Cabalgando al Tigre

jueves, 22 noviembre, 2007

Jung y sus recuerdos, sueños y pensamientos (y VII): África paradójica

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 8:43 am

jung2.jpgJung nos relata en esta última entrega de sus Recuerdos… algunas de sus vivencias en África y las reflexiones que le suscitaron, así como el asombro que le produjo encontrarse con mentalidades que asumían la paradoja con tanta facilidad y sin conflicto interior. Atención a los breves comentarios sobre el intercambio de géneros en las sociedades occidentalizadas y sobre la homosexualidad.

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Recuerdo con placer a un importante informador acerca de la familia entre los Elgonyi: era un bello y lla­mativo muchacho, de nombre Gibrôat, hijo de cacique, de muy elegantes y amables modales, cuya confianza al pare­cer había yo ganado. Es verdad que aceptaba gustoso mis cigarrillos, pero no era ávido, como los demás, de obtener regalos. Me explicó muchas cosas interesantes y de vez en cuando me hacía una «visita de gentleman». Me di cuenta que se proponía algo, que albergaba algún deseo. Sólo des­pués de mucho tratarnos comprendí que quería que yo trabase conocimiento con su familia. Sin embargo, yo sa­bía que no estaba aún casado y sus padres habían muerto. Se trataba de una hermana mayor. Estaba casada en se­gundas nupcias y tenía cuatro hijos. Él deseaba vivamente que yo le hiciera una visita para que ella tuviese oportuni­dad de conocerme. Era evidente que ella era para él como una madre y yo acepté conocerla porque de este modo, por así decirlo, sociable, esperaba obtener una visión de la vida familiar.

«Madame était chez elle», ella salió de la cabaña cuando llegamos y me saludó del modo más natural del mundo. Era una bella mujer de mediana edad, es decir de unos treinta años aproximadamente; además del obligado cinturón de kauri, llevaba aros en los brazos y en los tobillos; en el lóbulo de la oreja, extraordinariamente agrandado, llevaba unas chucherías de cobre y sobre el pecho una piel de caza. Sus cuatro pequeños mtotos los había encerrado en la cabaña desde donde miraban a tra­vés del quicio de la puerta y sonreían con cierto nervio­sismo. Le rogué que los dejara salir. Tardaron un rato en atreverse a hacerlo. La mujer tenía los mismos elegantes modales de su hermano, a quien el rostro resplandecía de alegría por el éxito logrado.

Nos sentamos en el suelo, pues no había nada para poder sentarse excepto el polvoriento suelo, cubierto de excrementos de gallinas y cabras. La conversación abarcó los límites de una tertulia de salón, semifamiliar, y giró so­bre la familia, los niños, la casa y el jardín. La mujer que compartía con ella el marido, y cuya finca lindaba con la suya, tenía seis hijos. La Boma de la «hermana» se hallaba a unos 80 m de distancia. Aproximadamente a mitad de camino entre las dos cabañas de las mujeres se hallaba la cabaña del marido y, detrás de ella, a unos 50 m de dis­tancia, una pequeña cabaña en la cual habitaba el primo­génito de la primera mujer, que era ya adulto. Cada una de las dos mujeres poseía su shamba, es decir, una plantación de plátanos, boniatos, mijo y maíz, de la cual mi anfitriona estaba visiblemente orgullosa.

Yo tenía la sensación de que la seguridad y la arrogan­cia de su actitud dependía en gran medida de su identifi­cación con su ostensible integridad, la cual se componía de los hijos, la casa, el ganado menor, la shamba y –last but not least– su físico ciertamente agradable. Del mari­do se habló poco. Tan pronto parecía estar allí, como no estar. Mi anfitriona representaba de un modo notorio y sin problemas, lo existente, un auténtico pied-à-terre del marido. La cuestión de si él estaba allí o no parecía no existir, más bien se trataba de si ella en su totalidad era realmente el centro «magnético» de su marido errando con sus rebaños. Lo que pasaba en el interior de esta alma «sencilla» era inconsciente, es decir, ignorado y sólo per­ceptible a través de los datos comparativos europeos de di­ferenciación «progresiva».

Yo me preguntaba si la masculinización de la mujer blanca no tenía relación con la pérdida de su integridad natural (shamba, hijos, ganado menor, casa propia y ho­gar), es decir, si era una compensación de su depaupera­ción y si el afeminamiento del hombre blanco no repre­sentaba un fenómeno originado por el anterior. Los esta­dos más racionales hacen desaparecer la diferencia de se­xos en grado máximo. El papel que en la sociedad moder­na desempeña la homosexualidad es enorme. Es en parte consecuencia del complejo materno, y en parte un fenó­meno natural lógico (¡inhibición de la procreación!)

Mis compañeros de viaje y yo tuvimos la suerte de presenciar antes de su fin el primitivo mundo africano con su insospechada belleza y también con su profundo dolor. Nuestra vida de campamento fue una de las épocas más bellas de mi vida: procul negotiis et integer vitae scelerisque purus (alejado de los negocios, no corrompido por la vida y libre de culpa) disfruté de la «paz de Dios» en un país to­davía primitivo. Jamás había visto algo semejante: «El hombre y los demás animales» (Herodoto).

[…]

Pero en esta ocasión supe que cuando muere un hom­bre, su cadáver se coloca en el suelo, en el centro de la ca­baña. El laibon lo transforma y salpica el suelo con leche de una taza, mientras murmura: «¡ayík adhista, adhísta ayik!».

El significado de estas palabras me era ya conocido por una memorable charla en la cual se había tratado de ello. Al terminar aquella charla un anciano gritó de pron­to: «Por la mañana, cuando sale el sol, salimos de la caba­ña, escupimos en las manos y las ponemos al sol.» Me hice mostrar la ceremonia con todo detalle. Escupían o sopla­ban enérgicamente en sus manos que mantenían frente a su boca, luego volvían las manos y ponían las palmas al sol. Pregunté qué significaba esto, por qué lo hacían, por qué soplaban o escupían en las manos. Fue en vano, «así se ha hecho siempre», decían. Era imposible obtener ex­plicación alguna, y comprendí que en realidad sólo sabían que lo hacían, pero no lo que hacían. No veían en este acto ningún sentido. Pero también nosotros realizamos cere­monias -iluminación del árbol de Navidad, escondemos huevos de pascua, etc.- sin que sepamos claramente por qué lo hacemos.

El anciano decía que ésta era la verdadera religión de todos los pueblos: todos los kevirondos, todos los buyandas, todas las tribus que se podían ver desde lo alto de las montañas y más allá todavía, todos rendían culto al adhis­ta, es decir, al sol en el momento de su salida. Sólo enton­ces es mungu, Dios. También la primera media luna dora­da de la luna nueva, en la púrpura del cielo de occidente, es Dios. Pero sólo entonces, no en otro momento.

Evidentemente, en la ceremonia de los Elgonyi se tra­taba de una ofrenda al sol, que en el momento de su sali­da es divino. En cuanto a la saliva, es la sustancia que, se­gún una concepción primitiva, contiene el mana perso­nal, la fuerza curativa, mágica y vital. En cuanto al alien­to, roho, en árabe ruch, en hebreo ruach y en griego pneuma, es el viento y el espíritu. El acto dice, pues: «Yo ofrez­co a Dios mi alma viva.» Es una oración activa, sin pala­bras, que igualmente podría decir: «Señor, en Tus manos encomiendo mi espíritu.»

Junto al adhista los Elgonyi rinden culto al ayík -se­gún supimos más tarde-, que vive en la tierra y es un sheitan (el diablo). Es el creador del miedo, un viento frío que golpea al caminante nocturno. El anciano silba una especie de motivo de Loki para evidenciar cómo el ayík ronda entre las hierbas de la selva, altas y enig­máticas.

La gente, en general, profesaba el convencimiento de que el Creador lo ha hecho todo bueno y hermoso. Es a la vez el Bien y el Mal. Es m’zuri, es decir, bello y todo cuan­to ha hecho es m’zuri.

Cuando pregunté: «¿Pero y las fieras malas que os ma­tan el ganado?», dijeron: «El león es bueno y hermoso.» Y: «¿Vuestras terribles enfermedades?» Respondieron: «Pue­des sentarte al sol y esto es hermoso.» Me sentí impresio­nado por este optimismo. Pero por la tarde, hacia las seis, esta filosofía cesaba, como descubrí pronto. Desde la pues­ta del sol impera otro mundo, el mundo tenebroso, el mundo del ayík: era el mal, el peligro y el que causa mie­do. Desaparecía la filosofía optimista y comenzaba la filo­sofía del temor a los espectros y de los ritos mágicos que debían proteger contra las desgracias. Luego, con la salida del sol, sin contradicción interna, volvía el optimismo.

Fue para mí una experiencia que me afectó profunda­mente el tener noticia, en las fuentes del Nilo, de la primi­tiva concepción egipcia de los dos acólitos de Osiris, Ho­ras y Seth, una vivencia africana que había descendido, junto con el agua sagrada del Nilo, hasta las costas del Me­diterráneo. Adhista, el sol naciente, la luz, como Horus: ayík, la oscuridad, el que da miedo.

En el sencillo ritual de los muertos, las palabras del laibon y su ofrenda de leche unían lo antagónico, al sacri­ficar a ambos.

Ambos son de igual poder y significado, pues el inter­valo de tiempo de su reinado, tanto el día como la noche, dura ostensiblemente doce horas cada uno. Sin embargo, lo que tiene más sentido es el momento en que surge el primer rayo de luz de las tinieblas de modo repentino como sucede en el ecuador, y en el que la noche se trans­forma en luz viva. (Págs. 308-315)

2 comentarios »

  1. Cielos, Jung era homófobo, los negros también son homófobos…pongámonos el cinturón de castidad progresista y lancemos el anatema (como se ha hecho en cierto programa basura con un africano que todavía no ha asimilado la transexualidad de nuestra avanzada ciudadanía europea).
    Ahora en serio, habría que distinguir entre actos homosexuales ocasionales entre hombres y mujeres claramente identificados con su sexo (siempre ha existido en todas las civilizaciones y épocas) y el afeminamiento y masculinismo, cuya proliferación ha ido en aumento en los últimos siglos (o mejor dicho, en el último siglo).

    Comentarios por bukowsky in love — viernes, 23 noviembre, 2007 @ 9:15 pm |Responder

  2. Es importante hacer notar el hecho de que le conferían a la saliva un poder sanador extraordinario. Y lo tiene. Hoy mismo, en todo el mundo, algunas personas la usan para elminar todo tipo de dolores, migrañas, artríticos, problemas de la piel como verrugas, espinillas, o pterigión, e incluso soriasis y cicatrices. En este caso, un dermatólogo le sugirió a un amigo: «píquese con una aguja la zona afectada y póngase su saliva. Le va a arder mucho, peso se va a curar» En 4 meses estaba curado. Un dr. amigo mío a quien comenté lo anterior y padeciendo soriasis en ambos codos, ha hecho lo recomendado por el dermatólogo aquel y en aprox dos meses tiene un 45% menos del daño.
    Pero no solo infiere en la superficie. También hay personas que se han curado de juanetes, espolón, y más. La gente de más edad recomienda la saliva del despertar en la mañana. Es la que más concentrados tiene sus poderes curativos. La sialoterapia es actual, pese a que se ha estado olvidando.

    Comentarios por Andrés Amado Zuno Arce — jueves, 8 julio, 2010 @ 1:16 pm |Responder


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