Cabalgando al Tigre

sábado, 3 octubre, 2009

La pasión de la mente Occidental (IX): la visión posmoderna; ciencia e imaginación

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diatomeas

¿Y después del fracaso del hombre moderno? Según apunta Tarnas en La pasión…, el hombre posmoderno alcanza el epítome de la relativización. La fe acrítica en la ciencia se reduce ahora a los logros prácticos, dejando de lado la otrora pretensión de explicar el mundo. Otro de los cambios cruciales en la mentalidad del hombre posmoderno es la reformulación de la naturaleza de la imaginación, fenómeno que inevitablemente caracteriza el modo de relacionarse con el mundo.

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[Para el hombre posmoderno] Toda pretendida visión de conjunto y con coherencia interna es, en el mejor de los casos, una mera ficción provisionalmente útil que enmascara el caos y, en el peor, una ficción opresiva que enmascara relaciones de poder, violencia y subordinación. (Pág. 505)

[…]

En cuanto a la ciencia, aun cuando ya no goce de la misma soberanía que poseyera durante la Edad Moderna, se sigue confiando en ella por el poder práctico sin parangón de sus concepciones y el penetrante rigor de su método. Puesto que las aspiraciones anteriores de la ciencia moderna al conoci­miento fueron relativizadas tanto por la filosofía de la ciencia como por las consecuencias concretas del progreso científico y tecnológico, esa confianza ya no es acrítica, sino que en estas nuevas circunstancias la ciencia parece ser libre de explorar enfoques nuevos y menos restrictivos a fin de comprender el mundo. Quienes todavía se adhieren a una «cosmovisión científica» pretendidamente unificada y evidente de tipo moderno parecen no haber sido capaces de asimilar el gran desafío intelectual de la época; por eso, en la era posmoderna reciben el mismo juicio que en la era moderna dedicaba la ciencia a la persona ingenuamente religiosa. En casi todas las disciplinas contemporáneas se reconoce que la prodigiosa complejidad, sutileza y multivalencia de la realidad trascien­de con mucho el alcance de cualquier enfoque intelectual, y que tan sólo una actitud abierta y comprometida con la inte­racción de muchas perspectivas puede hacer frente a los extraordinarios desafíos de la era posmoderna. Pero la cien­cia contemporánea ha ido tomando cada vez más conciencia de sí misma y se ha hecho cada vez más autocrítica, menos proclive al cientificismo ingenuo y más lúcida respecto de sus propias limitaciones epistemológicas y existenciales. La cien­cia contemporánea tampoco es una excepción, pues ha dado lugar a una cantidad de interpretaciones radicalmente diver­gentes del mundo, muchas de las cuales difieren marcada­mente de lo que en otros tiempos había sido la visión cientí­fica convencional.

Estas perspectivas tienen en común el imperativo de repensar y reformular la relación humana con la naturaleza, imperativo que recibió impulso del creciente reconocimiento de que la concepción mecanicista y objetivista que la ciencia moderna tenía de la naturaleza no sólo era limitada, sino fundamentalmente errónea. Las principales intervenciones teóri­cas, como la «ecología de la mente» de Bateson, la teoría del orden implicado de Bohm, la teoría de la causación formativa de Sheldrake, la teoría de la transposición genética de McClintock, la teoría Gaia de Lovelock, la teoría de las estructuras disipativas y el orden por fluctuación de Prigogine, la teoría del caos de Lorenz y Feigenbaum, y el teorema de la no-localidad de Bell, señalan nuevas posibilidades para una concepción científica menos reduccionista del mundo. La observación metodológica de Evelyn Fox Keller según la cual el científico es capaz de una identificación empática con el objeto que trata de comprender refleja una reorientación similar del pensamiento científico. Además, muchos de estos desarrollos internos a la comunidad científica se han visto reforzados, y a menudo estimulados, por el resurgimiento de un interés muy difundido por diversas concepciones arcaicas y místicas de la naturaleza, cuya impresionante sofisticación es objeto de un reconocimiento creciente.

Otro desarrollo crucial que estimuló estas tendencias integradoras en el medio intelectual posmoderno fue el replan­teamiento epistemológico de la naturaleza de la imaginación, que se realizó en diversos frentes (filosofía de la ciencia, so­ciología, antropología, estudios religiosos) y que tal vez reci­biera su máximo impulso de la obra de Jung y de las intuicio­nes epistemológicas de la psicología profunda posjungiana. La imaginación ya no se concibe en simple oposición a la percep­ción y a la razón; por el contrario, se considera que la per­cepción y la razón están siempre influidas por la imaginación. Con esta conciencia del papel mediador fundamental de la imaginación en la experiencia humana, se otorgó mayor importancia al poder y la complejidad del inconsciente, al tiempo que se profundizaba en la naturaleza de los modelos y significados arquetípicos. El reconocimiento del filósofo pos­moderno de la naturaleza intrínsecamente metafórica de los enunciados filosóficos y científicos (Feyerabend, Barbour, Rorty) se afirmó y se expuso de un modo más preciso en conexión con la penetración del psicólogo posmoderno en las categorías arquetípicas del inconsciente que condicionan y estructuran la experiencia y el conocimiento humanos (Jung,

Hillman). El antiguo problema filosófico de los universales, parcialmente iluminado por el concepto de «parecidos de familia» de Wittgenstein (la idea de que lo que parece rasgo común definitivo y compartido por todos los casos individua­les cubiertos por una sola palabra general comprende a menu­do todo un abanico de semejanzas y de relaciones indefinidas que se superponen unas con otras), adquirió nueva inteligibi­lidad gracias a la comprensión de los arquetipos que ofrecía la psicología profunda. Desde este punto de vista, se considera a los arquetipos como intrínsecamente ambiguos y multivalentes, dinámicos, maleables y sujetos a diversas inflexiones cul­turales e individuales, lo cual plantea también otro modo de concebir la coherencia formal y la universalidad.

Una posición intelectual particularmente típica y desafian­te que ha surgido de los desarrollos modernos y posmodernos es la que, al reconocer tanto una autonomía esencial en el ser humano como una radical plasticidad en la naturaleza de la realidad, comienza por afirmar que la realidad tiende a desple­garse en respuesta al marco simbólico particular y al conjun­to de supuestos que emplea cada individuo y cada sociedad. Son tales la complejidad y la diversidad intrínsecas del fondo de datos que la mente humana tiene a su disposición, que en él pueden apoyarse de modo admisible múltiples concepcio­nes diferentes de la naturaleza última de la realidad. El ser humano, por tanto, debe elegir entre una multiplicidad de opciones potencialmente viables, y cualquiera que sea su elec­ción ésta afectará simultáneamente a la naturaleza de la reali­dad y al sujeto que realiza la opción. Desde este punto de vista, aunque hay en el mundo y en la mente muchas estruc­turas definidoras que se resisten o que fuerzan de diversas maneras al pensamiento y la actividad humanos, existe tam­bién un nivel fundamental en el que el mundo tiende a ratifi­car la visión que a él se dirige y a abrirse de acuerdo con ella. El mundo que el ser humano trata de conocer y de rehacer es, en cierto sentido, producido proyectivamente por el marco de referencia con el que se aborda.

Esta posición pone el acento en la inmensa responsabilidad inherente a la situación humana, y también en su inmensa potencialidad. Puesto que la evidencia puede aducirse e interpretarse como corroboración de una serie prácticamente ili­mitada de cosmovisiones, el reto al que el hombre debe res­ponder radica en adoptar la cosmovisión o conjunto de pers­pectivas que produzca las consecuencias más valiosas, las que más ayuden a mejorar la calidad de la vida. La «crisis huma­na» se ve aquí como la aventura humana: el desafío de ser, in potentia, un ente radicalmente autodefinido, no en el contexto de la caja sin salida del existencialista secular, que suponía inconscientemente límites metafísicos a priori, sino en un uni­verso auténticamente abierto. Puesto que la comprensión hu­mana no está inequívocamente obligada por los datos a adop­tar una u otra posición metafísica, de ello se sigue un elemento irreductible de elección humana. Así entran en la ecuación epistemológica, además del rigor intelectual y el contexto sociocultural, otros factores como la voluntad, la imaginación, la fe, la esperanza y la empatía. Cuanto más complejamente conscientes y exentos de compulsión ideológica sean el indi­viduo y la sociedad, tanto más libre será la elección de mun­dos y más profunda su participación en la realidad creadora. Esta afirmación de la autonomía para definirse a sí mismo y esta libertad epistemológica del ser humano tienen un fondo histórico que se remonta por lo menos al Renacimiento y la Oratio de Pico della Mirándola, y que reaparece en diferentes formas en las ideas de Emerson y Nietzsche, William James y Rudolf Steiner, entre otros, pero que ha recibido nuevo apoyo y ha ampliado sus dimensiones gracias a un extenso espectro de desarrollos intelectuales contemporáneos, de la filosofía de la ciencia a la sociología de la religión.

Más en general, tanto en filosofía como en religión o cien­cia se criticó y se rechazó con intensidad creciente la literali­dad unívoca que tendía a caracterizar la mentalidad moderna, que fue reemplazada por una valoración mayor de la natura­leza multidimensional de la realidad, la índole multifacética del espíritu humano y la naturaleza polivalente y simbólica­mente mediatizada del conocimiento y la experiencia huma­nos. Con ello se fue afirmando también la sensación de que la disolución posmoderna de todos los supuestos y categorías del pasado podía permitir el surgimiento de perspectivas com­pletamente nuevas de reintegración conceptual y existencial, con la posibilidad de vocabularios interpretativos más ricos y coherencias narrativas más profundas. Bajo el impacto combi­nado de los notables cambios y revisiones que habían tenido lugar en prácticamente todas las disciplinas contemporáneas, el cisma moderno fundamental entre ciencia y religión queda­ba cada vez más minado. Al hilo de estos desarrollos, ha vuel­to a emerger con renovado vigor el proyecto original del romanticismo, esto es, la reconciliación de sujeto y objeto, humano y natural, espíritu y materia, consciente e inconscien­te, intelecto y alma.

[…]

Con todo, el medio intelectual contemporáneo está lleno de tensión, irresolución y perplejidad. Los beneficios prácti­cos de este pluralismo se ven una y otra vez contrarrestados por las obcecadas disyunciones conceptuales. A pesar de la frecuente coherencia en la finalidad, es muy poca la cohesión real, muy escasos en apariencia los medios a través de los cua­les pudiera surgir una visión cultural compartida, nulas las perspectivas unificadoras convincentes o suficientemente generales como para satisfacer la floreciente diversidad de necesidades y aspiraciones intelectuales. «En el siglo XX nada está de acuerdo con nada» (Gertrude Stein). Prevalece un caos de interpretaciones válidas, pero aparentemente incompati­bles, sin solución a la vista. Sin duda, semejante contexto pone menos inconvenientes al libre juego de la creatividad intelec­tual que la existencia de un paradigma cultural monolítico. Pero la fragmentación y la incoherencia no están exentas de consecuencias inhibitorias. La cultura padece psicológica y prácticamente la anomia filosófica que la invade. En ausencia de toda visión cultural viable y acogedora, los antiguos supuestos se mantienen vigentes a trancas y barrancas y pro­porcionan un programa cada vez más inoperable y peligroso al pensamiento y la actividad humanos.

El interrogante intelectual de nuestro tiempo reside en saber si el estado actual de profunda irresolución metafísica y epistemológica continuará indefinidamente, adoptando, tal vez, formas más viables o más radicalmente desorientadoras a medida que pasen los años y las décadas; si es realmente el preludio entrópico de algún tipo de desenlace apocalíptico de la historia, o si representa una transición histórica a otra era que traerá una nueva forma de civilización y una nueva cosmovisión con principios e ideales fundamentalmente distintos de los que han impulsado el mundo moderno en su dramática trayectoria. (Págs. 509-516)

sábado, 4 julio, 2009

La pasión de la mente Occidental (VIII): existencialismo y nihilismo

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EdvardMunchTheScreamA continuación, en La pasión…, Tarnas nos habla de la angustiosa sensación de desamparo que sirve de base al modo de estar en el mundo del hombre moderno: solo, en un cosmos que ya no es tal, azaroso, impersonal, sin sentido. El ser humano se ve a sí mismo como una isla de consciencia, fruto de la fatalidad, rodeada de un mar de inconsciencia que bate sus violentas e inmisericordes olas sobre él. Sin esperanza, sin objeto, sin sentido. ¿Cabe algo más aterrador?

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A medida que avanzaba el siglo XX la conciencia moderna se vio atrapada en un proceso altamente contradictorio entre la expansión y la contracción. El extraordinario refinamiento intelectual y psicológico se vio acompañado por un agotador sentido de anomia y malestar. Una ampliación de horizontes y una exposición a la experiencia ajena, de las que no se cono­cían precedentes, coincidieron con una alienación privada de proporciones no menos extremas. Se había acumulado una fabulosa cantidad de información acerca de todos los aspectos de la vida -el mundo contemporáneo, el pasado histórico, otras culturas, otras formas de vida, el mundo subatómico, el macrocosmos, la psique humana- y, sin embargo, había tam­bién menos visión ordenadora, menos coherencia y compren­sión, menos certeza. El gran impulso general que definió al hombre occidental desde el Renacimiento -búsqueda de inde­pendencia, autodeterminación e individualismo- había hecho reales aquellos ideales en muchas vidas; no obstante, había ter­minado en un mundo en el que la espontaneidad y la libertad individuales se hallaban cada vez más ahogadas, no sólo teóri­camente por un cientificismo reduccionista, sino también en la práctica, por el ubicuo colectivismo y el conformismo de las sociedades de masas. Los grandes proyectos políticos revolucionarios de la era moderna, que anunciaban la liberación personal y social, habían llevado poco a poco a condiciones tales que el destino del individuo moderno quedaba aún más domi­nado por superestructuras burocráticas, comerciales y políti­cas. De la misma manera que el hombre se había convertido en una motita insignificante en el universo moderno, así también las personas se habían convertido en cifras sin sentido en los Estados modernos, para ser manipuladas o coaccionadas por lo multitudinario.

La calidad de la vida moderna parecía siempre equívoca. El espectacular aumento de poder se contrarrestaba con una difundida sensación de angustioso desamparo. La moralidad profunda y la sensibilidad estética se enfrentaban a la horrible crueldad y el desperdicio. El precio del acelerado avance de la tecnología era cada vez mayor. Y detrás de todo placer y de todo logro, la humanidad aparecía más vulnerable que nunca. Bajo la dirección y el ímpetu de Occidente, el hombre moder­no había explotado en todas las direcciones, con fuerza centrí­fuga, complejidad, variedad y velocidad tremendas. Sin embargo, parecía haber desembocado en una pesadilla terres­tre y en un desierto espiritual, en una constricción feroz, en una dificultad aparentemente insoluble.

En ninguna otra parte la problemática de la condición moderna se expresaba con mayor precisión que en el fenóme­no del existencialismo, estado de ánimo y filosofía que se exponía en las obras de Heidegger, Sartre y Camus, entre otros, pero que en última instancia reflejaba una crisis espiri­tual que invadía toda la cultura moderna. La angustia y la alie­nación de la vida del siglo XX llegaron a la plenitud de su expresión cuando los existencialistas enunciaron las preocu­paciones más fundamentales y crudas de la existencia humana: el sufrimiento y la muerte, la soledad y el miedo, la culpa, el conflicto, el vacío espiritual y la inseguridad ontológica, la carencia de valores absolutos o contextos universales, el sen­tido del absurdo cósmico, la fragilidad de la razón humana, el trágico callejón sin salida de la condición humana. El hombre estaba condenado a ser libre. Se enfrentaba a la necesidad de elegir y, por tanto, conocía la carga permanente del error. Vivía en constante ignorancia de su futuro, arrojado a una existencia finita, limitada en ambos extremos por la nada. La infinitud de la aspiración humana sucumbía ante la finitud de la posibilidad humana. El hombre no tenía esencia que lo de­terminara; sólo le era dada la existencia, una existencia pobla­da de mortalidad, peligro, temor, tedio, contradicción, incertidumbre. Ningún Absoluto trascendente garantizaba la plena realización de la vida humana o de la historia. No había plan eterno ni finalidad providencial alguna. Las cosas existían simplemente porque existían, no en virtud de alguna razón «superior» o «más profunda». Dios había muerto, y el univer­so era ciego a las preocupaciones humanas, desprovisto de sig­nificado o de finalidad. El hombre estaba abandonado a sí mismo. Todo era contingente. Para ser auténtico había que admitir (y afrontar libremente) la dura realidad de la falta de significado de la vida. Sólo la lucha daba sentido.

La búsqueda romántica de éxtasis espiritual, de unión con la naturaleza y de plena realización del yo y de la sociedad, que otrora sostuviera el optimismo progresista de los siglos XVIII y XIX, había topado con las oscuras realidades del siglo XX, situación existencial que muchas personas experimenta­ron en todos los ámbitos culturales. Incluso los teólogos (o tal vez particularmente los teólogos) se mostraron sensibles al espíritu existencialista. En un mundo destrozado por dos guerras mundiales, el totalitarismo, el holocausto y la bomba atómica, la creencia en un Dios sabio y omnipotente que gobernara la historia en bien de todos parecía haber perdido toda base defendible. Dadas las trágicas dimensiones de los acontecimientos históricos contemporáneos, que no conocían precedentes, dada la pérdida de la condición de fundamento inconmovible de que había gozado la Biblia en otros tiempos, dada la falta de todo argumento filosófico convincente para afirmar la existencia de Dios y dada, sobre todo, la crisis casi universal de la fe religiosa en una época secular, para muchos teólogos resultaba cada vez más difícil hablar de Dios de una manera que tuviera sentido para la sensibilidad moderna. Así las cosas, surgió la teología aparentemente contradictoria, pero de gran representatividad, de la «muerte de Dios».

Los narradores contemporáneos se dedicaron cada vez más a describir individuos atrapados en un medio problemá­tico hasta la perplejidad, en un inútil esfuerzo por crear senti­do y valor en un contexto desprovisto de significado. En­frentado a la implacable impersonalidad del mundo moderno (ya fuera la sociedad mecanizada de masas, ya el cosmos sin alma) la única respuesta que le quedaba al romántico era la desesperación o la desconfianza autoaniquiladora. El nihilismo penetraba ahora con insistencia cada vez mayor la vida cultural en una multitud de inflexiones. La anterior pasión romántica por fundirse con el infinito comenzaba a volverse contra sí misma, invertida, transformada en una compulsión por negar aquella pasión. El espíritu desencantado del roman­ticismo se expresaba cada vez más en la fragmentación, la dis­locación y la parodia de sí mismo, pues sus únicas verdades posibles eran la ironía y la oscura paradoja. Alguien sugirió que la cultura toda presentaba una desorientación psicótica y que aquellos a los que se consideraba locos eran en realidad los que estaban más cerca de la auténtica cordura. La rebelión contra la realidad convencional empezó a adoptar formas nuevas y más extremas. Las anteriores respuestas modernas del realismo y el naturalismo daban paso al absurdo y al surre­alismo, a la disolución de todos los fundamentos establecidos y de todas las categorías sólidas. La búsqueda de libertad se revelaba cada vez más radical y su precio era la destrucción de todo patrón o de toda estabilidad. Así como las ciencias físi­cas habían desmantelado certezas y estructuras afirmadas durante mucho tiempo, así también el arte se encontraba con la ciencia en las angustias del relativismo epistemológico del siglo XX.

Ya a comienzos del siglo el canon artístico tradicional de Occidente, que hundía sus raíces en las formas e ideales de la Grecia clásica y el Renacimiento, había comenzado a disolver­se y atomizarse. Mientras que la naturaleza de la identidad humana, tal como se reflejaba en las novelas de los siglos XVIII y XIX, transmitía una sensación de individualidad humana netamente dibujada contra fondos muy coherentes de lógica narrativa lineal y de secuencia histórica, la novela característi­ca del siglo XX destacaba por un constante cuestionamiento de sus propias premisas, por una incesante interrupción de la coherencia narrativa e histórica, por una confusión de hori­zontes, por una sofisticada y complicada desconfianza en sí misma que dejaba a los personajes, al autor y al lector en una situación de suspense irreductible. La realidad y la identidad, como de manera tan precoz lo había percibido Hume dos siglos antes, no eran humanamente sostenibles ni ontológicamente absolutas. Se trataba de hábitos ficticios de conveniencia psicológica y pragmática que la conciencia occidental contemporánea, muy introspectiva, cautelosa y relativista, ya no podía dar confiadamente por supuestos. Para muchos, también eran falsas prisiones que había que desenmascarar y trascender, pues donde había incertidumbre, también había libertad.

A medias reflejo, a medias profecía, la disonancia y la dis­yunción, la libertad radical y la incertidumbre radical del siglo XX hallaron plena y precisa expresión en las artes. La vida pal­pable en todo su flujo y su caos sustituyó a las convenciones formales de épocas anteriores. Lo maravilloso en el arte se buscó a través de lo aleatorio, lo espontáneo, lo fortuito. Tanto en pintura como en poesía, en música como en teatro, la expresión artística estaba gobernada por una insistente ten­dencia a lo amorfo e indeterminado. La incoherencia y la yux­taposición perturbadora constituían la nueva lógica estética. Lo anómalo se volvía normativo, así como lo incoherente, lo fracturado, lo estilizado, lo trivial, lo oscuramente alusivo. La preocupación por lo irracional y lo subjetivo, en combinación con el impulso general a liberarse de las convenciones y las expectativas, produjo a menudo un arte inteligible sólo para un grupo de esotéricos, o bien tan elípticamente inescrutable como para impedir toda comunicación. Cada artista se había convertido en el profeta de su propio nuevo orden y de sus propios designios, para lo cual rompía valientemente con la antigua ley y creaba un nuevo testamento.

La misión del arte era «hacer extraño el mundo», sacudir la sensibilidad entorpecida, forjar una nueva realidad median­te la fragmentación de la antigua. En arte, lo mismo que en las prácticas sociales, la rebelión contra una sociedad compulsiva y espiritualmente indigente requería la burla más seria, e incluso sistemática, de los valores y las afirmaciones tradicio­nales. Lo sagrado que siglos de convención piadosa habían degradado y vaciado de sentido parecía expresarse mejor en lo profano y lo blasfemo. La pasión y la sensación elementales se extraían mejor de los manantiales originarios del espíritu crea­dor. En Picasso, al igual que en todo el siglo que él reflejaba, surgió un desenfrenado componente dionisíaco de erotismo, agresión, desmembramiento, muerte y nacimiento. Alternativamente, la rebelión artística adoptó la simulación del mundo moderno en su aridez metálica, con la imitación que los minimalistas hacían del positivismo científico en su lucha por un arte sin expresión, un objetivismo impersonal desprovisto de interpretación, que describía sin relieve gestos, formas y tonos despojados de subjetividad o de significado. A juicio de mu­chos artistas, no sólo era preciso abjurar de la inteligibilidad y el significado, sino incluso de la belleza, pues también la belle­za podía ser tirana, una convención a destruir.

No se trataba simplemente de que las viejas fórmulas se hubieran agotado o de que los artistas buscaran la novedad a cualquier precio. Lo que ocurría más bien era que la naturale­za de la experiencia humana contemporánea exigía el colapso de todas las estructuras y de todos los temas, la creación de nuevas estructuras y nuevos temas, o bien la renuncia a toda forma o contenido perceptible. Los artistas se habían vuelto realistas de una realidad nueva -de una multiplicidad cada vez mayor de realidades- que no tenía ningún precedente. Así pues, sus responsabilidades artísticas se diferenciaban tajante­mente de las de sus antecesores: cambio radical, tanto en el arte como en la sociedad, era el lema dominante del siglo, su imperativo supremo y su inevitable realidad.

Pero se pagó un precio. «Que sea nuevo», había decretado Ezra Pound, pero luego reflexionó: «No logro que sea cohe­rente». El cambio radical y la innovación se prestaban al caos antiestético, a la incomprensibilidad y a la alienación estéril. El último experimento moderno amenazaba con desembocar en el solipsismo carente de significado. Los resultados de tan incesante novedad eran creativos pero raramente duraderos. La incoherencia era auténtica, pero rara vez satisfactoria. El subjetivismo tal vez fuera fascinante, pero demasiado a menu­do era irrelevante. La insistente elevación de lo abstracto por encima de lo representacional parecía, a veces, reflejar apenas algo más que una creciente incapacidad del artista moderno para relacionarse con la naturaleza. En ausencia de formas estéticas establecidas o de modos de ver con sostén cultural, las artes del siglo XX llegaron a destacarse por una cierta transitoriedad sin gracia, por una indisimulada conciencia del carácter efímero de su sustancia y de su estilo.

Por el contrario, lo que en el arte del siglo XX se dio de manera constante y acumulativa fue una creciente lucha ascé­tica en busca de una esencia no comprometida del arte, que eli­minara gradualmente todo elemento artístico que pudiera con­siderarse periférico o contingente (representación, narración, personaje, melodía, tonalidad, continuidad estructural, rela­ción temática, forma, contenido, significado, finalidad), lo cual lo llevó inevitablemente hacia un punto final en el que sólo quedaba un lienzo en blanco, un escenario vacío, el silencio. La única vía de salida parecía ser la que ofrecía el retorno a formas y patrones extraños o pertenecientes a un pasado lejano, pero también esto demostró ser una estratagema fugaz, incapaz de echar raíces profundas en la incansable psique moderna. Al igual que los filósofos y los teólogos, los artistas quedaron finalmente abandonados a la preocupación ensimismada y pa­ralizadora por sus propios procesos creadores y sus propios procedimientos formales (y, bastante a menudo, la destrucción de los resultados). La fe moderna de otrora en el gran artista, único soberano en un mundo sin sentido, dejaba paso a la pér­dida posmoderna de la fe en la trascendencia del artista.

El escritor contemporáneo […] está obligado a comenzar de cero: la realidad no existe, el tiempo no existe, la personalidad no existe. Dios era el autor omnisciente, pero ha muerto; ahora nadie conoce la trama, y puesto que nuestra realidad no cuenta con la san­ción de un creador, no hay garantía de la autenticidad de la versión recibida. El tiempo se reduce a la presencia, al contenido de una serie de momentos discontinuos. El tiempo ya no tiene propósito, de modo que no hay densidad, sino sólo oportunidad. La realidad es, simplemente, nuestra experiencia; la objetividad, por supuesto, una ilusión. La personalidad, una vez pasada la fase de la torpe concien­cia de sí mismo, se ha convertido […] en un simple lugar de nuestra experiencia. En vista de estos anonadamientos, ¿debería sorprender que tampoco existiese la literatura? ¿Cómo podría existir? Sólo exis­te la lectura y la escritura […], modos de mantener un aburrimiento respetable ante el abismo. (Ronald Sukenick, The Death of the Novel and Other Stories, Nueva Cork, Dial, 1969, pág. 41)

La impotencia subyacente al individuo en la vida moderna presionó a muchos artistas e intelectuales a retirarse del mundo, a abandonar la liza pública. Cada vez eran menos los que se sentían capaces de abordar problemas que fueran más allá de la situación inmediata del yo y de su lucha privada por la sustancia, por no hablar del compromiso con las visiones morales universales que ya no parecían creíbles. La actividad humana -artística, intelectual, moral- se vio forzada a buscar fundamento en un vacío sin modelos. El significado no pare­cía ser otra cosa que un constructo arbitrario; la verdad, tan sólo convención; la realidad, imposible de desvelar. El hom­bre, se empezaba a decir, era una pasión inútil.

Por debajo del clamor superficial de una existencia coti­diana a menudo frenética e hiperestimulada, un tono apoca­líptico comenzaba a invadir muchos aspectos de la vida cul­tural, y a medida que avanzaba el siglo XX era posible oír, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, declaraciones que hablaban de la declinación y caída, de la destrucción y el colapso de prácticamente todos los grandes proyectos inte­lectuales y culturales de Occidente: el fin de la teología, el fin de la filosofía, el fin de la ciencia, el fin de la literatura, el fin del arte, el fin de la cultura misma. Así como el aspecto ilustrado-científico de la mentalidad moderna se vio minado por su propio progreso intelectual y hubo de hacer frente al desafío radical de sus consecuencias tecnológicas y políticas en el mundo, así también su aspecto romántico, al reaccionar ante circunstancias análogas, pero con una sensibilidad dife­rente y a menudo profética, se encontró al mismo tiempo desilusionado desde dentro y acosado desde fuera, aparente­mente destinado a mantener aspiraciones trascendentes en un contexto cósmico e histórico desprovisto de significado tras­cendente.

De esta manera, en el curso de la era moderna el hombre puso en acción una dialéctica extraordinaria al pasar de una confianza casi ilimitada en sus propios poderes, en su poten­cialidad espiritual, en su capacidad para el conocimiento, en su dominio de la naturaleza y en su destino de progreso, a lo que a menudo parecía ser justamente lo contrario: un sentido exte­nuante de insignificancia metafísica y de futilidad personal, pérdida de fe espiritual, incertidumbre en lo referente al cono­cimiento, una relación mutuamente destructiva con la naturaleza y una intensa inseguridad acerca del futuro humano. En los cuatro siglos de existencia del hombre moderno, Bacon y Descartes se habían convertido en Kafka y Beckett. (Págs. 489-497)

jueves, 18 junio, 2009

La pasión de la mente Occidental (VII): consecuencias negativas del desarrollo científico

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 6:18 pm
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Neuronas

En este fragmento de La pasión… y continuando con el post de la semana anterior, veremos cómo, a pesar de la debacle ideológica sufrida por la ciencia a principios del siglo XX, la fe en ella apenas mermó debido a sus innegables logros prácticos. Pero incluso desde el punto de vista del hombre moderno, para el que la tecnología es un bien a priori y constituye el camino que le liberará de muchas (¿quizá de todas?) de las limitaciones de la condición humana, existen sombras que no podría negar ni el fanático más irredento, y que exigen replantearse las bondades del desarrollo científico y tecnológico, ambos tan ligados en el último siglo que casi en cualquier contexto se pueden utilizar indiferentemente.

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A pesar de todo esto, el rango cognitivo de la ciencia con­servaría aún su indiscutible preeminencia en el pensamien­to moderno. Tal vez la verdad científica fuera cada vez más esotérica y sólo provisional, pero se trataba de una verdad comprobable que no dejaba de ser mejorada y formulada con creciente precisión, y sus efectos prácticos en forma de pro­greso tecnológico (en la industria, la agricultura, la medicina, la producción de energía, las comunicaciones y el transporte) proporcionaban evidencia pública y tangible de la aspiración de la ciencia para producir un conocimiento viable del mun­do. Pero, paradójicamente, esa misma evidencia tangible venía a resultar decisiva en un desarrollo antitético, pues cuando las consecuencias prácticas del conocimiento científico ya no se pudieron juzgar como exclusivamente positivas, el pensa­miento moderno se vio forzado a reconsiderar su confianza previa, entusiasta e ilimitada, en la ciencia.

Ya en el siglo XIX, Emerson había advertido que los logros técnicos del hombre podían no siempre contribuir a sus inte­reses más nobles: «Las cosas son las que tienen las riendas de la humanidad». Con la entrada del nuevo siglo, justo en el momento en que la tecnología producía nuevas maravillas como el automóvil y la extendida aplicación de la electricidad, un puñado de observadores comenzó a sentir que esos desa­rrollos podían ser la señal de una nefasta inversión de los valo­res humanos. Hacia mediados del siglo XX, el nuevo mundo de la ciencia moderna comenzó a ser objeto de críticas amplias y vigorosas: la tecnología se estaba apoderando del hombre y deshumanizándolo, pues lo ponía más en un contexto de sus­tancias y mecanismos artificiales que en una naturaleza viva, en un medio estandarizado y ajeno a la estética, donde los medios habían absorbido a los fines, donde los requisitos del trabajo industrial entrañaban la mecanización de los seres humanos, donde todos los problemas se dejaban en manos de la investigación técnica a expensas de las auténticas respuestas existenciales. Los imperativos del funcionamiento técnico desarraigaban al hombre de su relación fundamental con la Tierra. La individualidad humana parecía cada vez más débil, cada vez menos reconocible bajo el impacto de la producción masificada, de los medios de comunicación y de la extensión de una urbanización sin alma y cargada de problemas. Las estructuras y los valores tradicionales se desmoronaban. Con una corriente interminable de innovaciones tecnológicas, la vida moderna estaba sometida a un cambio de rapidez desorientadora, desconocido hasta entonces en toda la historia. El gigantismo y la agitación, el ruido excesivo, la velocidad y la complejidad dominaban el medio humano. El mundo en el que vivía el hombre se tornaba tan impersonal como el cos­mos de su ciencia. Con el anonimato generalizado, la vacuidad y el materialismo de la vida moderna, la capacidad del hombre para conservar su humanidad en un medio determinado por la tecnología parecía increíblemente en duda. Para muchos, la cuestión de la libertad humana, de la capacidad de la humani­dad para mantener el dominio sobre su propia creación, se convertía en una cuestión particularmente grave.

Pero junto con estas críticas humanísticas se daban signos más perturbadoramente concretos de las consecuencias nega­tivas de la ciencia. Toda una serie de problemas tremendamen­te serios -la grave contaminación del agua, el aire y el suelo del planeta, la extinción de una enorme cantidad de especies, la deforestación del globo, la erosión de la tierra, la disminución de las aguas subterráneas, la gran acumulación de residuos tóxicos, la exacerbación del efecto invernadero, la destrucción de la capa de ozono en la atmósfera, el desequilibrio radical de todo el ecosistema planetario- emergía con una complejidad y fuerza crecientes. Incluso desde una perspectiva humana a corto plazo, la disminución acelerada de recursos naturales irreemplazables se había transformado en un fenómeno alar­mante. La dependencia de suministros extranjeros de recursos vitales produjo una nueva precariedad en la vida política y económica global. Siguieron apareciendo nuevos factores de destrucción y de distorsión del tejido social, directa o indirec­tamente ligados al progreso de la civilización científica: hiperdesarrollo y superpoblación urbanos, desarraigo cultural y social, trabajo mecánico alienante, accidentes industriales de consecuencias cada vez más desastrosas, fatales accidentes automovilísticos y aéreos, cáncer y cardiopatías, alcoholismo y drogadicción, televisión que atonta y empobrece culturalmente, incremento en los niveles de crímenes, violencia y psicopatología. Incluso los éxitos más caros a la ciencia provoca­ban, paradójicamente, problemas nuevos y más acuciantes, como cuando la prevención y cura de enfermedades y el des­censo de las tasas de mortalidad, en combinación con los avances tecnológicos en la producción y el transporte de ali­mentos, potenció a su vez la amenaza de superpoblación mundial. En otros casos, el progreso de la ciencia presentaba nuevos dilemas fáusticos, como los que rodeaban la imprevi­sible utilización de la ingeniería genética. Más en general, la complejidad de todas las variables pertinentes, aun sin desve­lar científicamente (ya en medios globales o locales, ya en los sistemas sociales, ya en el cuerpo humano), hacían impredecibles, y a menudo perniciosas, las consecuencias de su manipu­lación tecnológica.

Todos estos desarrollos habían llegado muy pronto a un clímax de desastrosas perspectivas cuando la ciencia natural y la historia política se conjugaron para producir la bomba ató­mica. Parecía una suprema ironía, cuando no una tragedia, que el descubrimiento de Einstein de la equivalencia de masa y energía, por la cual una partícula de materia podía convertirse en una inmensa cantidad de energía  -descubrimiento realizado por un consagrado pacifista, verdadera cumbre del brillo y la creatividad intelectual humana-, precipitara por primera vez en la historia la perspectiva de la autodestrucción de la huma­nidad. Con la caída de las bombas atómicas sobre las poblacio­nes civiles de Hiroshima y Nagasaki ya no pudo sostenerse la fe en la intrínseca neutralidad moral de la ciencia, por no hablar de sus poderes ilimitados de progreso benigno. Durante el prolongado y tenso cisma mundial de la Guerra Fría que siguió, la cantidad de misiles nucleares con una capacidad des­tructiva sin precedentes se multiplicó de un modo incesante, al punto de que alcanzaban para destruir varias veces el planeta. La civilización misma estaba en peligro en virtud de su propio genio. La misma ciencia que había disminuido tan notable­mente los peligros y las cargas de la supervivencia humana se convertía ahora en su amenaza más peligrosa.

La gran sucesión de triunfos de la ciencia y su progreso acumulativo quedaba ensombrecida por un sentido de los límites de la ciencia, sus peligros y su culpabilidad. El pensamiento científico moderno se encontraba acosado en varios frentes a la vez: por las críticas epistemológicas; por sus pro­pios problemas teóricos, que surgían cada vez en más campos; por la creciente urgencia de la necesidad psicológica de inte­grar el cisma moderno entre el hombre y el mundo, y, sobre todo, por sus consecuencias adversas y su última implicación en la crisis planetaria. La estrecha asociación entre la investi­gación científica y el poder político, militar y corporativo si­guió minando la tradicional imagen de inmaculada pureza que la ciencia tenía de sí misma. El mero concepto de «ciencia pura» era ahora criticado por muchos como ilusorio. La creen­cia de que el pensamiento científico era el único que tenía acceso a la verdad del mundo, que podía producir la naturale­za como un espejo perfecto que reflejara una realidad extra-histórica, universal y objetiva, no sólo pasó a ser considerada epistemológicamente ingenua, sino también, consciente o in­conscientemente, al servicio de fines políticos y económicos específicos que a menudo ponían vastísimos recursos y enor­me inteligencia en manos de programas de dominación social y ecológica. La explotación agresiva del medio natural, la pro­liferación de las armas nucleares, la amenaza de catástrofe pla­netaria, todo ello apuntaba a una denuncia de la ciencia, de la razón humana misma, ahora aparentemente esclava de la irra­cionalidad destructiva del propio hombre.

Si todas las hipótesis científicas debían verificarse de manera rigurosa y desinteresada, parecía que la «cosmovisión científica» misma, la metahipótesis dominante de la era mo­derna, resultaría claramente falsada por sus consecuencias destructivas y contraproducentes en el mundo empírico. La empresa científica, que en sus primeras etapas había produci­do una complicada situación cultural -filosófica, religiosa, social, psicológica-, provocaba ahora una emergencia biológi­ca. La creencia optimista de que los dilemas del mundo po­drían resolverse simplemente con el progreso científico y la ingeniería social quedaba en entredicho. Occidente volvía a perder su fe, esta vez no en la religión, sino en la ciencia, en la razón humana autónoma.

La ciencia seguía siendo apreciada, incluso reverenciada, pero había perdido su imagen incontaminada de agente liberador de la humanidad. También había perdido sus antiguas y firmes aspiraciones a una fiabilidad cognitiva prácticamente absoluta. Cuando los resultados de su desarrollo ya no fueron exclusivamente benignos, cuando su comprensión reduccio­nista del medio natural resultó manifiestamente deficiente, cuando fue evidente su susceptibilidad al prejuicio político y económico, no pudo seguir afirmándose la anterior credibili­dad incondicional del conocimiento científico. Tras la aguda crítica epistemológica de la filosofía moderna, el principal fundamento para afirmar la validez de la razón había sido el soporte empírico que recibía de la ciencia. En efecto, la críti­ca filosófica por sí misma había sido un ejercicio abstracto, sin influencia clara sobre la cultura más amplia ni sobre la ciencia, y así habría continuado si la empresa científica hubiera segui­do siendo inequívocamente positiva en su progreso práctico y cognitivo. Pero siendo tan problemáticas las consecuencias concretas de la ciencia, el fundamento último de la razón se tornaba inseguro.

Muchos observadores reflexivos, y no sólo los filósofos profesionales, se vieron forzados a reconsiderar la situación del conocimiento humano. Tal vez el hombre pensara que sabía cosas, científicamente o de cualquier otra manera, pero es indudable que no había garantía alguna de que así fuese: no tenía acceso racional a priori a verdades universales, los datos empíricos estaban siempre impregnados de teorías y eran rela­tivos al observador, y la anterior y fiable cosmovisión cientí­fica estaba abierta a un cuestionamiento fundamental, pues no había duda de que ese marco conceptual estaba creando o agravando los problemas de la humanidad a escala planetaria. El conocimiento científico era extraordinariamente eficaz, pero sus efectos sugerían que mucho conocimiento desde una perspectiva limitada podía ser algo muy peligroso. (Págs. 456-460)

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