Cabalgando al Tigre

sábado, 26 julio, 2008

Introducción a la vida angélica (II): retrato y biografía

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Continuemos ahora con algunas apreciaciones interesantes sobre el retrato y la biografía, extraídos de la Introducción a la vida angélica.

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Lo que es la Biografía, entre los géneros literarios es el Retrato en el orden de la pintura. Detengámonos un instante en lo que podríamos lla­mar la filosofía del Retrato y empecemos por re­cordar la diferencia que existe entre el retrato artístico y el retrato humildemente documentarlo: digamos, entre los que honran nuestros Museos y los que autentifican nuestros pasaportes.

¿De dónde viene nuestro interés intelectual por los retratos artísticos? Viene, justamente, de que el artista para producir su obra, ha elaborado en la materia dada por lo real un proceso de abstrac­ción, en cuya virtud, lo que no era más que un «caso», se vuelve en cierta manera un «tipo». Es decir, que el artista cumple un esfuerzo de se­lección, sobre un cierto número de notas pertene­cientes a su modelo y sabe, con lucidez, escoger y hacer resaltar algunas, cuyo conjunto dota a la imagen de un singular poder «expresivo».

Con ello, el Retrato saca al ser particular de la «insignificancia» y le da al contrario la «signi­ficación», descubriendo la ley íntima del persona­je, su «personalidad». A través de cuanto es acci­dental, efímero, anecdótico, revélase, por modo tal, lo que hay en elementos eternos de ideales, respec­to de los cuales ganan aquellos otros elementos un valor simbólico. No nos cansemos de repetir aquí la frase profunda de la correspondencia de Goethe a Carlota: «Wiessen Sie was symbolisclien Dasein ist»… Pero, no sólo la existencia de un Goethe, la existencia de cualquier hombre, de cual­quier mujer, aun el más humilde, aun el más obscu­ro, tiene una ley interior, expresa un símbolo. Es­to permite que respecto de cualquier hombre, res­pecto de cualquier mujer, si el artista alcanza a «verlos», exista la posibilidad de un retrato.

Existe igualmente la posibilidad de una biogra­fía. Pero, también aquí se trata de saber encontrar una significación, según la cual un cierto número de detalles se vuelve interesante; mientras que otros quedan sin valor. Se trata de cumplir un proceso de abstracción y de no apuntar a la ver­dad más que en el campo de la propia ley, según la cual se haya simbólicamente manifestado la perso­nalidad de la figura que ocupa al biógrafo.

 Entre los primeros frutos de nuestros experimentos sobre la embriología del Retrato -cuyo detalle contábamos hace dos cartas- figuró la for­mulación de una ley, que luego nos ha acontecido confirmar con el testimonio de artistas y otros ex­pertos en el asunto; los cuales, apenas aquélla enunciada, se apresuraron uniformemente a juz­garla de certera.

La ley siguiente: un Retrato viene al mundo siguiendo un proceso en tres etapas que respectivamente pueden ser llamadas (según Miguel Ángel hacía con los sucesivos trabajos del escultor en la arcilla, el yeso y el mármol) «vida», «muerte» y «resurrección»… Y, es claro que el proceso pue­de ser interrumpido. Es claro también, que en el tiempo cabe abreviarlo, dar incluso la impresión de que se suprime alguna de sus etapas. Ni esta impresión, sin embargo, corresponde a la estricta objetividad, ni aquella abreviatura significa que, en nadie, la segunda y dura etapa, la de la «muer­te», pueda llegar a lo superfluo.

Estamos en la primera sesión de «pose», en sus momentos iniciales. A poco dotado que, para la tarea, se halle el artista, ¡cuan felices momentos, cuan afortunada magia de la apariencia, con qué rápida comodidad se gustaba el retrato en la do­ble ventaja del parecido, de la vivacidad! A los cuatro rasgos, ya la imagen parece «clavada», ya el trasunto «está hablando». La obra de la mano «vive»… Tal etapa es aquella en que fácilmente -y legítimamente- se contentan, verbigracia, el caricaturista, el reportero gráfico. El retratista probo y constructivo, sin embargo, no se dará por satisfecho con suscitar tan superficial ilusión.

Querrá al contrario analizar, profundizar, «jus­tificar» lo que en el esbozo feliz se le presente inevitablemente como gratuito. Seguirá trabajan­do en su producción. Y entonces -sin remedio- ocurre una cosa espantosa. Entre las manos del artista el Retrato se apaga, se marchita, «muere». Cada día dijérasele disminuido en la escala de la vivacidad. A cada pincelada, el parecido con el original se aleja un poco. Vienen sesiones áridas, en cada uno de cuyos recodos se aloja el desalien­to… Fuerza es reconocer que la mayor parte de los retratos que en el mundo se intentan, quédanse ahí; sea que el modelo se canse y esquive la conti­nuación, sea que el pintor o escultor, convicto, si no confeso, de impotencia, se apresure, llegado cierto instante, a dar la tarea por conclusa, tal vez en evitación de mayores males.

¡Ah, pero el retratista de gran clase prosigue! Prosigue, impávido, superiormente seguro, a tra­vés de la muerte, añadiendo cotidianamente un poco de mineralización constructiva, un poco de noche de Penélope en el tejer del parecido. Y acon­tece que el retrato «resucite» al fin, en la jornada y momento que Dios. Quizá más como «recompen­sa» que como «efecto» del honrado trabajar, la acumulación de análisis lleva a la síntesis, la acu­mulación de demostraciones, a la evidencia. Tan «viva» como en los rasgos primeros, tan «pare­cida » como en la frescura de la inicial captación, he aquí que la obra triunfa de nuevo. Y, ahora, no ya en la ilusión, sino en la verdad. No ya gratuita­mente, sino constructivamente. No ya en la anéc­dota impresionista, sino en la eternidad definitoria.

Si el fin del Retrato consistiese únicamente en reproducir la apariencia -la circunstancial apariencia del original en un momento dado-, la que puede captar perfectamente el primer proceso de los tres cuyo conjunto constituye la embriogenia del Retrato, ¿qué necesidad tendría éste, para per­feccionarse, de pasar por los otros dos, de morir un día, para resucitar llegado el tercero? La vida, la brillante vida inicial sería suficiente; el pare­cido, el parecido superficial, con que la tarea ha empezado, bastaría.

Pero ya decía el gran Poussin que las cosas, además de su «aspecto», tienen sobre «prospec­to». Y que, si para el primero bastaba mirarles la cara a las cosas, para lo segundo había que darles la vuelta y desentrañarles la geometría. Si tanto las cosas en general, cuánto más los seres humanos. Transitoria es en ellos la «expresión»; firme, du­radero, el «carácter», el tipo. Su «genio y fi­gura», que llevan hasta la sepultura. La «figura» que no es puro «aspecto» y cuyos rasgos funda­mentales sólo pueden obtenerse gracias a una cier­ta «abstracción»; y el «genio», es decir, para hablar como Sócrates, el «demonio familiar»; pa­ra hablar como los cristianos, el «Ángel». Y todo esto, precisamente porque no está en la superficie, precisamente porque no lo capta la simple sensa­ción, hay que revelarlo, traerlo a la luz, «alunabrarlo». La gestación que precede al alumbra­miento: ésta es la segunda etapa indispensable en la embriogenia del Retrato. «Eructabo abscondita a constitutione mundi…» El retratista puede también decir «Eructabo abscondita a constitutio­ne hominis». «Diré el secreto esencial de su vida». Por esto, a la vez que la necesidad de las fases de «vida», «muerte» y «resurrección», sacamos, de nuestras experiencias sobre el Retrato, la ver­dad siguiente: «Los buenos retratos llegan a pa­recerse al original (o el original, a ellos) cinco años más tarde». Todo retrato esencial es un au­gurio, una anticipación del destino. Antes del amor el buen retrato conoce al enamorado, antes de la victoria, al dictador, antes del crimen al criminal. Más profético todavía por el oráculo, el retrato de Edipo mozo le diera, no sólo aire de parricida y de incestuoso, sino también de ciego.

¿Por qué, el verdadero y gran Retrato resulta parecerse a su original «cinco años más tar­de?». Pues, porque, cuando llega al éxito su etapa terminal, la etapa de la «resurrección», lo que con él se ha descubierto no es la vida consciente de este original, ni lo subconsciente tampoco, sino su sobre-consciente -su ley esencial- su definición, su personalidad, su Ángel.

El artista del retrato «ve» lo que será «después» su modelo. Opera en el mismo sentido de depuración que la vida. Ve, de antemano, al hom­bre o a la mujer. (…)

Cambiando así la versión interina, la contin­gente temporalidad -siempre un esbozo- de la apariencia de la hora y del momento, en la fijeza definitiva de la edición «ne varietur».

Por esto son dos anticipaciones de orden seme­jante el Retrato y lo que llamamos «vocación». En el niño, por la «vocación» se revela el músico de mañana. En el mozo, por el retrato, se revela la personalidad que vendrá.

«El tiempo es un señor que dice la verdad». El verdadero Retrato también. Precisamente, porque no tiene nada que ver con el tiempo.

Y éste es el secreto del Retrato. (Págs. 179-185)

viernes, 11 julio, 2008

Introducción a la vida angélica (I): sobre el Ángel

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Portada

En éste y sucesivos posts voy a dejaros algunos fragmentos extraídos de la Introducción a la vida angélica de Eugenio D’Ors, Editoriales Reunidas S.A. Argentina, Buenos Aires 1941 (208 págs.). Estos recortes se refieren a diversos aspectos del «ángel»: primero a la deturpación que su «imagen» (a pesar de lo impropio del término) ha sufrido, después a su unión con el hombre y finalmente subraya una más que probable relación entre la Fravati (el ángel de la persa mazdea) y ángel custodio del cristianismo. Espero que os guste.

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Porque, si es cierto que de la fianza de que los pequeñuelos del Señor tengan su Ángel Custodio no puede inducirse que los demás no lo tengan, también es cierto que a tales o cuales disposiciones blanduchas del senti­mentalismo humano y al sentido de la vida propio de las épocas barrocas, ha podido tentarles caer en la presunción, sino en la doctrina, de que lo angé­lico tiene una relación casi exclusiva con lo infan­til; como si el sentido de esta asistencia superior le ligara a la inocencia y a la indefensión, y no como en otras concepciones más viriles, al combate, a la fuerza, a la inteligencia.

De lo cual, a la bastarda concepción del «Ángel-Nurse» no hay más que un paso, y otro hasta la concepción menos legítima aún, del «angelito». Cupidillo mal disimulado, bebé con aletas. Concep­ciones y figuras culpables en fuerte proporción del carácter, tan difícilmente superable, de fábula y devoción pueriles en que han venido prácticamente a caer dentro de nuestro mundo moderno, la teoría de los Ángeles y su culto. (Págs. 101-102)

 

[Me pregunta un dominico francés:] ¿Cómo ve usted la unión entre «e1 Ángel y el alma humana, a lo largo del terreno existir del hombre?».

Con la misma nitidez (que también nosotros so­mos, en nuestra guisa humilde y profana, un poco dominicos; es decir, milicianos, sino milites, de la inteligencia) contestamos: Vemos esta unión reali­zada en términos análogos a los de la unión, en el mismo terreno existir, del cuerpo con el alma. El hombre, como individuo, se compone de alma y cuerpo. El hombre, como persona, se compone de alma, cuerpo y Ángel.

Es una manera de unión funcional, sin equívoco de substancias. Pertenece, -digámoslo figurativa­mente, para abreviatura-, al orden de lo nupcial. El campo de las nupcias del alma y el cuerpo se llama «subconsciencia» o, aproximadamente, «ins­tinto». El campo de las nupcias entre el Ángel y el alma se llama «sobreconsciencia» o, también aproximadamente «vocación». A la actividad es­piritual que, consciente ya, frisa con la subcons­ciencia, cabe darle el nombre de «voluntad», -en el amplio sentido leibniziano o schopenhaueriano-. A la actividad espiritual que, consciente aún, frisa con la sobreconsciencia, cabe darle, -en aná­logas condiciones-, el nombre de «representa­ción ».

¿El cuerpo sin el alma puede subsistir? Sí, a condición de desindividualizarse, o sea, de conver­tirse en simple materia. ¿El Ángel sin el alma puede subsistir? Sí, a condición de despersonali­zarse, o sea de convertirse en pura sobrenaturalidad. (Págs. 203-204)

 

¿Tiene la noción del Ángel Custodio, que en el Nuevo Testamento encontramos madura y defi­nitiva, otro precedente al lado del bíblico, en las antiguas religiones de la Mesopotamia, el mazdeísmo especialmente? Sin duda. Pero en los lími­tes de tal precedente; sin llevar la idea a lo que llamaríamos su estado adulto; sin fijarla en clara formulación. Dentro de esos términos, por otra parte, no sólo cabe inquirir y encontrar anticipa­ciones en la Persia, sino más atrás, justamente en el animismo primitivo, o que tal se llama. Y algo os diremos también de éste, antes de referirnos a los destinos de lo angélico en la Iglesia cristiana…

Hoy por hoy, empero, lo que nos sale al paso, para la meditación de este lunes, es la tropa de los «Fravashis» del Avesta, brillante ejército alado, alguno de cuyos tránsfugas ligeros, bien pudo filtrarse hacia el cosmos religioso del pueblo de Israel, cuando la cautividad de Babilonia.

En rigor, poca necesidad tenía este último de recibir refuerzos tales. Substancialmente, ya lo he­mos dicho, el Ángel de Tobías es el Ángel de Agar. El paso del uno al otro, bien pudo realizarse sin recurso a influencias extrañas. Añadamos que, en términos generales, eso de explicar, en el campo de la cultura, «semejanzas» por «influencias», constituye un expediente de crítica ya tan anticua­do como fué sobado; y que parte del error de igno­rar la existencia de «constantes» históricas, tra­ducidas a las épocas más distintas y a los lugares más separados, por una implícita dialéctica de las formas, independiente de los contactos materiales. Así, cuando la bailadora, «Argentina» -y perdo­nadnos lo profano del ejemplo-, encuentra un día, de «tournée» en el Japón, que ciertas expansiones líricas de allá se parecen muchísimo al auténtico «cante jondo» de aquí, ello no quiere decir ni que haya habido jamás una colonización nipona del Puerto de Santa María, ni que al revés, un día las «puellae gaditanae» se hayan extraviado hasta convertirse en «geishas» al pie del Fusiyama. Tampoco, y pese a todos los Strzygowski del mun­do, del hecho de que la ojiva de las catedrales gó­ticas aparezca antes en las construcciones navales o naviloides de los vikings significará necesaria­mente que esos hiperbóreos fuesen los maestros de los masones en la Isla de Francia. Pues, de igual modo, pudo al Arcángel de la visión de Ezequiel salirle una mano debajo del ala, sin necesidad de aprender de ningún «Fravashi» mesopotámico las ventajas de esta duplicación en las extremidades superiores.

Nuestro saber no nos permite, por otra parte, en el estado actual de los conocimientos relativos a este lejano mundo religioso, discernir de una ma­nera terminante la concepción del «Fravashi» en­tre los persas de su concepción del «alma del muerto». Tampoco es fácil la discriminación entre el «Fravashi», considerado como espíritu puro, y el «principio de animación» atribuido a ciertos elementos naturales, tales los astros, los agentes elementales, los cuerpos simples, los fenómenos meteorológicos. La complicación de los factores étnicos en juego acaba de complicar el problema. De una manera aproximada, hay lugar a atribuir a cuanto en semejantes creencias está marcado por un sello tosco y naturalista, que no parece conocer intermediario entre lo divino y lo material, un ori­gen semítico, particularmente, babilónico; al paso que lo procedente de manantial ario, los residuos, permanencias o resurrecciones de la vieja teogonia del Irán, conservan mejor un espiritualismo acorde con la devoción a entidades invisibles autónomas. Los «Fravashi» se incluyen, según toda probabili­dad, en el número y censo de éstas. Mas ¿cómo asegurarlo a través de interpretaciones cuya dificul­tad filológica constituye el primer y no el único obstáculo a cualquier pretensión de literalidad?

Ante este obstáculo -y puestos a mostrar la ge­neralidad de una creencia en el recuerdo de sus manifestaciones múltiples y espontáneas-, nuestro deber está, naturalmente, en dar una exégesis op­timista. Tratemos de simpatizar con los «Fravashis» y, para ello, de escoger la versión relativa a su existencia, atributos y funciones que resulten más próximas a las necesidades de nuestra concien­cia de hombres cristianos y modernos. Tales re­servas declaradas de antemano, podemos ya ver en los » Fravashi» unos Ángeles Custodios. Y gustar plenamente, no sólo de la pureza moral de la doc­trina avéstica a ellos referente, no sólo de su poesía embriagadora, sino de su profundidad filosófica y de su verdad. (Págs. 105-108)

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