Cabalgando al Tigre

lunes, 30 enero, 2006

Entrevista a Mircea Eliade: «Las raíces de toda cultura son siempre religiosas”

Filed under: Entrevistas — by Aspirante a domador @ 10:41 am

Eliade1.jpgMe llega, a través de la trabajada lista “Esoterismo Tradicional”, este extracto de la entrevista que el indólogo Jean Varenne hizo a Eliade en 1984, publicada en el número 56 de la revista francesa «Question de».
 

– PROFESOR ELIADE, EN PRIMER LUGAR: ¿CÓMO LLEGÓ A SER HISTORIADOR DE LAS RELIGIONES?


 – Estaba interesado en la India, sobre todo por el Yoga. Tuve la suerte de trabajar con S.N. Dasgupta, en Calcuta, durante tres años. Aprendí el sánscrito con él. Luego me di cuenta de que para comprender bien el yoga era necesario estar familiarizado con la tradición hindú en su totalidad, incluyendo la historia religiosa de la India. De ahí pasé al estudio de las religiones himaláyicas y de los aborígenes, también de las modalidades yóguicas localizables en Asia Central, el Tíbet, Mongolia y Extremo Oriente. En este sentido surgió en mí el deseo de comparar ciertas técnicas del yoga con sus equivalentes, por ejemplo, taoístas. Me sentí interesado, de modo especial, en lo que considero las raíces de la cultura hindú, esa enorme síntesis donde se mezclan las aportaciones de los dravídicos y de los arios, así como de los que les han precedido.
De vuelta a Bucarest, después de tres años de estancia en Calcuta, queriendo profundizar en ese problema de los orígenes de la cultura india, establecí contacto con muchas otras culturas, de modo especial con la neolítica que, en mi opinión, permanece viva en la Europa Oriental dentro de lo que se ha dado en llamar «folklore». Señalé en este sentido que existe una suerte de unidad en «la cultura de los agricultores», que abarca desde Portugal hasta la China. Fue entonces cuando me apasioné por la historia general de las religiones.
 

– ¿DE MANERA QUE, EN SU CASO, LOS ESTUDIOS DE LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES PROPIAMENTE DICHOS SON CONSECUENCIA DE SUS PRIMEROS TRABAJOS DE INDIANISTA?
 

– Ciertamente. Aunque creo que es lo habitual en este ámbito. Se empieza por un problema concreto, aumentando progresivamente el campo de estudios. Claro está que no puede pretenderse conocer todas las lenguas, pero existen buenas traducciones, monografías rigurosas, sin olvidar los trabajos de otros colegas. Por otra parte, mi experiencia india me ha servido de mucho, pues fue gracias a ella como llegué a sentir la unidad fundamental de las culturas populares surgidas del neolítico. En todas estas culturas y religiones se encuentra la misma estructura: lo que he dado en llamar la religión (o la religiosidad) cósmica; es decir, que lo sagrado se manifiesta a través del sentimiento que los seres humanos tienen de los ritmos cósmicos. Fue de esta manera cómo un buen día me vi metido, sin quererlo realmente, en todas esas discusiones sobre lo sagrado, los mitos, etcétera. Evidentemente, no quiero decir que esas estructuras arcaicas -que tengo por universales- agoten el contenido de las grandes religiones; pero están en su base, en lo que puede llamarse la morfología religiosa.
 

– ¿CREE, PUES, QUE EL MÉTODO CONSISTE, POR DECIRLO ASÍ, EN PENETRAR EN EL MECANISMO MENTAL DE QUIENES VIVEN CIERTAS CREENCIAS?
 

– Sí, creo que esto es posible, a condición de preguntarse, desde el comienzo, cuál es el mito central de la religión que se quiere estudiar. Para dar un ejemplo muy simple, en el cristianismo el mito central, aquel que primero hay que estudiar, es el que tiene al Salvador como el Dios único encarnado. Todo el cristianismo se desarrolla a partir de ese mito central, que es responsable de toda la teología, de todas las manifestaciones culturales cristianas. Si se empieza a estudiar el cristianismo a partir de algunos de sus aspectos exteriores (peregrinaciones, culto de las reliquias, etcétera), se tendrá una visión muy limitada -y en mi opinión falseada- de lo que es el cristianismo en cuanto fenómeno religioso.
 

– EN VARIOS DE SUS LIBROS HA DICHO QUE, MUY A MENUDO, EL MITO CENTRAL ES EL DE LOS ORÍGENES.
 

– He señalado, en efecto, que en muchas religiones, por lo demás muy diferenciadas entre sí, el mito central era justamente el mito cosmogónico. Es éste el que, en numerosos casos, explica cuál fue el origen del hombre, de la muerte, de la sexualidad, las instituciones, etcétera. Toda mitología tiene un comienzo y un fin: al inicio, la cosmogonía, el mito de los orígenes y, al final, la escatología anunciando el retorno de los ancestros míticos o la venida del Mesías. Es pues importante ver la mitología no como una colección de mitos diversos, estructurados de tal o cual manera, sino como un corpus que tiene un principio y un fin, en suma, como una historia sagrada.
 

– LA EXPRESIÓN «MITO CENTRAL» A PROPÓSITO DEL CRISTIANISMO, ¿NO SUPONE IR EN EL SENTIDO DE CIERTA CORRIENTE DE LA TEOLOGÍA MÁS MODERNA?
 

– Nada de eso. Cuando hablo del mito, utilizo un vocabulario que es también el de los antropólogos: el mito es tomado como verdad absoluta, revelada podríamos decir. Los seguidores de tal o cual religión os dirán que el mito cosmogónico es verdad, ya que el mundo existe; el mito del origen de la muerte es “verdadero” ya que el hombre es un ser mortal. El mito tiene, pues, un valor dogmático: dice lo que ha sucedido realmente, cuenta cómo algo ha venido a la existencia, sea el mundo, el hombre, una especie animal, una institución social, etcétera. Así pues, cuando hablo de un mito central en el cristianismo, me refiero a lo que es esencial en esta religión, a lo que para ella es verdadero y significativo. Hablando en griego, se trata del logos (verbo) y no del mythos (mito), pues éste es fábula, mentira, ilusión. Existe ahí una ambivalencia de la terminología que es muy dañina. En mis libros tengo siempre cuidado en recordar la ambivalencia del término «mito»: mientras que en las sociedades arcaicas el mito expresa la verdad por excelencia -ya que habla de realidades- en el lenguaje corriente esta palabra designa una ficción, tal como lo proclamaron los griegos hace veinticinco siglos.
 

– AL REFERIRSE A CIERTOS FENÓMENOS NO PUEDE EVITARSE UTILIZAR LA EXPRESIÓN, POR LO DEMÁS ALGO VAGA, DE “SAGRADO”.


– En efecto, es una lástima que no dispongamos en este terreno de un vocabulario más rico, pues el término «sagrado» ostenta una larga trayectoria, aunque algo limitada, en el campo de la cultura. Uno se pregunta si puede aplicarse indiscriminadamente a ámbitos tan diversos como los del antiguo Oriente, el Cristianismo, el Judaísmo, el Islam, el Hinduismo o el Buddhismo, sin mencionar a los pueblos llamados «primitivos». Aunque, sin duda, es demasiado tarde para buscar otra palabra. Del mismo modo, el término «religión» puede ser también útil, a condición de convenir la posibilidad de que no implique necesariamente la creencia en Dios, en los dioses o los espíritus, sino que se refiera a la experiencia de lo sagrado (…). La conciencia de la existencia de un mundo real y significativo está íntimamente ligada al descubrimiento de lo sacro. Mediante la experiencia de lo sagrado, el espíritu humano ha captado la diferencia entre lo que se revela como real, poderoso, rico y significativo, y lo que está desprovisto de tales cualidades, es decir, el flujo caótico y peligroso de las cosas, sus apariciones y desapariciones fortuitas y privadas de sentido. Quiero decir con esto que lo sagrado es un elemento en la estructura de la consciencia, y no un estadio en la historia de esa consciencia.

– ¿PODRÍA PREGUNTARSE PARA QUÉ SIRVE LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES?

– Tengo la convicción de que, más que cualquier otra disciplina, la historia de las religiones prepara a nuestros contemporáneos para convertirse en «ciudadanos del mundo». A través de la comprensión de las experiencias, expresiones y simbolismos arcaicos, se produce un extraordinario enriquecimiento de la consciencia de quien adquiere esa comprensión. Al captar los significados, se opera una superación de cualquier tipo de provincialismo cultural, sea este occidental, chino o africano. Se aprende a conocer un número insospechado de situaciones humanas diferentes. Creo, además, que la historia de las religiones es la única disciplina que conduce a un optimismo fundamental. Se comprueba cómo el ser humano ha sabido valorizar todos los niveles de la experiencia otorgándoles un significado. En suma, el historiador de las religiones, por el hecho de no ser especialista de una sola cultura, comprende mejor a las otras culturas; pues las raíces de toda cultura son siempre religiosas.

lunes, 23 enero, 2006

Teófano el Recluso

Filed under: Textos recomendados,Tradición Cristiana — by Aspirante a domador @ 2:25 pm

Filocalia.jpgTodavía no ha caído por aquí ningún hesicasta y ya va siendo hora. Así que, en representación de la tradición cristiana ortodoxa, Teófano el Recluso da algunos consejos a otros hesicastas (¿quién más podría seguirlos?). Si os interesa esta aproximación al espíritu, os recomiendo la “Filocalia” (de filokalos, “amor a la belleza”), de la que encontraréis dos de los cuatro tomos de que consta editados por Lumen en edición completa y crítica (Vol. I, 1998 y Vol. II, 2003). Que yo sepa, los otros dos tomos aún no han salido. La Filocalia es sin duda el legado espiritual más importante y completo de la Iglesia de Oriente, lectura necesaria y diría que suficiente para conocer razonablemente esta tradición. Aquí van algunos de sus consejos y apotegmas: 

“El combate interior no debe ser abandonado aunque se haya perdido esta batalla. La batalla dura sólo hoy, el combate toda la vida. Debe darse con constancia, pues de lo contrario todo nuestro esfuerzo quedará sin fruto y nuestra inclinación hacia las bajas pasiones podrá crecer en vez de decrecer.” 

“Si abandonamos la lucha interior, descubriremos que, mientras intentamos eliminar una pasión, otra nos invade. Por ejemplo, arrojamos la gula mediante el ayuno, y he aquí que la vanagloria ocupa su lugar. Si descuidamos otorgar al combate interior la atención que le es debida, ningún esfuerzo, por penoso que sea, traerá fruto. El combate interior, unido a la lucha activa, golpea a las pasiones a la vez desde dentro y desde fuera, y así las destruye tan rápidamente como se destruye a un enemigo rodeándolo por el frente y por la retaguardia.” 

“Por la paciencia somos llevados a la altura de Dios, pero eso no ocurriría si previamente Dios no se hubiera adelantado en su Infinita Paciencia para con nosotros. La paciencia de Dios es el eterno setenta veces siete: la virtud del alma llamada paciencia es un don de Dios tan grande que en ella se manifiesta incluso la paciencia del que nos la da. Si se hace caso omiso de dicha referencia, todo asceta cae: «de un anacoreta indio, que había vivido dos años enteros alimentándose solamente del rocío que cae del cielo, se cuenta que vino un buen día a la ciudad y que, habiendo degustado el producto de la vid, se hizo un bebedor consumado». Quien logra el hábito de la paciencia puede alcanzar una madurez mayor. Ahora bien, a dicho hábito se llega fracasando. Sin embargo, lo que la fracasada paciencia humana no alcanza puede alcanzarlo quien apacienta sus impaciencias en una paciencia infinita.” 

“Trabajad hasta el agotamiento. Esforzaos todo lo posible, pero la obra de vuestra salvación, esperadla del Señor tan sólo… El Señor desea siempre todo lo que nos ayuda a la salvación y está pronto a concedérnoslo. Espera tan sólo que nosotros estemos prontos y capacitados para recibir sus dones.”

“[Abrirse a la gracia es] saberse vacío, desprovisto de razón, sin fuerza; es saber que sólo el Señor puede, quiere y sabe llenar este vacío» 

“No te inquietes con el número de oraciones a recitar; que tu único cuidado sea que la oración brote de tu corazón, llena de vida como una fuente de agua viva. Arroja por entero de tu espíritu la idea de la cantidad” [¡hay que ver qué incorrección! ¡Pero si nada es más caro al espíritu del hombre moderno que la cantidad!]

“Es falso pensar que para realizar la oración espiritual hay que estar sentado en un lugar secreto para contemplar allí a Dios. No es necesario para orar ocultarse en otra parte que no sea el corazón y, estableciéndose en él, ver al Señor sentado a nuestra derecha, como lo hizo David.”

“Prestad la menor atención posible a las manifestaciones exteriores del ascetismo. Son sin duda necesarias, pero son tan sólo el andamio, no el edificio. El edificio está en el corazón. Poned por entero vuestra atención en el trabajo del corazón.”

«Atar tu esperanza, aunque sólo fuese por un cabello, a algún trabajo personal, es apartarse del camino recto. Si te retiras a la soledad pensando que gracias a tus meditaciones, a tus rezos, a tus vigilias nocturnas, todo va a cambiar, el Señor, a propósito, no te concederá la gracia prometida hasta que se haya evaporado toda esperanza en tus propias obras, aunque es verdad que sin ellas tampoco puedes recibir nada.”  

 

viernes, 20 enero, 2006

El encuentro con el ángel (y VI): individualidad frente a institución en la búsqueda espiritual

Filed under: Tradición Islámica — by Aspirante a domador @ 10:59 am

perros.jpg“[…] Sohravardî, situándose en el plano de lo universal, es, en cierto sentido, intemporal y sus textos pueden ser leídos desde el presente, desde cualquier presente, como si hubieran sido escritos para mí solo —exactamente como él recomendaba que se leyera el Corán— a condición y en la medida, claro está, de que nuestra modernidad no haya conseguido asfixiar nuestra universalidad, pues el problema —no se olvide— no es tanto que Sohravardî nos pueda o no decir algo, cuanto que nosotros nos coloquemos o no en disposición para entenderlo. […] Los relatos de Sohravardî en primer lugar, y en su sentido más elemental, son relatos iniciáticos en el sentido de que describen una iniciación, iniciación dispensada por el Ángel, por el Espíritu Santo, que transmite directamente al gnóstico sin mediación ninguna todo lo que necesita para su progreso espiritual. Ésta es en definitiva la razón de que Sohravardî no se integrara nunca en ninguna tariqat, en ninguna de las tradicionales órdenes sufíes, y se mantuviera hasta cierto punto al margen de la visión institucional de la tradición, lo que, por lo demás, le granjeó la hostilidad de los doctores de la ley, hostilidad que le llevaría en definitiva a la muerte. Hay en Sohravardî un claro énfasis en la interiorización o personalización de la vía espiritual que le hace contemplar la tradición como una realidad esencialmente suprafísica. Una de sus sentencias más conocidas —a la que se acaba de aludir— dice: «Lee el Corán como si hubiera sido escrito para ti sólo», y no necesariamente —podríamos añadir con la certeza de no ser infieles a su pensamiento— como lo interpretan los doctores de la ley. Estamos aquí ante la eterna tensión entre la necesidad, a nivel social, de alguna estructura institucional, de algún soporte físico de transmisión sin el cual la tradición no podría perpetuarse, y la necesidad, en el plano individual, de una lectura personal y creadora de esa tradición, sin la cual ésta deviene letra muerta. Aquí, una vez más, Henry Corbin nos parece haber dado en el clavo al proponer como ilustración «matemática» de la Unitud divina la fórmula 1 x 1 x 1 x… frente al 1 = 1, que expresaría más bien la Unidad de un monismo que en lugar de integrar la diferencia la excluye y anula lo personal en lo universal. La fórmula es perfectamente extrapolable del ámbito metafísico al histórico para poner de relieve la necesidad de salvaguardar la individualidad espiritual frente a la institución, una institución a la que su «margen humano» —como lo llamaba F. Schuon—, le mantiene en perpetuo peligro de caer, mediante la simple ley de la gravedad, de lo universal a lo general, sutil deslizamiento de consecuencias más o menos catastróficas por cuanto que implica la tiranía de lo colectivo o, lo que es igual, la socialización del Espíritu. La experiencia histórica vivida por Occidente con una Iglesia que con frecuencia ha tendido a asfixiar lo que estaba destinada a proteger, genera una actitud crítica y recelosa del hombre actual a la hora de aceptar cualquier estructura vertical en el ámbito del espíritu. Lo que en la espiritualidad de Sohravardî podemos leer de forma inequívoca es que sólo la profundidad espiritual resuelve, superándolo «por arriba», el falso dilema entre verticalidad jerárquica y horizontalidad democrática; pues la tradición es, básica y esencialmente, una realidad metahistórica, pese a lo cual —o, mejor, por lo cual— puede actuar de forma efectiva y permanente sobre nuestro mundo, siendo la institución con todos sus mecanismos fácticos de transmisión, la materialización, necesaria pero relativamente secundaria, de una continuidad que, en su esencia, se sitúa básicamente en otro plano. Que el hombre moderno se niegue a aceptar cualquier autoridad en el ámbito de la conciencia y se haya entregado a un individualismo que no tiene más raíz que la egolatría, no implica que la reivindicación de su individualidad, de su unicidad, sea necesariamente ilegítima, como tendería quizás a entenderse desde una espiritualidad monista. El énfasis en una búsqueda personal interiorizante que, por una parte, rechaza tanto las rígidas formas de unas estructuras eclesiásticas carentes de verdadera autoridad espiritual como los paraísos de un mundo secularizado y vacío, y que, por otra, tampoco acepta como salida la socialización de Dios llevada a cabo, en el contexto cristiano, por buena parte de la teología contemporánea, es tal vez el imprescindible detonante para salir —si es que hay salida— de la crisis espiritual en que se encuentra sumido el hombre contemporáneo. Aunque la expresión corra el riesgo de ser simplificada y mal interpretada, podríamos hablar tal vez en Sohravardî de un cierto «individualismo místico» que entendido en su más hondo sentido —que ahora trataremos de precisar— tal vez podría aportar mucho al hombre secularizado y sistematizado, por muy «creyente» que pueda ser, de nuestro tiempo.”

“Ciertamente, la conciencia individual, abandonada a su subjetividad, puede acabar en un pseudoespiritualismo fláccido del que los nuevos movimientos religiosos nos ofrecen abundantes muestras. Pero Sohravardî insiste en la necesidad de aunar experiencia espiritual y reflexión filosófica. Anticipa así la crítica al sufismo que hará explícita varios siglos más tarde esa otra cima de la filosofía chiíta que es Mollâ Sadrâ, que censurará a los sufíes su desprecio por el pensamiento, lo que les conduce a actitudes tan ignorantes como las de sus oponentes, los representantes de la religión legalista, y que lleva a muchos de ellos a caer, a través de un desbordamiento de sentimentalismo y subjetivismo, en todo tipo de excesos más o menos pseudomísticos. El rigor intelectual de Sohravardî me parece ejercer en este punto una fuerza de contención decisiva. En todo caso, si el énfasis en el polo personal, lleva aparejados sus riesgos, también la insistencia en el polo institucional implica los suyos, en los que no parece que sea necesario insistir.”

“Pero no hay que engañarse; si esa dimensión «personalista» de Sohravardî y su consecuente enfrentamiento con toda forma de dogmatismo puede suponer un cierto atractivo para muchos lectores occidentales, no por ello podemos decir que sea fácil seguirle. La dificultad fundamental que un lector moderno encontrará en este autor no es ese posible rechazo inicial de orden iconográfico que antes señalábamos, sino que está relacionada más bien con la estructura misma de su discurso. Sohravardî despliega un pensamiento simbólico que a la mentalidad occidental no le resulta fácil asumir y al que, precisamente por eso, sería tanto más necesario abrirse. No se trata, por supuesto, de la mera utilización de ciertas figuras para personificar unas ideas o unos conceptos, lo que no pasaría de ser un mero alegorismo que no tendría por qué ofrecer dificultades a la mente racional. Ni tampoco de remitir los hechos sensibles a un pensamiento abstracto mediante un sistema de correspondencias más o menos artificiosas o crípticas. No; se trata de poner de manifiesto una pluralidad jerárquica de niveles del ser que resuenan conjuntamente en una progressio harmonica cuya raíz está, simbólicamente hablando, en el cielo y no en la tierra. Por eso los acontecimientos históricos, los mismos que absorben y agotan la atención del hombre occidental, son para Sohravardî —en realidad para toda una parte, al menos, de la conciencia islámica— tan sólo el reflejo, el eco en una octava inferior, de acontecimientos que ocurren en otra parte, en el «octavo clima», en el «país del no-dónde» (Nâ kojâ-âbâd) según la terminología sohravardiana, es decir, en un mundo imaginal —que no imaginario, insisto— o mundo intermedio entre lo inteligible y lo sensible. Esos acontecimientos «imaginales» existen, y existen con una existencia absolutamente real, más real, si cabe expresarse así, que nuestra existencia física, y, aunque no pertenezcan a la historia, de ningún modo pueden ser encuadrados en lo que comúnmente llamamos mito.”

“Desde una perspectiva que no cuente con ese «mundo intermedio» no se pueden entender los escritos de Sohravardî ni, en general, todo el discurso ishrâqî. Y al lector que no pueda aceptar la posibilidad de otras formas de temporalidad diferentes a esa linealidad cronológica que está en la base de lo que acostumbramos a llamar «historia», poco o nada le van a decir estos relatos. Lo que de algún modo hacen estos textos visionarios es reconducir la historia «en la tierra» hasta la historia «en el cielo», proponiendo al mismo tiempo al lector la realización de ese mismo trayecto; para lograr este propósito fundamental, Sohravardî recurre a la hikâyat, término que designa un relato que es al mismo tiempo una acción que imita, que es mimesis, repetición o re-creación, pues —como decimos— toda historia exterior no hace más que imitar o re-citar la historia de los acontecimientos del alma. Y en esa historia lo que importa no son los datos exteriores, esos «trastos sin valor —como dice Corbin— dejados en herencia a los que tantas filosofías de la historia han unido las virtudes de la causalidad histórica», sino más bien lo que J. Baruzi llamaba «presencias dominadoras», algo que, a nivel individual, cada cual puede descubrir como un conjunto de impresiones persistentes que han quedado como huella indeleble en el alma, recuerdos cualitativamente intensificados —por más que puedan estar semiocultos— que resuenan con un eco especial, imágenes recurrentes, cuya persistencia, sutil y penetrante, evocadora de lo intangible, no es fruto del azar ni de circunstancias explicables desde la psicología (independientemente de que ésta pretenda encontrarles alguna explicación), sino que son más bien los atisbos del alma de un profundo orden subyacente que hunde sus raíces en un nivel de realidad diferente. Son esas «presencias dominadoras» las que, al hacer aflorar el orden de la simultaneidad, habitualmente oculto a nuestra mirada rutinaria por el orden de la sucesión, quiebran la causalidad histórica y permiten contemplar el acontecimiento como realidad perpetuamente abierta a posteriores y sucesivas re-creaciones, arrancándolo a la historia e instaurando un tiempo reversible, que actualiza el pasado y hace de él algo más presente que el propio presente. Estamos aquí ante el verdadero sentido de la tradición, siempre igual a sí misma y siempre renovada. Esta intuición procede del presentimiento de esos espacios multiplicados, de esas «octavas de universo» que resuenan en alturas diferentes, y que no son por tanto idénticas sino homólogas, y es lo que hace posible, a través de un ejercicio de hermenéutica permanente, una lectura vertical de la historia —de la historia de la humanidad como de la historia particular de cada individuo— que abre el camino a la reintegración y a lo que, desde un punto de vista cosmológico, será, como dice un antiguo texto ismailí, «la conversión del tiempo en espacio», idea fructífera y fascinante que regogerán Goethe en su Parsifal y Guénon en su Reino de la cantidad.”

“Ese principe d’arrachement, «principio de arrancamiento», como lo llama Corbin, que «arrranca» los acontecimientos a su contexto meramente histórico, y que atravesando verticalmente la historia viene a imponerse sobre la horizontalidad de un principio de causalidad incuestionable pero secundario, es el fundamento de una historialidad que sustituye a la historicidad de las filosofías profanas, las teologías socializadas y las teosofías pseudoesotéricas. Como dice Corbin, sólo una hermenéutica espiritual de este orden puede salvaguardar la verdad profunda de las historias proféticas de la Biblia y el Corán, pues sólo ella puede acceder al sentido espiritual en el nivel en que el acontecimiento tiene lugar, en el tiempo que le corresponde, que es el tiempo de la metahistoria, y lo hace, precisamente, quebrando esa historicidad llamada objetiva. No hay pues ninguna necesidad de desmitificar ni desmitologizar los antiguos relatos tradicionales —los de la Biblia y el Corán, por ejemplo— por la sencilla razón de que esos relatos no son ni historia ni mito. El famoso dilema que obsesiona a tantos investigadores contemporáneos cuando se enfrentan a datos del pasado —¿mito o historia?— como si lo primero fuera lo desechable y lo segundo lo fiable, se derrumba en esta perspectiva desde sus mismos cimientos. Es, en definitiva, una visión de las relaciones entre el orden de lo sensible y el orden de lo suprasensible distinta a la que ha prevalecido durante siglos en la historia del pensamiento occidental —desde que Averroes suprimió el orden de las Animae celestes de la cosmología aviceniana, supresión que con el tiempo abocaría en la eliminación pura y simple de lo suprasensible— lo que Sohravardî puede ofrecer al lector actual, lo que viene a ser sencillamente algo así como la posibilidad de replantearse su relación consigo mismo, con el cosmos y con Dios.»

Aquí termina este extenso texto; ahora, encarar las obras tanto de Sohravardî como de Corbin presentará sin duda menos dificultades gracias a las claves exegéticas que en él se enuncian. Espero que, los que no conocíais el texto, lo hayáis encontrado estimulante y clarificador.

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