Cabalgando al Tigre

viernes, 16 febrero, 2007

Vida líquida (II). Consumo, deseo y marketing

Filed under: Textos recomendados — by Aspirante a domador @ 11:00 am

 

bauman.jpgAquí os dejo la segunda entrega de la selección de citas de Vida líquida, esta vez en torno la sociedad de consumo, sus mecanismos y algunas de sus implicaciones. En mi opinión, el mejor resumen de la situación actual queda magistralmente plasmado en el fragmento del relato de Georges Perec citado en el último párrafo, así que, si no tienes tiempo o ánimo de leer todo el texto, te servirá para extraer la idea central sobre la que Bauman gira en su desarrollo.

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“La sociedad de consumo justifica su existencia con la promesa de satisfacer los deseos humanos como ninguna otra sociedad pasada lo­gró hacerlo o pudo siquiera soñar con hacerlo. Sin embargo, esa pro­mesa de satisfacción sólo puede resultar seductora en la medida en que el deseo permanece insatisfecho o, lo que aún es más importante, en la medida en que se sospecha que ese deseo no ha quedado plena y verdaderamente satisfecho. Si se fijaran unas expectativas bajas a fin de asegurarse un fácil acceso a los productos que puedan colmarlas, o si se creyera en la existencia de unos límites objetivos a unos deseos «auténticos» y «realistas», sería el fin de la sociedad, la industria y los mercados de consumo. Precisamente, la no satisfacción de los de­seos y la firme y eterna creencia en que cada acto destinado a satisfa­cerlos deja mucho que desear y es mejorable son el eje del motor de la economía orientada al consumidor.

La sociedad de consumo consigue hacer permanente esa insatis­facción. Una de las formas que tiene de lograr tal efecto es denigran­do y devaluando los productos de consumo poco después de que ha­yan sido promocionados a bombo y platillo en el universo de los deseos del consumidor. Pero hay otra vía (más eficaz todavía) oculta de la atención pública: el método de satisfacer cada necesidad/deseo/carencia de manera que sólo pueda dar pie a nuevas necesidades/deseos/carencias. Lo que empieza como una necesidad debe con­vertirse en una compulsión o en una adicción. Y en eso se acaba transformando, gracias a que el impulso de buscar en los comercios (y sólo en los comercios) soluciones a los problemas y alivio para el do­lor y la ansiedad es un aspecto de la conducta cuya materialización en hábito no sólo está permitida, sino que es activa y vehementemente alentada. Pero también deviene una compulsión por otro motivo. Como el ya fallecido Ivan Illich mostró en su momento, la mayoría de las dolencias que reclaman tratamiento médico en la actualidad son enfermedades «iatrogénicas», es decir, afecciones patológicas causa­das por terapias pasadas: el «residuo», por así decirlo, de la industria médica. Pero ésa es una tendencia fácilmente apreciable también en la industria de consumo en general. Hazel Curry ofreció recientemente un ejemplo excelente de una tendencia universal: la profesión médica ha detectado auténticas epidemias de «piel irritable» que se han ex­tendido a un ritmo vertiginoso y que, hasta el momento, han afectado ya a un 53% de los occidentales. Sólo algunos de esos casos pueden ser atribuidos al fenómeno (genéticamente determinado) de la llama­da «piel sensible». La mayoría, sin embargo, son casos de piel sensibi­lizada, es decir, de una piel que se ha vuelto sensible «por influencia de un severo régimen de cuidado de la piel». En una sociedad de con­sumidores, la expansión del acné en la población adulta sólo puede obedecer a una expansión de la demanda de dichos consumidores y del mercado de productos de consumo. «Las marcas de productos di­rigidos a calmar la piel, como Chantecaille, Liz Earle o Dr. Hauschka, han gozado de un enorme éxito en los últimos años. De resultas de ello, otras marcas más grandes y establecidas, como Dermalogica, Jurlique o, más recientemente, Carita, han lanzado gamas similares».1 Susan Harmsforth, una de las más destacadas expertas en ese campo y fundadora, además, de una de las marcas, aconseja actualmente a las víctimas de estas epidemias «que usen uno o dos productos de una lí­nea más suave durante un mes» y que luego «introduzcan un produc­to o tratamiento durante un mes más y bajo vigilancia de un terapeu­ta». Es de esperar, pues, que en el breve plazo de unos pocos años, cuando los efectos de las presentes terapias contra los restos de tera­pias anteriores se hagan visibles y la profesión médica declare la llega­da de una nueva epidemia, vuelvan a ofrecerse nuevas gamas de pro­ductos y consejos similares a los actuales.

Para que la búsqueda de realización personal no se detenga y para que las nuevas promesas sigan resultando seductoras y contagiosas, hay que romper las que se hayan hecho anteriormente y hay que frus­trar las esperanzas de realización. Para un adecuado funcionamiento de la sociedad de consumidores es condición sine qua non que entre las creencias populares y las realidades de los consumidores se extien­da un ámbito de hipocresía. Toda promesa debe ser engañosa o, cuan­do menos, exagerada para que prosiga la búsqueda. Sin esa frustra­ción reiterada de deseos, la demanda de los consumidores podría agotarse rápidamente y la economía orientada al consumidor perdería fuelle. Es el excedente resultante de la suma total de promesas el que neutraliza la frustración causada por el exceso de cada una de ellas y el que impide que la acumulación de experiencias frustrantes mine la confianza en la eficacia final de la búsqueda.

El consumismo es, por ese motivo, una economía de engaño, ex­ceso y desperdicio. Pero el engaño, el exceso y el desperdicio no son síntomas de su mal funcionamiento, sino garantía de su salud y el úni­co régimen bajo el que se puede asegurar la supervivencia de una so­ciedad de consumidores. El amontonamiento de expectativas trunca­das viene acompañado paralelamente de montañas cada vez más altas de artículos arrojados a la basura, productos de ofertas anteriores con los que los consumidores habían esperado en algún momento satisfa­cer sus deseos (o con los que se les había prometido que podrían sa­tisfacerlos). El índice de mortalidad de las expectativas es elevado y, en una sociedad de consumo que funcione adecuadamente, debe mantener una progresión ascendente constante. La expectativa de vida de las esperanzas es mínima y sólo una tasa de fertilidad desme­suradamente alta puede evitar que se consuman y se apaguen. Para mantener vivas las expectativas y para que las nuevas esperanzas ocu­pen enseguida el vacío dejado por las ya desacreditadas y descartadas, el trecho desde el comercio hasta el cubo de basura debe ser corto y la transición muy rápida.” (Págs. 109-111)

“Como ya se ha mencionado, contrariamente a las promesas decla­radas (y creídas por muchos) de los anuncios publicitarios, el consu­mismo no gira en torno a la satisfacción de deseos, sino a la incitación del deseo de deseos siempre nuevos (con preferencia, de aquéllos que, en principio, sean imposibles de saciar). Para el consumidor, un deseo satisfecho debería resultar así tan placentero y excitante como una flor marchita o una botella de plástico vacía; para el mercado de consumo, por su parte, un deseo satisfecho significaría igualmente un presagio de catástrofe inminente. La mejor forma de imaginarse al «consumidor ideal» que persigue el mercado de consumo es como una especie de fábrica funcionando a pleno rendimiento las veinti­cuatro horas del día y los siete días de la semana para garantizar una sucesión ininterrumpida de deseos efímeros, puntuales y esencial­mente desechables. Para que ese «ciclo del deseo» rote más deprisa, el mercado ofrece un volumen continuamente creciente de habilida­des y conocimientos y diseña un número cada vez mayor de artilugios para ponerlos en práctica. Así se entiende la respuesta que dio Chris St. George, un respetadísimo asesor en temas defitness que trabaja en uno de los establecimientos del ramo más conocidos de Londres, a un hombre que se quejaba de que le gustaba comer bien, pero no podía compatibilizar ese impulso con la tarea de mantener su línea a raya: «venga a hacer ejercicio al gimnasio con más frecuencia y acelerará su metabolismo».” (Pág. 124)


“El homo eligens y el mercado de artículos de consumo conviven en una perfecta simbiosis: ni el uno ni el otro verían la luz de un nuevo día si no contaran con el apoyo y el alimento que supone su compañía mutua. El mercado no sobreviviría si los consumidores se aferraran a las cosas. Por su propia supervivencia, no puede soportar a los clien­tes que se muestran comprometidos o leales a algo, o que, simple­mente, mantienen una trayectoria coherente y cohesionada que se re­siste a las distracciones y descarta los arranques aventureros (salvo, claro está, aquéllos comprometidos con comprar y leales a las trayec­torias que les llevan hasta los centros comerciales). El mercado recibi­ría un golpe mortal si el estatus de los individuos les aportara una sen­sación de seguridad, si sus logros y sus objetos personales estuvieran a buen recaudo, si sus proyectos fuesen finitos y si el final de sus traba­josos esfuerzos estuviese a su alcance. El arte del marketing está dedi­cado a impedir que se cierren las opciones y se realicen los deseos. En contra de las apariencias y de las declaraciones oficiales (así como del sentido común, que se mantiene fiel a ambas), el énfasis recae no so­bre la generación de nuevos deseos, sino sobre la extinción de los «an­tiguos» (léase: los de hace un momento) para dejar sitio para nuevas escapadas consumistas. […].

Los ciudadanos del mundo moderno líquido no precisan de mayores enseñanzas para explorar obsesivamente los comercios con la esperanza de hallar chapas identificativas ya preparadas, fáciles de consumir y públicamente legibles. Deambulan por los laberínticos pa­sillos de los centros comerciales impulsados y guiados por la esperan­za semiconsciente de dar con la chapa o el símbolo identificativo pre­ciso para ponerse al día, y por la aprensión lacerante a no haberse dado cuenta de que la chapa que hasta entonces habían llevado con orgullo ha podido pasar a convertirse en motivo de vergüenza. Como les guía la motivación de no agotarse nunca, a los directivos de los cen­tros comerciales les basta con seguir el principio descubierto por Percival Bardebooth, uno de los protagonistas de la monumental novela de Georges Perec, La vie mode d’emploi (La vida: instrucciones de uso), que es el de procurar que el último pedazo a la venta no encaje con el resto del rompecabezas identitario, de manera que su montaje tenga que volver a empezar una y otra vez desde el principio y cada nuevo inicio no pueda tener final. La vida de Bardebooth terminó inacabada como el propio inquietante relato de Perec:

Sentado ante el puzzle, Bartlebooth acaba de morir. Sobre el man­tel, en algún lugar del cielo crepuscular de ese puzzle número cuatro­cientos treinta y nueve, el hueco negro de la única pieza aún por colo­car tiene la forma de una X casi perfecta. Pero lo irónico (aunque era ya de prever desde mucho antes) es que la pieza que el muerto sostie­ne entre los dedos tiene forma de W.2” (Págs. 49-51)

1. Véase «Irritable skin syndrome», Guardian Weekend, 9 de octubre de 2004, pág. 57.
2. Georges Perec, La vie mode d’emploi, traducción al inglés: Life: A User’s Ma­nual, Collins Harvill, 1988, pág. 497 (trad, cast: La vida: instrucciones de uso, Barce­lona, Anagrama, 1988).

1 comentario »

  1. Gracias, me REsirve todo!

    Comentarios por Martina — martes, 27 abril, 2010 @ 7:53 pm |Responder


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