deseo se dejase llevar por una especie de hipnosis, aun teniendo el presentimiento de que será engañado, de que no logrará lo que busca. Mejor que el discurso teórico es el discurso mítico-poético, el menos inadecuado para traducir esas instancias contradictorias. Así, el carácter en definitiva irrisorio de un deseo que envuelve al hombre en la trampa de una coerción sin final constituye un esquema que permite clarificar ciertas imágenes míticas: por ejemplo, la de Ulises haciéndose atar al mástil de su navío. Hay ahí una especie de abdicación de la razón práctica: pues Ulises, el hombre precavido, el sabio, sabe que será engañado por la sirena, pero sabe también que sucumbirá si para resistir debe valerse solamente de sus propias fuerzas, de ahí el recurso a ese método artificioso. En un sentido algo diferente, Orfeo es el hombre del vértigo erótico. Se deja «descender» a los Infiernos. Pero, mientras que Ulises, como hábil estratega, se sustrae a la temeridad que implicaría luchar con las manos vacías contra el deseo, Orfeo la afronta heroicamente y realiza el descenso a los Infiernos; esfuerzo vano: sabemos que el héroe -avatar de Tristán- no podrá mantener la promesa que ha hecho. «Sucumbe» al deseo no solamente por ceder a él, sino también y sobre todo porque es rechazado por él hacia el fracaso radical. Maurice Blanchot, que nos ha guiado aquí en esta interpretación, escribe de forma pertinente: «Orfeo es culpable de impaciencia. Su error es querer agotar el infinito, poner término a lo interminable, no sostener sin fin la dinámica misma de su error». Existe, sí, un infinito del deseo, pero un infinito «cerrado», una aporía, algo así como una rueda de Ixión. En otras palabras, diríamos que «el lago no tiene fondo». El deseo es radicalmente recurrente y renace de sus propias cenizas. A través de él centellea la búsqueda del andrógino imposible.” (Págs. 226-227)
“El modelo hegeliano […] puede permitir el esclarecimiento de la violencia latente que yace en el deseo sexual y que confiere a éste otra dimensión trágica. Si el deseo no existe más que como desdoblamiento del sí y provocación del deseo del otro, entonces la relación sexual -en el sentido muy general de relación entre los dos sexos- se expone a priori a un doble riesgo: o bien el otro puede hacer fracasar mi deseo al negarse a respaldarlo con el suyo propio que él me hurta, y entonces colapsa mi deseo haciéndolo literalmente obsceno; o bien me inflige su deseo, en contra de mi eventual libertad, objetivándome bajo su mirada deseante y reduciéndome a un objeto codiciado. En la relación sexual, más aún tal vez que en el enfrentamiento de las conciencias de sí, la libertad del ser está mediatizada por el otro. Cada libertad deviene así el lugar posible donde la otra se aliena y se esclerotiza. Y la que así encalla tratará de escapar de la trampa mediante la violencia, una violencia más insidiosa y más operativa porque lleva en sí la marca irracional de las pulsiones fundamentales. Así, los sexos se enfrentan según el modo de una guerra crónica en la que cada protagonista teme tanto más a su oponente cuanto que está unido a él por una necesidad insuperable. Si a esto se añade que en el deseo sexual el ser humano no sabe nunca muy bien lo que quiere […], vemos que su dramaturgia sexual deviene como sobredeterminada. El Homo sexualis es potencialmente un guerrero sin móvil aparente, un Sísifo de la conquista erótica. El discurso psicoanalítico, con la terminología y los presupuestos que le son propios, ha subrayado también la dimensión radicalmente agonal de la vida erótica. La ambivalencia está, según la escuela freudiana, en el centro de la elección amorosa: el odio y la agresividad actúan siempre como contrapunto del apego erótico porque todo descubrimiento de la dependencia provoca, aunque sea inconscientemente, un sentimiento de inseguridad y angustia. Aunque esta angustia sea de alguna manera constitutiva del sujeto -siendo todo sueño de independencia fundamentalmente utópico-, éste tiene tendencia a hacerla derivar de la presencia del objeto, el cual es entonces «acusado» de ser el elemento perturbador.. En la vida amorosa, en la que el sentimiento de dependencia está estrechamente ligado a la impresión fundamental de fragilidad, las instancias agresivas encuentran un terreno en el que proliferar. [Según Joan Rivière], los objetos elegidos […] decepcionan al deseo, porque no lo agotan, y el sujeto del deseo proyecta entonces su animosidad y su desprecio sobre los objetos hasta entonces deseados. A esto se añade según la autora un tema [importante]: hay celos respecto de lo que constituye el otro sexo como otro (en lo esencial, la mujer envidiaría la insolencia conquistadora del falo, el hombre envidiaría la capacidad procreadora de la mujer). Cunado, por añadidura, la fijación amorosa sobre un objeto elegido se ve rechazada, entonces la descarga reactiva es tal que corre el riego de buscar una escapatoria imposible en un proceso sádico-destructor: el objeto amado/odiado que aparece como la fuente de la desdicha es fantasmáticamente anulado, abolido. Este riesgo de destrucción potencial sería vivido inconscientemente por la mayoría de los sujetos y tendría como consecuencia una desconfianza muy extendida respecto de los fenómenos sexuales, desconfianza de la que por ejemplo nuestra historia judeocristiana se habría hecho eco de manera particular.” (Págs. 230-232)
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