No cogí yo este libro con muchas ganas, la verdad. La foto de la contraportada tuvo sobre mí un efecto disuasorio (os la cuelgo a la derecha), con el Harpur tocando un flautín y disfrazado de propietario de algún cafetal panameño; me evocaba (y todavía lo hace), por alguna razón que no sé precisar, a un sátiro. Sin embargo, según fui adentrándome en su lectura, mis prevenciones se fueron diluyendo y tornándose asombro: El fuego secreto de los filósofos (de Patrick Harpur, Ed. Atalanta. Barcelona 2006, trad. de F. Almansa), del que ya se colgó algo aquí, es uno de los textos más sugerentes, atrevidos e interesantes que he leído en los últimos tiempos. Atalanta, la nueva editorial de Jacobo Siruela, hereda en lo que a características de edición respecta tanto las virtudes como los defectos de Siruela, que ya he comentado en otros post. De todos modos, en este texto concreto el hecho de que las notas estén agrupadas al final del libro tiene más sentido y no interrumpe la fluidez de la lectura, dado que éstas son casi en su totalidad referencias bibliográficas. La pega es que éstas están curiosamente “partidas”, es decir que hay un apéndice de notas en el que sólo se cita nombre del autor, año de publicación (si ese autor tiene citada más de una obra) y página, y otro apéndice aparte con la referencia bibliográfica completa, lo que obliga a pasar por ambos alternativamente para saber qué obra se está citando. A mí no me convence nada la estrategia, pero es un pecadillo menor que queda compensado muy sobradamente por la brillantez del contenido. No voy a extenderme demasiado sobre éste, pues voy a colgaros aquí una cantidad considerable de citas que espero os den una idea consistente sobre el mismo, pero sí os diré que Harpur traza una historia de la imaginación (en el sentido corbiniano) y reivindica una alma que es, o bien sistemáticamente negada (por los diversos aspectos del materialismo), o bien reprimida (por los espiritualismos que ven en ella la fuente de todo mal), o bien afirmada hasta la hipertrofia (la mayoría de los movimientos New Age), lo que es probablemente incluso peor. La primera orientación castra la realidad, la aplasta hasta eliminar su relieve, reduciendo el mundo a una serie de acontecimientos empíricos y sin significado; la segunda produce “sequedad”, y conlleva un serie riesgo de acedía, como observaron los hesicastas; y la última, y quizá la más peligrosa, despersonaliza (en el sentido más psiquiátrico del término) y disgrega el yo, de tanto “dejarse fluir”. Bien, estas últimas consideraciones no las hace Harpur, al menos así: se me ha calentado la boca y he introducido estas morcillas por mi cuenta y riesgo, pero creo que en general el autor las suscribiría. Lo que sí hace Harpur es recordarnos que el alma es el intermediario ente lo sensible y lo inteligible, y que sin ella no hay comunicación posible con la trascendencia. A los aspectos personalizados de este alma los denomina “dáimones”, pero si el lector trata de hacer una definición demasiado rígida y lógica del alma, creo que habrá cosas que le parezcan contradictorias; el mundo del alma es el mundo de la complejidad ambivalente, y más vale aproximarse a él, pienso, con la analogía que con la lógica aristotélica, ya que sus categorías son fluidas y no tienen más que un carácter aproximativo. Por ejemplo, según Harpur no se puede delimitar una línea fronteriza clara entre el alma del mundo y el alma individual, ni elegir entre un alma impersonal o una serie de “genios” o “fuerzas” de algún modo personalizadas. Se debe conceder a ambas su grado de realidad, los cuales se superponen de un modo incómodo para las mentes excesivamente analíticas y acostumbradas a aproximaciones radicalmente lógicas. En todo caso, os recomiendo que leáis el texto completo; creo que merece la pena. Por último, os dejo la opinión de Jacobo Siruela, fundador de Atalanta, sobre el autor y este libro: “Harpur es un autor inglés sumamente inteligente y culto, que ha escrito una increíble y provocadora historia de la imaginación, en la cual, además de dar cuenta de todo lo imaginable en este campo desde la antigüedad hasta hoy, al final nos hace dudar de nuestro esquema racionalista del mundo. Su ataque, pleno de ironía inglesa, a ciertos esquemas clásicos de la modernidad, ya lo sitúa en una posición distinta de la modernidad, (…)”. Ahora, sin más preámbulos, os dejo con la primera entrega.
Nota: por lo trabajoso que sería, he decidido, en contra de mi habitual costumbre, no incluir las referencias bibliográficas. Disculpadme, pero supondría un gran trabajo ya no sólo renumerarlas, sin reunificarlas, ya que, como dije más arriba, están en apéndices diferentes.
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Una de las innovaciones distintivas del pensamiento occidental ha sido la de transformar el Otro Mundo en una abstracción intelectual. Tal abstracción se ha formulado principalmente de tres maneras: como el Alma del Mundo, como la imaginación y como el inconsciente colectivo. Los dos últimos modelos del Otro Mundo presentan la excentricidad añadida de situarlo dentro de nosotros.
Históricamente, estos tres modelos han sido ampliamente ignorados o rechazados por la ortodoxia occidental, sea la teología cristiana o el racionalismo moderno. Pero cada vez que se ha roto, por decirlo así, la superficie, y han salido de su submundo «esotérico» o incluso «oculto», han ido acompañados de extraordinarios florecimientos de vida creativa. En la Florencia renacentista, y nuevamente entre los románticos ingleses y alemanes tres siglos después, la imaginación fue exaltada no sólo como la facultad humana más importante, sino como el fundamento mismo de la realidad.
El mundo paralelo de los feéricos irlandeses era, para Yeats, sinónimo de imaginación. Yeats se niega a ver la imaginación como una especie de facultad abstracta que nos permite evocar vagamente imágenes de cosas que no perciben los sentidos. Más bien entiende por «imaginación» algo que es casi opuesto a lo que habitualmente entendemos por ese nombre: todo un mundo poblado por dáimones temperamentales que tiene vida propia. Ésta es la característica definitoria de esa imaginación que llamamos romántica.
Yeats se había sentido especialmente impresionado por William Blake, cuyas obras estuvo editando durante años. Blake parecía haber conservado esa mirada visionaria tradicional que le permitía ver ángeles en los árboles o huestes celestiales en el sol; al mismo tiempo, albergaba una compleja y sofisticada noción de imaginación como el modo primigenio que tiene el hombre de entender el mundo. Esto era algo que compartía con otros grandes poetas románticos, Wordsworth, Keats, Shelley y, sobre todo, Coleridge, que proclamaba de forma magnífica:
Sostengo que la imaginación primigenia es el poder vivo y el primer agente de toda percepción humana, y es una repetición en la mente finita del eterno acto de creación en el infinito YO SOY…
La única preocupación de la imaginación primigenia, escribía otro poeta, W. H. Auden, son los seres y acontecimientos sagrados. Éstos no pueden ser anticipados, dice, sino que deben ser encontrados. Nuestra respuesta a ellos es una apasionada sensación de sobrecogimiento. Puede ser terror o pánico, asombro o alegría, pero debe ser terrible y sobrecogedor. Los seres y acontecimientos sagrados de Auden son nuestros dáimones, imágenes arquetípicas que genera la imaginación. Son principalmente personificaciones, pero, desde luego, la imaginación puede, como el encanto feérico, lanzar su sortilegio sobre cualquier objeto para que súbitamente lo veamos como dotado de alma, como una presencia, como si fuera una poderosa persona viva.
Se debe recalcar que la Imaginación, en la verdadera comprensión poética, romántica, es en gran medida lo opuesto de lo que ha llegado a significar, algo irreal e inventado, a lo que Coleridge llamaba «fantasía». «La naturaleza de la Imaginación es muy poco conocida», se lamentaba Blake, «y la naturaleza y la permanencia eternas de sus imágenes siempre existentes es considerada menos permanente que las cosas de naturaleza generativa y vegetativa». Sí, la imaginación es independiente y autónoma; precede y fundamenta la mera percepción; y espontáneamente produce esas imágenes -dioses, dáimones y héroes- que interactúan en las narraciones anónimas que llamamos mitos.
La idea de una imaginación mitopoética -hacedora de mitos- es tan extraña a todos, salvo a los más cercanos a Blake, que puede ser de utilidad volver a su prototipo entre los neoplatónicos. Como Platón, ellos entendieron que los dáimones son seres intermedios entre mortales y dioses; pero desarrollaron esa intuición e identificaron un estado daimónico íntegro, en parte físico y en parte espiritual, que mediaba entre nuestro mundo material sensorial y el mundo espiritual o «inteligible» de las formas, esos dioses abstractos que proporcionan los modelos ideales para todo lo que existe.
Este mundo intermedio fue denominado Psyché ton Kosmou, el Alma del Mundo, aunque fuera mejor conocido en la Europa de lengua latina como Anima Mundi. De ahí proceden los dáimones. A veces era imaginado jerárquicamente, con el mundo inteligible de los dioses arriba y el nuestro debajo, pero emanando los tres de una fuente desconocida llamada simplemente el Uno. En otras ocasiones se concebía como un único reino dinámico con dos aspectos: uno inteligible (espiritual) y otro sensorial (material). Y así es como en general lo ha descrito la tradición esotérica occidental. Todos los neoplatónicos, los filósofos herméticos, los alquimistas y los cabalistas han afirmado que el cosmos está animado por un alma colectiva que se manifiesta a veces espiritualmente, otras físicamente, e incluso de ambas maneras a la vez, es decir, daimónicamente; pero que sobre todo relaciona y mantiene todos los fenómenos unidos. Ésta es la ortodoxia verdadera, dicen, a la que la ortodoxia errónea -que el filósofo A. N. Whitehead denominó «los tres últimos siglos provincianos»- ha ignorado de forma deplorable.
El mundo animado
Según la tradición neoplatónica, psyché o alma es el principio que sirve de base a la realidad, su verdadero tejido, por decirlo así. Como hemos visto, es un principio ambiguo. Se la imaginaba como un macrocosmos, «gran mundo», y como un microcosmos, «pequeño mundo». Es un alma del mundo colectiva, que contiene todos los dáimones, imágenes y almas -incluida el alma humana-, y a la vez un alma individual que engloba un profundo nivel colectivo, en el que estamos relacionados entre nosotros y con todas las cosas vivientes. Dependiendo, pues, de nuestra perspectiva, nos podemos ver a nosotros mismos abrazando el Alma del Mundo o siendo abrazados por ella, aunque se trata de ambas cosas. O se podría decir también que el alma se manifiesta impersonalmente como Alma del Mundo, y personalmente como almas individuales. En cualquier caso, podemos empezar a ver que las antiguas leyes de simpatía y correspondencia, que la ciencia moderna ha desacreditado, no son leyes científicas primitivas en absoluto, sino profundos principios psíquicos que expresan la manera en que cada microcosmos -cada uno de nosotros- refleja potencialmente el cosmos entero y participa de él.
En el Timeo de Platón, donde aparece la primera descripción del Alma del Mundo, ésta es infundida a todo el cosmos por el Demiurgo, el dios creador platónico que crea, de este modo, un universo viviente dotado de alma. (El Alma del Mundo sigue siendo la metáfora básica de toda concepción del mundo como organismo, incluidas las modernas ideas ecológicas.) En otras palabras, así como es trascendente, es decir, que está un nivel por encima de nuestro mundo, el Alma del Mundo es también inmanente, tal como la imaginan las culturas tradicionales. No es que éstas tengan siempre un concepto para el Alma del Mundo -no la abstraen del mundo-, sino que ven básicamente el mundo como animado, lleno de alma. «Todo», según los antiguos, desde Tales a Plutarco, «está lleno de dioses».
Las mismas personas que han vaciado a la naturaleza de alma y la han reducido a materia muerta que obedece a leyes mecánicas, llaman peyorativamente animismo a la cosmovisión tradicional, término que en realidad anula lo que pretende describir. Para las culturas «animistas» no existe eso que se llama animismo. Existe sólo la naturaleza que se presenta a sí misma en toda su inmediatez como atestada de dáimones. Todo objeto o lugar sagrados tienen su genio o jinn, numen o náyade, hasta su boggart y su duende, según sea el caso.
Los románticos imaginaban así a la naturaleza. La Imaginación era coextensiva a la creación, igual que el Alma del Mundo. Eran idénticas. Todo objeto natural era espiritual y físico, como si dríada y árbol fueran el interior y el exterior de la misma cosa. De este modo, toda roca, todo árbol, era ambivalente: un daimon, un alma, una imagen. «A los ojos de un hombre de Imaginación -escribía William Blake- la naturaleza es la Imaginación misma.» (Págs. 72-77)
La “psicosis” de Jung
El Alma del Mundo y la Imaginación son modelos de la misma realidad daimónica. Otro modelo, más reciente, ha salido de la psicología profunda. Freud ya había descubierto el subconsciente, los contenidos reprimidos de lo que aparecía en sus pacientes como síntomas reiterativos. Pero estos pacientes eran neuróticos, y sus síntomas se podían remontar a algún acontecimiento de su historia personal. Sin embargo, uno de los seguidores de Freud -C. G. Jung- trató a pacientes más profundamente trastornados, psicóticos o esquizofrénicos. Observó en sus fantasías unas características que de ninguna manera se podían explicar por su vida personal -fragmentos de alguna mitología arcana, por ejemplo- y concluyó que había un nivel más profundo del inconsciente que era verdaderamente colectivo, común a todos nosotros.
En realidad, como reveló más tarde en su autobiografía, esa intuición procedía tanto de su propia experiencia como de la de sus pacientes. Poco antes de cumplir los cuarenta años, Jung había sido súbitamente inundado por un torrente de imágenes violentas e incontrolables, que entraban a raudales en su mente desde el inconsciente y amenazaban con sumirle en una psicosis. Luchó contra ellas como pudo, hasta que se vio obligado a ceder. Se sentó en su escritorio, cerró los ojos y se dejó ir. Tuvo la sensación física de que el suelo se abría, de sumergirse en oscuros abismos donde encontró no la locura que esperaba, sino… un mito. Un enano momificado, un cristal rojo en una cueva, un hermoso joven muerto, un escarabajo negro, una marea de sangre; Jung se dio cuenta de que estaba participando en un mito del Héroe, «un drama de muerte y renovación» que se refería no sólo a él, sino al destino de Europa en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
Inicialmente, Jung concibió la psique estructurada como una pirámide, o como un sistema de círculos concéntricos: el ego estaba en el ápice (o en el centro) con el «campo» de la conciencia justo debajo (o alrededor). Por debajo de la conciencia estaba el inconsciente, con sus dos niveles, el personal y el colectivo. El inconsciente personal -el subconsciente de Freud- contiene todos aquellos contenidos que pueden ser recuperados a voluntad por la memoria, y aquellos que no lo pueden ser, por haber sido reprimidos. Cuanto más se niega la expresión consciente de esos contenidos, más profundamente son apartados de la conciencia, y se hunden cada vez más profundamente hasta que se convierten en complejos autónomos. Asumen, por decirlo así, una personalidad propia que ejerce una influencia sobre nosotros sin que nos demos cuenta de ello. Pueden incluso irrumpir en la conciencia y «poseerla», como en el caso de la psicosis que el propio Jung había temido. (Págs. 77-78)
El alma como espejo
El espejo es la imagen más común del Alma del Mundo, porque el espejo, por decirlo así, no es nada en sí mismo, sino sólo la suma de las imágenes que refleja. El alma siempre se manifiesta a sí misma indirectamente, como algo distinto a ella misma, como las imágenes por las que es representada. («Imagen es psique», decía Jung.) Heráclito explicaba que Dios es día y noche, invierno y verano, todos los opuestos: «Sufre alteración de la misma manera en que el fuego, cuando se mezcla con especias, es denominado según el aroma de cada una de ellas». Sin embargo, la idea es que esas imágenes son la realidad, mientras que los objetos que vinculamos a la realidad son de hecho pálidas imitaciones de ellas. El símbolo del espejo atraviesa la tradición neoplatónica desde Plotino hasta los alquimistas, desde el «espejo vegetal de la naturaleza» de Jacob Boehme, al «espejo de Enitharmon» de Blake, y a Yeats, que combina Platón y Boehme cuando afirma que el Espíritu Santo «despierta al ser las innumerables formas del pensamiento en el gran espejo».
La idea de que el suelo bajo nuestros pies es, por decirlo así, fluido y movedizo nos lleva a aferrarnos a las filosofías y teologías de la precisión y la literalidad para impedirnos caer. Pero en cuanto hacemos una afirmación precisa sobre la naturaleza de la realidad, la propia realidad -el alma, la imaginación, el inconsciente y (el mejor modelo de todos) Mercurio- forma inmediatamente su contrario. Siempre que pensamos que hemos captado la realidad, y prendido al daimon con alfileres, éste ya se ha escabullido y nos ha dejado sólo una máscara vacía entre las manos. (Págs. 228-229)
El nuevo mito del Alma del Mundo
Newton y Einstein
Así como la teoría de la evolución es, como vimos anteriormente, no tanto un avance sobre la creencia tradicional en la involución como su versión simétrica e invertida, así el universo einsteiniano es menos un desarrollo del newtoniano que su inversión imaginativa, como si fueran variantes uno del otro. En realidad, si el universo de Newton es una versión simétrica e invertida del Otro Mundo tradicional, el de Einstein es un retorno a él: un lugar de ensueño donde tiempo, espacio, materia y causalidad -los cuatro pilares del universo newtoniano- son puestos al revés.
Espacio y tiempo no son ya independientes y absolutos. Se combinan en el espacio-tiempo y son relativos. El tiempo fluye con ritmos diferentes para observadores que se mueven a velocidades distintas; reduce su velocidad cerca de objetos pesados (retrocede en los agujeros negros). El espacio mismo es curvo, y se curva más claramente en regiones de mayor gravedad. La materia simplemente ha desaparecido; los sólidos átomos newtonianos están en gran parte vacíos. La materia es intercambiable con la energía. La sustancia se disuelve en probabilidades y «tendencias a existir». La causalidad desaparece a niveles subatómicos. Se producen efectos que no tienen ninguna causa. Las cosas suceden espontánea o simultáneamente o de forma no localizada.
La no-localidad es la vuelta a una idea tradicional. En 1982 se demostró que las «partículas» de luz con un origen común siguen actuando en sintonía unas con otras, independientemente de lo lejos que estén; este fenómeno se denomina no-localidad. Esto implica que «el universo entero, que se supone está en expansión desde el primer destello del Big Bang, es en su nivel más profundo un sistema holístico sin costuras en el que cada «partícula» está en «comunicación» con las demás «partículas», aunque estén separadas por millones de años luz».
Esta unidad subyacente del universo es en esencia una idea mística. Especialmente la idea de una única red de partículas que interactúan es, por supuesto, un eco de las doctrinas estoicas y neoplatónicas relativas a la interconexión de todas las cosas en el Alma del Mundo, y de su origen último en el Uno, del que todas las cosas emanan.
El Alma del Mundo fue todavía más evidente durante los años noventa, cuando se puso de moda concebir el universo en términos de «información», un inmenso proceso informático, en realidad, del que la mente humana es un subproducto, una pieza que tiene el potencial de comprender el conjunto. La «mente» o la «vida» no necesitan estar limitadas a la materia, sino que podrían estar basadas en «plasmas, energía de un campo electromagnético, dominios magnéticos en estrellas de neutrones» y cosas parecidas. Podría haber una «supermente» que abarcase todos los campos de la naturaleza -una especie de «campo de campos»- que hubiera existido desde la Creación y convertido el caótico Big Bang en un cosmos ordenado. No es un Dios sobrenatural, sino, como señala Paul Davies en Dios y la nueva física, «una mente universal que dirige y controla, que se extiende por el cosmos y hace funcionar las leyes de la naturaleza», mientras nuestras mentes serían «localizadas «islas» de conciencia en el mar de la mente».
Aquí hay otra reinvención del Alma del Mundo, en la cual participan las almas individuales, que también tienen acceso al conjunto. La diferencia, no obstante, es que el alma, con todo su poder imaginativo, se ha convertido en «mente», definida vagamente como un «superordenador», una superconciencia racional capaz de procesar una cantidad ilimitada de información. Algunos científicos «futuristas» son presa de extrañas fantasías de omnisciencia por las que la humanidad tendrá un día acceso a la totalidad de la «información» y se fundirá con la supermente. Sin embargo, esto no se producirá místicamente, sino mecánicamente: habremos encontrado la manera de transferir nuestra mente a artefactos o sustancias más duraderas que el cuerpo, y así nos haremos inmortales. Esta adulteración literal de las ideas religiosas tradicionales para satisfacer el ego del científico a fin de perpetuarse a sí mismo apenas sería digna de mención si no fuera una fantasía muy extendida.
Cuanto más literalizamos el Otro Mundo, más misteriosas y potentes son las formas en las que se hace volver a los dáimones. Un buen ejemplo de ello serían esas extrañas anti-estrellas llamadas agujeros negros. Como modelos altamente comprimidos del universo de Einstein, parecen probar muchas de sus predicciones; o, por el contrario, como productos de una imaginación einsteiniana, son sin duda imágenes arquetípicas, existan o no literalmente (el posible agujero negro más cercano es Cisne X-I). (Págs. 265-266)
Espíritu y alma
Las dos vías representan una tensión fundamental de la condición humana, dos predisposiciones que se han expresado tradicionalmente en una variedad de vías: masculina y femenina, clásica y romántica, apolínea y dionisíaca, yang y yin, hemisferio cerebral derecho y hemisferio cerebral izquierdo, es decir, casi cualquiera de los pares que se recogen en una clasificación simbólica dual. Los términos que he elegido son «espíritu» y «alma» porque se resisten a ser tomados literalmente, son fundamentales en la cultura occidental y son propiamente religiosos, tanto en un sentido pagano (para los griegos, pneuma y psyché) como cristiano. No son términos que se puedan definir de manera precisa porque no son sustancias ni conceptos, sino símbolos; y lo mejor que podemos hacer para diferenciarlos entre ellos es tratar de evocar sus características respectivas.
El espíritu nos remite a la vía negativa, pues nos lleva hacia arriba, más allá de todas las imágenes, hacia el Uno trascendente, la Verdad, Dios. Sus religiones son los monoteísmos «mayores». Menosprecia la religión del alma como politeísmo o animismo, o no la reconoce como religión en absoluto. Pues el movimiento del alma es hacia abajo, al Mundo Inferior, hacia lo Múltiple Inmanente.
Cada vez que nos sentamos ante un trabajo intelectual serio o en situación de meditación espiritual, son los dáimones del alma los que nos distraen con ansiedades y recuerdos perturbadores, y nos provocan con ensueños y deseos. Desde el «intelecto puro» y el «acto puro» de Agustín y Tomás de Aquino, hasta la «razón pura» y el «ser puro» de Kant y Hegel, el espíritu busca siempre la pureza. La ciencia pura literaliza la búsqueda: incontaminada por el mundo, sus laboratorios superhigiénicos secularizan la celda del místico; la fantasía de la objetividad pura parodia la autoaniquilación del santo.
No sólo pureza, sino orden, claridad, iluminación, son las contraseñas del espíritu. Pongamos las cosas en orden, seamos claros, seamos racionales, hagamos borrón y cuenta nueva, empecemos de cero, dice el espíritu. Pero el alma está siempre a su lado, oscureciendo, enturbiando y embrollándolo todo. Pues el alma favorece el camino laberíntico de la reflexión lenta, no el pensamiento rápido. Las cosas no se pueden hacer en línea recta porque son intrínsecamente torcidas y ambiguas; no pueden ser aclaradas porque son intrínsecamente crepusculares; no se puede hacer borrón y cuenta nueva porque están ceñidas a una larga historia cuyas huellas no se pueden hacer desaparecer. El alma reprime al espíritu, lo sujeta, hace que rumie las cosas y preste atención a los detalles, aquí y ahora, en lugar de emprender el vuelo hacia algún gran plan futuro.
El universo es en el fondo simple, elegante, unificado, dice el espíritu del científico en su vía apolínea; no, dice el alma del artista en el éxtasis dionisíaco o en su duplicidad hermética: es complejo, grotesco, múltiple y lleno de anomalías. Todas las imágenes son falsas, dice el espíritu; no hay imágenes falsas, dice el alma, tan sólo falsas perspectivas sobre las imágenes. Donde el alma ve símbolos, ventanas a otro mundo, el espíritu ve ídolos y muros.
El espíritu nos conduce siempre a la literalización. Sus místicos emprenden el camino, como los Padres del Desierto, al desierto real, o realizan el ascenso literal de montañas reales. Si el alma asciende, lo hace metafóricamente, como Dante en La divina comedia, y no sin antes haber franqueado la selva oscura y merodeado por las regiones infernales. Blake estaba muy influido por un inspector de minas sueco llamado Emanuel Swedenborg (1688-1772) que estaba al tanto de la actividad de los espíritus. Mientras Blake tenía visiones de dáimones que interpretaba metafóricamente, como intuiciones con las que hacer arte, Swedenborg veía espíritus que interpretaba literalmente, como revelaciones con las que hizo una religión. Ésta es la diferencia entre el alma visionaria y el espíritu místico. (Págs. 345-347)
La pérdida del alma
La causa principal de enfermedad en las sociedades tradicionales es «la pérdida del alma». Aquí, la palabra «alma» se refiere a nuestra percepción de nosotros mismos, a nuestra capacidad de decir «yo». Se refiere a lo que llamamos el ego. Pero no es en absoluto nuestro ego racional; más bien sería exactamente lo opuesto. En las culturas tradicionales el ego es un alma, un ego-alma o ego daimónico. Es mucho más fluido y vulnerable que nuestro ego. Es un alma que puede alejarse sin rumbo, o ser abducida violentamente, o apartarse de uno mismo por la atracción erótica de un hada o una sirena, como las que viven en el fondo del Amazonas y retienen las almas de los pescadores en el Otro Mundo.
La pérdida del alma puede incluso ser fatal. El British Medical Journal de 1965 recogió varios casos de muerte por maleficio o brujería en África. No hay nunca una causa médica evidente de la muerte; las víctimas afirman que su alma ha sido robada o extraviada, y simplemente se tumban y mueren. Los exámenes post mórtem muestran que las glándulas adrenales se han secado, lo que apunta a una liberación masiva de adrenalina -por miedo, quizá-, seguida de una bajada crítica de la presión sanguínea, y ocurre la muerte. Si las víctimas de brujería no mueren, quedan no obstante reducidas, recordemos, a la condición de «muertos vivientes». Están «fuera», como dicen los irlandeses. El cuerpo que queda es un «tronco»; o la «apariencia de un cuerpo»; o un zombi.
Los occidentales no son tan propensos a perder el alma en este sentido. Nuestro ego no es en absoluto fluido y vulnerable, ni puede perderse fácilmente en el Otro Mundo. Nuestro problema es el contrario: perdemos el Otro Mundo. No perdemos el ego-alma de las culturas tradicionales, sino el alma, el reino del alma, el inconsciente, el anima, nuestro daimon personal, nuestro propio sí-mismo más profundo. Perdemos la dimensión de la imaginación que da profundidad, color, conexión y sentido a nuestra vida. En casos extremos, sufrimos de un estado que la psicología llama despersonalización.
William James, en su libro sobre las variedades de la experiencia religiosa, escribió que el principio que transfigura el mundo durante las experiencias místicas es el mismo que actúa en la despersonalización, pero como si fuera a la inversa. La despersonalización no es, en otras palabras, una condición médica. Es como una visión, pero una visión en la que el mundo se vuelve «aburrido, rancio, vano e inútil», como lo percibió Hamlet. Esta visión parece haber sido un acompañamiento inevitable de la via negativa. El obstinado rechazo del alma y sus imágenes por parte de los padres del desierto condujo a un estado llamado acedía, o acedía, una especie de apatía que describían con frecuencia en términos de sequedad espiritual. Era como la noche oscura del alma de san Juan de la Cruz, cuando el suplicante siente la lejanía de Dios y la esterilidad del mundo.
El individuo despersonalizado ya no se reconoce como persona. Observa sus propias acciones como si estuviera fuera, como si fuera un espectador de sí mismo. No está exactamente deprimido; más bien, sufre de esa falta de vitalidad, de ese vacío, apatía y sensación de monotonía para los que el término «sequedad» parece la metáfora más apropiada. La pérdida del alma es también la pérdida del Alma del Mundo, de manera que no sólo se está alejado de sí mismo, sino también del mundo, que parece extraño e irreal. Se vuelve plano, carente de la tridimensionalidad que le otorga la doble visión; y está muerto, porque le falta la imaginación que lo animaría.
La despersonalización es una especie de desesperación, quizá más común de lo que sospechamos. La razón de que quienes la sufren de forma crónica no se tumben y mueran, como los africanos embrujados, se debe, supongo, a la misma fuerza del ego y sus artimañas, que mantienen nuestra maquinaria firme y la guían a través de sus rutinas. Nos sentimos como autómatas manejados por poderes invisibles; y esto es análogo al sentimiento inverso de que formamos parte de un proyecto mayor, en manos de los dioses, y que nuestra vida es profunda y significativa en vez de superficial y sin sentido. Así, paradójicamente, nada nos proporciona una demostración más contundente de la autonomía del alma que la despersonalización, porque nos convence de que nuestros propios egos vanidosos son personificaciones cuya realidad depende de algo distinto a nuestra conciencia, voluntad o razón.
La despersonalización puede ser considerada el objetivo lógico del ego racional, destructor del alma, despersonificador y antidaimónico, que quiere transformarnos a todos, como al pobre Darwin, en «máquinas para procesar hechos». Al llevarse nuestra capacidad de personificar, transforma el alma en un abismo sin fondo, no mediado por las imágenes personificadas que yo denomino dáimones; al mismo tiempo, priva al mundo de profundidad, lo vuelve plano y sin perspectiva. Lo espeluznante es que éste es exactamente el universo que los cosmólogos ponen ante nosotros como si fuera el mundo real. El mundo de la des-personalización es el mundo del cientifismo, cuyo rechazo de la iniciación y negación de la muerte, así como su mantenimiento del ego racional, cueste lo que cueste, nos introduce en una distopía vacía y sin alma. Me hiere una punzada de temor al pensar que puedo estar, que los occidentales podemos estar tan despersonalizados, que sólo por rutina estamos medio vivos. Me pregunto si tenemos siquiera la sospecha de cómo podrían ser nuestras vidas si nuestros efímeros contactos con el Alma del Mundo -esos pequeños destellos de verdad y de belleza- se volvieran tan continuos como el aire que respiramos. (Págs. 422-425)