Cabalgando al Tigre

miércoles, 20 diciembre, 2006

La palabra como testimonio de carencia

Filed under: Pensadores de interés — by Aspirante a domador @ 9:43 am

androgino.jpgAquí os dejo una interesante reflexión, sacada de El mito del andrógino (de Jean Libis, Ed. Siruela, 2001, trad. de M. Tabuyo y A. López. Pág. 249), sobre la palabra como testimonio de la fractura ontológica que supone la diferenciación sexual para el ser humano. Es la dolorosa consciencia del yo y lo otro la que le impele a tratar unirse a aquello que, paradójicamente, siente una parte de él: la alteridad. Esa necesidad de tenerlo todo, de serlo todo, de, en definitiva conocerlo todo, hace brotar el lenguaje como puente que trata de aliviar la intolerable separación de sí mismo a la que el hombre se ve exiliado. Las notas son del autor. Termino el hilo con un breve cuento (Gracias, Carlos) que, a mi juicio, pone de relieve, mediante una aparente paradoja, la esencialidad de la raíz, de la Causa, situada no sólo al Principio, sino además en un plano superior, mostrando la imposibilidad de llegar a ella por la simple acumulación (de lo que fuere), es decir, a través de la cantidad. Espero que os resulte tan sugerente como a mí.

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“La palabra -sea la del mito o la de la literatura- viene a alojarse en este «espacio» paradójico donde el hombre aprende que no es por completo de este mundo, que entre su ser y el ser del mundo no hay realmente armonía preestablecida. La palabra -cuando no se diluye en palabrería y diversión- da testimonio de una carencia; es síntoma de una deficiencia que afecta perpetuamente al ser del hombre, de una inconsistencia de ser. La palabra es también huida hacia delante, intento siempre reiterado de colmar la escotadura existencial en una ósmosis imposible, puesto que el mundo y la palabra no son de igual naturaleza. ¿Quién pondría en duda que el mito, el mito en general, es un discurso triste? Y con él esta mitología, curiosamente abierta sobre ese mismo desfase, que llamamos «literatura»1.”

“Pero si el mito del andrógino es por excelencia el mito de la unidad perdida, o, en otras palabras, el testimonio no mítico de la imposible armonía, entonces es en él, a través de las nostalgias ilusorias y los deseos aporéticos que nos atan a él, como surge la palabra. Como dice Jérôme Peignot en un texto cargado de sentido: «Así, nada como el concepto del Andrógino puede explicar por qué hablamos. Como si no fuera evidente que la palabra es el signo de una herida. De una herida o de una caída, consecutiva a la separación de ese otro nosotros sin el cual no somos en el pleno sentido de la palabra. Si apenas podemos imaginar el universo del Andrógino de otra manera que silencioso, es porque sentimos que el silencio mantiene al Andrógino en su perfección. El silencio dice lo esencial, lo articula. No hay palabra que valga un silencio sostenido por la intensidad de una existencia auténtica»2

1Suscribimos gustosamente la afirmación de G. Bataille: «La literatura es lo esencial, o no es nada. El Mal, una forma aguda del Mal del que la literatura es expresión, tiene para nosotros, así lo creo, el valor soberano», en La littérature et le mal, Gallimard, París 1957, pág. 8 [La literatura y el mal, trad. de J. Vila Selma, Taurus, Madrid 1959, 1981]

2J. Peignot, Les jeux de l’amour et du langage, cit., pág. 22.

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«¿Cómo es posible -le preguntaron un día a Rabí Levi Yitshaq-; cómo es posible que en el Talmud de Babilonia falte la primera hoja a cada tratado, y que todos comiencen por la segunda página?
El hombre que estudia -respondió el Rabí- no debe jamás perder de vista que, cualquiera que sea el número de páginas que haya leído y meditado, aún no ha llegado a la primera».

(M. Buber, Cuentos jasídicos)

lunes, 11 diciembre, 2006

Entrevista al pintor Vicente Pascual

Filed under: Entrevistas — by Aspirante a domador @ 10:52 am

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A continuación os dejo una interesante entrevista a Vicente Pascual publicada en Agenda Viva, órgano de comunicación de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente. Esta publicación es gratuita, y además todos sus números están disponibles en formato .pdf aquí. La entrevista está magníficamente realizada por Dionisio Romero, cofundador de la Fundación y codirector de la revista.

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Si apilamos las palabras que genera el arte moderno –inconformidad, vanguardia, rebeldía, originalidad, novedad–, seguramente las veremos arder como una impresionante y fútil hoguera por el solo hecho de estar juntas. Cada una de ellas tiene tanta fuerza cinética, tanta agitación y desasosiego que son inflamables. El arte moderno está atrapado en la temporalidad y en un lenguaje sin reposo y profundidad. Afortunadamente todavía hay geografías que se pliegan para evitar tanta agitación, obras que abren sus ojos a paisajes más meditados y serenos, autores que sobrevuelan la temporalidad.

 

Vicente Pascual es uno de esos artistas que puede ser contemporáneo sin ser moderno. Su trabajo se ha desarrollado entre España y Estados Unidos y su currículo está transido de exposiciones, colecciones y museos que tienen su obra. Pero lo que más nos ha llamado la atención es la impresionante lista de textos que se han escrito sobre sus pinturas. Los cuadros de Vicente Pascual son una invitación a la reflexión y la interioridad.

 

En su pintura ha pasado de pintar paisajes con una visión abstracta a pintar cuadros abstractos que señalan o reflejan a la naturaleza…

En realidad mis primeros trabajos fueron abstracciones más bien narcisistas. Fue posteriormente, cuando comencé a interesarme por el sentido profundo contenido en las formas de la naturaleza, cuando mis cuadros asumieron la forma de paisaje. Ya en aquellos primeros paisajes de los años setenta no buscaba un mero disfrute en la emoción que las bellezas de la naturaleza transmiten, pues su belleza es mucho más; tampoco me interesaba retratar determinados accidentes. Como otros muchos hombres, y al margen de mi oficio, encontré en la naturaleza un modelo del orden a imitar y un enorme apoyo para el conocimiento de mí mismo. Pero este trabajo interior no podía llevarlo a cabo sino a través de aquel arte para el que estaba dotado.

Pasó el tiempo y, sin proponérmelo, mi pintura se despojó de la vestimenta de aparente naturalismo que la había cubierto. Comencé entonces a investigar las constantes de los ritmos de la naturaleza en las expresiones de los pueblos nómadas y, de nuevo, unos años después, mi pintura sufrió un cambio cuando se redujo al color más austero y a las geometrías más básicas, lo que me exigió un complemento, no pequeño, de musicalidad interior para que el contenido intelectual fuera fluido. Ahora bien, este proceso fue sólo un cambio extrínseco, pues hacía mucho que mis pinturas no trataban de ser un reflejo de una percepción objetiva o subjetiva de las formas sensibles sino de las ideas que proporcionan coherencia a aquellas formas; cuando miraba una montaña no sentía ninguna necesidad de retratarla en su peculiaridad, sino de fijar en la materia pictórica lo que aquella montaña expresaba en el lienzo de la naturaleza. Así regresé a las abstracciones más simples, pero sólo en su exterior coincidían éstas con las formas que pintaba en mi juventud. Ahora recordaba a nuestros mayores cuando decían: “El arte ha de imitar a la naturaleza en su modo de operar”.

Me gustaría insistir en que ninguno de estos cambios ha sido premeditado; no creo que el artista “deba” cambiar cada cierto tiempo de estilo, tener “épocas”. Me interesan muy poco los vaivenes. El problema es que vivimos en un mundo que no es homogéneo y nuestro trabajo interior, sin cambiar de intención, actitud ni carácter, puede tener que adaptarse exteriormente a determinadas circunstancias para seguir siendo el mismo, como un árbol adquiere un aspecto distinto en invierno que en verano. La frescura creativa que los antiguos artistas pudieron mantener a lo largo de siglos de estabilidad formal me resulta envidiable.vp1.jpg

 

¿Cómo ve la naturaleza, como una imagen exterior o como un paisaje interior?

Soy hijo de nuestro tiempo y, por tanto, cargado con determinados tics mentales de los que a veces es muy difícil desprenderse. Cuando veo los templos, las danzas, la artesanía de las diversas culturas tradicionales, cuando leo su filosofía, cuando he tenido contacto con alguno de los pocos hombres antiguos que han llegado hasta nosotros, veo que eran sabios. Participaban de una sabiduría que no se caracterizaba por la hipertrofia mental, sino por la capacidad para ver las cosas tal como son y que les confería voluntad para actuar en consecuencia, una claridad que penetraba en la transparencia metafísica de los fenómenos. Es esta comprensión la que, como resulta evidente por su arte, permitía al hombre normal vivir tanto en diálogo con la naturaleza como en unión con ella. Exterior e interior son aquí dos aspectos de una misma cosa, es más, son esencialmente una misma realidad; de ahí la antigua afirmación de que la Belleza es el esplendor de la Verdad.

 

Da la impresión que se mantiene muy alejado del arte contemporáneo. Usted llegó a decir que busca lo que buscaron los antiguos, pero al mismo tiempo sus cuadros abstractos parecen muy actuales ¿Puede explicarnos estas relaciones?

Citaba entonces a Basho, el poeta japonés, quien dijo: “No sigo a los antiguos, busco lo que ellos buscaron”. La verdad es que el arte de hoy, en términos generales, me resulta muy poco interesante y su propia autodenominación de “contemporáneo” me sugiere un cierto nacionalismo narcisista en el tiempo (también corresponde, sin duda, a un nacionalismo de la cultura moderna occidental para la que es un excelente instrumento colonialista). No es necesario meditar mucho en lo que es el arte para ver aquí una contradicción, al menos con lo que siempre hemos entendido como la función del arte: la de suministrarnos un medio de salida de lo temporal cuantitativo para adentrarnos en lo atemporal cualitativo. En este sentido me interesa un arte que llamaré “atemporáneo”, un arte no condicionado ni por el deseo de novedad ni por el capricho del mercado; un arte que necesariamente será siempre contemporáneo, mientras que éste sólo coincidirá con aquél, en el mejor de los casos, mientras las modas se lo permitan.

Contemplando una miniatura del Rajhastan, una talla románica, una pintura taoísta o una caligrafía islámica, salimos del tiempo y penetramos en el aroma de lo Eterno; por el contrario, mirando una pintura de Warhol vemos el producto de un individuo ingenioso de finales del siglo XX. La consideración de lo “nuevo”, de lo de “nuestro tiempo”, como si por sí mismo eso tuviera un valor definitivo, provoca necesariamente trivialidad y eleva una barrera psicológica para la apreciación de la naturaleza. No me refiero aquí a la llamada de atención a través del arte sobre los problemas ecológicos u otros desastres humanos que nos ha tocado vivir y que tiene sus derechos más que evidentes, ya que se trata de una legítima aplicación del arte para la resolución de un problema; pero aún eso será a costa de renunciar a la capacidad transformante, alquímica, del arte.

 

En los ejemplos que pone de artes tradicionales la naturaleza no sólo es central, sino que además transmite un saber profundo. En cambio, al arte actual parece que o bien no le interesa la naturaleza o que su percepción de la misma es más sociológica o sentimental. ¿Estamos acabando con la naturaleza porque la hemos vaciado de sentido? ¿No le parece que el arte actual refleja esta desconexión?

Cuando hablamos de arte actual creo que deberíamos clarificar si nos referimos al arte oficial llamado arte“contemporáneo”, o si hablamos de las prácticas creativas que hoy coexisten. Recordemos que los Touareg, por ejemplo, aunque culturalmente muy aplastados, siguen siendo creativos y produciendo arte. Lo cierto es que el arte dominante y que llamamos contemporáneo es urbano casi por definición, está patrocinado por mecenas urbanos y estudiado por historiadores de mentalidad urbana. Y, lo que es más significativo: no creo que lo urbano sea hoy sinónimo de lo ciudadano. Las urbes en occidente han dejado de ser ciudades en el sentido de que ya no reflejan un prototipo intelectual, una Hurqaliya, no son ya aquel mundo que resumía el cosmos y que aún quería ser cualitativo, en el que la torre o el minarete recordaban el eje de unión entre el cielo y la tierra, en el que el mercado era arteria de vida y relaciones humanas, en el que cada hombre tenía en principio una función. En las ciudades de Oriente todavía el más pobre puede refugiarse hoy en la mezquita o en el templo; su casa será pobre, pero si hace calor, si está cansado física o psicológicamente, entrará en ese hermoso edificio análogo al santuario de la naturaleza. Ahora las ciudades se están convirtiendo en acumulaciones amorfas sin centro, en las que los edificios dominantes son de entidades financieras y los hombres unidades de producción sustituibles. Si necesitas descansar en una de nuestras urbes sólo podrás entrar en una cafetería, pues la mayor parte de los templos están cerrados o son lugares de turismo “cultural”. Ese es el escenario donde se produce psicológicamente la mayor parte del arte moderno. ¿Favorece ese marco la comprensión de lo que es la naturaleza y de lo que nosotros somos?

En cualquier caso sí hay algunos artistas que están muy interesados en el modo de operar de la naturaleza y se esfuerzan en ser partícipes en ese impulso que devuelve la centralidad espiritual al hombre. En artes plásticas, además de algunos pintores y escultores, podríamos pensar en algunos artistas del “Land Art”, aunque la mayoría de ellos no resisten la tentación de dejar una huella individual demasiado grandilocuente o confunden el simbolismo con la alegoría. Pero usted tiene razón, el arte moderno está, en general, desvinculado de la naturaleza, y no estoy hablando precisamente de la presencia o ausencia de “paisajes” en las ferias internacionales de arte contemporáneo.

 

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Usted pinta paisajes o estados, o dicho de otra manera: ¿qué hay en su pintura de naturaleza o de sobrenaturaleza?

Volveré al hombre antiguo. El hombre de mentalidad simbolista no percibía la naturaleza como resultado de un sorprendente azar ni como el resultado de una acumulación de fórmulas. Jamás aceptaría que el conocimiento de la naturaleza pudiera reducirse a la mera acumulación de datos sobre sus dimensiones físicas o sus composiciones químicas; el microscopio y el macroscopio dicen muy poco y no dirán mucho más. El simbolista veía los datos, que por definición se sitúan en la multiplicidad, como inagotables y consideraba que aquellos datos no podrían nunca bastar para comprender aquello que no tendré vergüenza en denominar “misterio”. El hombre tradicional entendía la naturaleza como una “revelación” de la Unidad en la multiplicidad, como un poliedro esférico en el que sus innumerables facetas no eran sino signos o cristalizaciones de las cualidades divinas, cualidades en las que el hombre, quisiéralo o no, participaba en su interior y que debía realizar mediante la meditación y la contemplación, pues lo uno no va sin lo otro ya que se trata de dos polos complementarios y necesarios. Y lo que ellos buscaron es lo que yo busco.

 

Esa afirmación me remite al arte sagrado ¿Se puede hablar hoy día seriamente de un arte sagrado?

Qué es arte sagrado es un tema complejo pues hay que distinguir distintos niveles y fijar a cuál nos referimos en determinado contexto, y ello sin entrar en la transparencia que la profundidad y habilidad del artista puede o no favorecer. Si empleamos el término en su sentido más restrictivo, es decir, entendido como aquel arte que proviene directamente de la revelación y cuya función es sacramental y ritual, la respuesta es obviamente sí; hay admirables calígrafos musulmanes, pintores ortodoxos de iconos o monjes tibetanos, por ejemplo, muy conscientes del carácter sacramental de su trabajo y de cómo han de dejar fuera su ego sometiéndose previamente a unos cánones formales muy precisos. En principio es difícil imaginar que hoy pudiera nacer un nuevo arte sagrado de este tipo, lo que además exigiría una afiliación concreta de ese nuevo arte con una religión, pero “el espíritu sopla donde quiere”.

Si entendemos arte sagrado como aquel que es conforme con lo intangible, y que por tanto favorece la presencia de lo sagrado y su rememoración, la respuesta ha de ser igualmente que nada lo impide en principio. Pero las exigencias para ello son grandes y las confusiones a las que este asunto ha dado lugar llegan a rozar lo patético, ya que cualquier expresión de un estado psicológico, incluso mórbido, se interpreta hoy como sagrado o espiritual, vaciando con ello de sentido estos términos. Vemos artistas que por la sencillez formal de sus pinturas o de sus instalaciones creen ser artistas zen, ignorando el discernimiento y la ascesis con que los verdaderos artistas zen preceden sus trabajos para que, diluyendo los obstáculos, el vacío se manifieste en ellos, un vacío que no es carencia. No se puede confundir una sensibilidad elegante, lo que en su plano está muy bien, con la serenidad espiritual.

Hay un mito que proviene de una muy bien llevada promoción del mercado americano del arte. Quien haya tenido la oportunidad de ver muchas pinturas de Mark Rothko, a quien con admirable simplicidad se considera la cima de la espiritualidad en el arte del siglo XX, sabrá que, aunque sorprendentemente irregular, era verdaderamente muy buen pintor –personalmente lo tengo como hombre de gran talento– y que ciertamente se percibe en su obra una insatisfacción con el mundo que le llevó a una búsqueda de “algo más”. Era muy capaz, tenía sentido del color y de la composición, pero lamentablemente fue víctima de los psicologismos característicos de su tiempo que le condujeron a buscar en el lugar erróneo, creando una obra de indudable valor en su plano, pero demasiado concentrada en su propio ego, como una intensa condensación emocional, y posteriormente al suicidio. Buena intención y sufrimiento no convierten una pintura en espiritual y mucho menos en sagrada.

Hoy, cualquiera que utilice la “Medida Áurea” cree hacer “geometría sagrada”, y si introduce elementos míticos se considerará esoterista. Ahora bien, nada impide a un hombre inteligente dedicar su vida, incluyendo su trabajo, al estudio de esa realidad que es transcendente e inmanente, algo para lo que la contemplación de y en la naturaleza le será de gran ayuda. En ese caso, y si es consecuente, su arte o al menos su actitud creativa será espiritual; ejemplo claro de ello sería el de dos compositores contemporáneos: Sir John Tavener y, entre los españoles, M. A. Roig-Francolí.

 

He leído un texto suyo que habla del concepto de libertad del artista, una idea recurrente hoy, pero usted la equiparaba o sujetaba al rigor. ¿Puede explicarnos esta relación y cómo afecta al arte?

Querría aclarar que cuando hablo de arte considero que cualquier actividad humana legítima es susceptible de ser considerada y vivida como arte. De hecho, uno de los grandes dramas de los tiempos modernos es que el hombre ha dejado de ser artista, llegando, incluso, a reírse torpemente del término vocación, que no entiende, para reducir su actividad al provecho económico y al divertimento. Por el contrario, desde el punto de vista que aquí y hoy vemos como platónico y que en cualquier otro lugar y tiempo se vio como normal, el hombre había de seguir en todas sus acciones un modelo al que podemos llamar arquetipo. Había de intuir el modelo de sus actos y, conociendo su arte, adecuar el modelo al marco que en este mundo le correspondiera; pero los modos de adecuación correcta pueden ser innumerables, aquí es donde entra en juego la libertad. La naturaleza no era pasiva en este proceso.

Pensemos en un labrador que dispusiera de tales tierras en tal clima y con tales características de riego. Por su oficio conocería los diversos cultivos posibles y dispondría de cierta capacidad de elección. Una vez decidido, comenzaría a preparar la tierra de tal o cual modo, a sembrar con tal o cual distancia, en tal o cual momento, y todo esto lo haría siguiendo un modelo que él, como artista precisamente, conocería interiormente y que habría de adecuar a la posibilidad concreta. El equilibrio entre la claridad de la visión del modelo, el conocimiento técnico para el trabajo concreto y el esfuerzo favorecerían el resultado. Y el labrador no sólo se beneficiaría exteriormente de su buen hacer, también lo haría interiormente. ¿Imagina usted qué arte podría haber en el trabajo de un labrador que quisiera ser novedoso u original, o incluso que quisiera expresarse a sí mismo? Quiero decir con esto que todo acto creativo ha de estar en consonancia con su modelo y adecuarse a la circunstancia, y esto exige el equilibrio entre un rigor intelectual confiado y una musicalidad serena. La libertad ininteligente deja muy pronto de ser libre, pues el deseo abandonado a su antojo se convierte rápidamente en tirano. ¿Hay mayor prueba de ello que esas geografías en las que se ha construido sin orden ni límite? Y el rigor sin música muy pronto pierde el alma, como muestran esas extensiones de macrocultivos. El resultado es rigurosamente análogo en eso que entendemos como arte.

 

El ejemplo que pone de los campos de cultivo es muy elocuente. Parece que nuestro mundo reflejaría un estado de “libertad ininteligente” o, al contrario, un rigor sin belleza, y en medio las pequeñas posibilidades. ¿Un arte y un vivir como vía media?

En cierta ocasión en la que el profeta del Islam retornaba de una batalla contra sus opresores les dijo a sus compañeros: “…regresamos de la pequeña guerra santa a la gran guerra santa”, refiriéndose a la guerra interior contra las propias tendencias negativas. El mensaje no puede ser más claro y aún lo es más si reparamos en que traducir, como acabo de hacer, jihâd como “guerra santa” es limitar mucho el término, ya que su sentido es más bien el de esfuerzo en el restablecimiento del orden, lo que tiene aplicaciones innumerables. Volviendo a la sentencia islámica veremos que ésta nos anima a tomar conciencia de que cualquier situación en la que el destino nos coloque puede ser interiorizada como un vehículo para trabajar sobre nosotros mismos. Se trata de una serena conciencia de que nuestro cultivo de un campo sólo será verdaderamente correcto si refleja el cultivo de nuestro interior, que nuestra cocina sólo nos será útil si combinamos nuestras cualidades interiores de un modo equilibrado, que nuestra música sólo será armónica si nuestro ego no hace ruido. Si lo que digo tiene algún sentido para un nivel individual, también lo tendrá a nivel de humanidad, siendo la naturaleza la primera en sufrir y avisarnos de nuestra perdida de la cordura espiritual. En cualquier caso y como Seyyed Hossein Nasr ya dijo hace casi cuatro décadas: “para estar en paz con la Tierra uno ha de estarlo con el Cielo”.vp3.jpg

 

Háblenos de su proyecto actual. Parece que está inmerso en un trabajo de pequeño formato pero que contiene una gran metáfora…

Durante el último año he estado trabajando en un proyecto que parafrasea “Las Cien Vistas del Monte Fuji” de Hokusai. Se trata de un pequeño libro que reúne cien reproducciones de cien pinturas de pequeño formato (12 x 12 cm) que he realizado con tinta sumi y un óxido de quinacridona, y que acompaño de otros tantos poemas breves o títulos largos. Su publicación está prevista para comienzos de otoño bajo el título de “Las 100 vistas del Monte Interior”.

La serie de Hokusai tiene un interés tremendo en muchos niveles. Publicada muy poco antes de que la marina norteamericana obligara en 1853 a Japón a abrirse comercialmente a Occidente, reúne una sucesión de escenas en las que se fija un modo de vida homogéneo, una modalidad intelectual que pronto iba a desaparecer. Pero lo que confiere profundidad a esta serie es que cada una de las escenas aparece coronada por una representación del monte Fuji como una paradigmática manifestación exterior del eje interior, una nítida expresión material de un modelo situado en el mundo de los arquetipos. Las actividades humanas que en ella se suceden cobran sentido precisamente por su vinculación con ese centro en el que la tierra toca el cielo, en el que lo accidental se extingue en lo necesario.

Mis 100 vistas son igualmente referencias al eje permanente mediante la simetría constante de las formas geométricas más simples. Se trata de un conjunto de meditaciones sobre el sentido de la vida y de la muerte, entendiendo ambas como dos aspectos de una misma realidad. De hecho, creo que una de las causas de la trivialidad de la vida moderna es su negación de la muerte, y no estoy hablando sólo de la muerte física. Hablo antes de nada de ese morir diario frente a la inercia, la arbitrariedad, ese morir gozoso y activo en el molde de nuestra propia posibilidad. No me refiero a una autolimitación precisamente sino a ese cumplimiento del Dharma “… en el camino hacia más altas verdades”, como bellamente decían los vedantinos. Este largo trabajo en pequeño formato me ha hecho revivir la conciencia del valor de las pequeñas cosas, la conciencia de que la grandeza no reside en el tamaño. Lo enorme puede ser fragmentario y lo minúsculo un reflejo perfecto de la totalidad. El color se puede expresar en blanco y negro y un rasgo, una palabra, puede contener el universo. En este sentido, me viene a la mente aquella impresionante afirmación de Frithjof Schuon: “El reflejo de lo supraformal no es lo informal sino, al contrario, la forma perfecta”.

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